Como no se refirieran al Real Madrid, ignoro de qué “equipo” hablaban, pues no tengo de eso.
Nadie me llamó en todo caso, ni a nadie a mí cercano.
Vaya este preámbulo para que Blanca Portillo no me crea tan descortés con ella como desabrida ha sido ella conmigo.
Otras colegas suyas han sido agresivas o groseras, soliviantadas ante dicha columna.
No sé si vale la pena explicar algo, dado cómo lee hoy mucha gente, o cómo decide leer, y atribuirle a uno lo que no ha escrito en absoluto.
Pero que por mí no quede.
Numerosas veces he protestado del IVA punitivo con que este Gobierno grava el teatro y de los sueldos de las mujeres
Eso no significa que no haya ido mucho ni que no pueda regresar mañana.
Numerosas veces he protestado del IVA punitivo con que lo grava este Gobierno, y en cuanto a los sueldos de las mujeres, véase mi artículo Trabajo equitativo, talento azaroso, de no hace ni tres meses, para saber mi postura ante esa injusticia.
De lo que hablé fue de un tipo de teatro, que abunda desde hace ya lustros, en el que el texto es lo secundario.
Soy un espectador –y un lector– a la vez ingenuo y resabiado. Resabiado porque he visto y leído no poco, y sobre todo porque me dedico a escribir ficciones y el primer obstáculo con que me encuentro es que en principio me cuesta vencer mi incredulidad ante lo que invento y narro.
Así que me exijo (seguramente no lo bastante). Fue el poeta y crítico Coleridge quien en 1817 acuñó la expresión “voluntaria suspensión de la incredulidad”, que desde entonces se ha aplicado a lo que todos necesitamos para adentrarnos en casi cualquier obra ficticia, sea fantástica o realista.
Cuando uno va al teatro, sabe que está en el teatro; no ha olvidado que viene de la calle y que ha dejado a los niños con la canguro. Cuando la función empieza –y aquí entra el espectador ingenuo que soy–, uno precisa algo de ayuda por parte de quienes la llevan a cabo, no lo contrario.
Si uno se propone contemplar una obra, claro está, y no un “alarde” escénico, interpretativo o circense.
Hay quienes van a ver esto último precisamente, y son muy dueños.
Pero si a mí se me anuncia un clásico, Shakespeare de nuevo, confío en que el montaje no vaya contra él, o que no lo tome como mero pretexto para lucimientos diversos.
Si Glenda Jackson hace de Rey Lear, dije, me resulta imposible creérmelo: estaré viendo a Jackson todo el rato, por magnífica que sea su interpretación, lo que no pongo en duda.
Mencioné un montaje inglés de Julio César en una cárcel de mujeres y con elenco exclusivamente femenino, y añadí: “La verdad, para mí no, gracias”.
No sostuve que eso no debiera hacerse ni critiqué a los que van a verlo. Allá cada cual, faltaría más que no pudiéramos elegir espectáculo.
Ahora se da esta moda, pero la contraria me impide suspender mi incredulidad igualmente, y por eso me referí a la Celestina del admirable José Luis Gómez.
Hace décadas Ismael Merlo interpretó a Bernarda Alba, y lo lamento, no podía dejar de reconocer a Merlo, esforzándose.
Si a Laurence Olivier se le hubiera antojado encarnar a la Reina Gertrudis en vez de a Hamlet, por bien que hubiera hecho su trabajo, habría visto a Olivier haciendo un alarde y no me habría creído su personaje.
Como si a John Wayne le hubiera dado por hacer de Pocahontas o Clark Gable se hubiera empeñado en ser Escarlata O’Hara, afeitado el bigote y cuanto ustedes quieran.
A quienes escribimos ficciones nos acechan las inverosimilitudes por todas partes.
Dejó de interesarme la celebrada House of Cards cuando el Vicepresidente estadounidense (Kevin Spacey) mata con sus propias manos a una periodista en el metro … y nadie lo ve, ni lo capta una cámara.
Lo siento, pero un Vicepresidente no está para esos menesteres.
Se los encarga a un sicario, a través de intermediarios; como mínimo, a su esbirro de mayor confianza.
Uno recobra la incredulidad muy fácilmente, por un detalle o una vuelta forzada del argumento, por falta de ayuda.
Hablé de la costumbre de convertir en nazis o gangsters a los personajes shakespeareanos.
Aparte de vetusta (el primero en vestirlos como a Goebbels fue Orson Welles hacia 1940), se hace arduo situar en esas épocas a un Macbeth que cree en profecías de brujas.
Es lícito “recrear” o “reinterpretar” a los clásicos, pero prefiero que se me advierta que voy a contemplar algo “inspirado” en ellos, y no Fuenteovejuna de Lope o Enrique V de Shakespeare.
Hablo por mí –hay que insistir, cielo santo–, como espectador resabiado e ingenuo.
Se me ha reprochado, por último, opinar lo que opiné desde EL PAÍS y siendo miembro de la Real Academia, una “irresponsabilidad”.
Veamos, ¿por escribir en este diario debo limitar mi libertad de opinión? ¿Por pertenecer a la RAE debo inhibirme y domesticarme? Pues ni lo sueñen. Menuda ganancia.
Y entrando en una opinión muy personal, pero sin justificarme, tanto Blanca Portillo como Glenda Jakjson, son mujeres feas, muy buenas actrices, buenisimas pero feas. ¿No hay actrices guapas que no sea Penelópe Cruz ,por ejemplo que hagan de Hombre?. Yo vi otra Casa de Bernarda Alba por ese actor más bien bailarín de zapateado y cada vez que pienso en la obra me sale él bailando.......no nos confundamos, ni los feos son buenos actores ni los guapos Malos malisimos. Dejemos a Nuria Spert para otro momento , que se me clavó una banderilla en su peli:A las cinco de la tarde".Tb recuerdo a un Terenci Moix que realizó, ya no me acuerdo que obra, es posible que fuera Macbhet? en catalá en el claustro de Sant Cugat:"BUfa la tramontana", creo que era Hamlet, su novio por aquel entonces.Pues sonaba muy raro, la verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario