A mí no me da la impresión de que ese individuo con un dedo de frente quiera cumplir a toda velocidad sus promesas electorales, o hacer como que las cumple, o demostrar que lo intenta (hoy, un sensato juez de Seattle le ha paralizado momentáneamente su veto a la entrada de ciudadanos de siete países musulmanes).
La sensación que me invade es de aún mayor peligro, a saber: se trata de un sujeto muy enfermo que debería ser curado de sus adicciones, la mayor de las cuales es sin duda su necesidad de hiperactividad pública, de tener las miradas puestas en él permanentemente, de no dejar pasar una hora sin proporcionar sobresaltos y titulares, provocar acogotamientos y enfados, crisis diplomáticas y tambaleos del mundo.
Su incontinencia con Twitter es la prueba palmaria.
Quienes tuitean sin cesar, es sabido, son personas megalomaniacas y narcisistas, es decir, gravemente acomplejadas.
No soportan el vacío, ni siquiera la quietud o la pausa.
Un minuto sin la ilusión de que el universo les presta atención es uno de depresión o de ira.
Precisan estar en el candelero a cada instante, y los instantes en que no lo están se les hacen eternos, luego vuelven a la carga.
Hay millones de desgraciados que, por mucho que se esfuercen y tuiteen, siguen siendo tan invisibles e inaudibles como si carecieran de cuenta en esa red (si es que esa es la palabra: lo ignoro porque no he puesto un tuit en mi vida).
Pero claro, si uno se ha convertido misteriosamente en el hombre más poderoso de la tierra, tiene asegurada la atención planetaria a las sandeces que suelte cada poco rato.
El eco garantizado es una invitación a continuar, a aumentar la frecuencia, a elevar el tono, a largar más improperios, a dar más sustos a la población aterrada.
Es el sueño de todo chiflado: que se esté pendiente de él, y no sólo: que se obedezcan sus órdenes.
Ya han surgido comparaciones entre Trump y Hitler. Por fortuna, son prematuras.
A quien más se parece el Presidente cuyo incomprensible pelo va a la vez hacia atrás y hacia adelante; a quien ha adoptado como modelo; a quien copia descaradamente, es a Hugo Chávez.
Éste se procuró a sí mismo un programa de televisión elefantiásico (Aló Presidente), obligatorio para todas las cadenas o casi, en el que peroraba durante horas, sometiendo a martirio a los venezolanos. Era faltón, no se cortaba en sus insultos (“¡Bush, asesino, demonio!”, le gritaba al nefasto Bush II que ahora nos empieza a parecer tolerable, por contraste), le traían sin cuidado las relaciones con los demás países y los incidentes diplomáticos, gobernaba a su antojo y cambiaba leyes a su conveniencia, y sobre todo no paraba, no paraba, no paraba.
Recuerden que la desesperación llevó al Rey Juan Carlos, por lo general discreto y afable, a soltarle “Pero ¿por qué no te callas?”, ante un montón de testigos y cámaras.
Trump es un imitador de Chávez, sólo que con tuits (de momento).
Es su gran admirador y su verdadero heredero, porque Maduro es sólo una servil caricatura fallida.
Detrás están Le Pen y Theresa May y Boris Johnson y Farage, están Orbán y la títere polaca del gemelo Kaczynski superviviente, está sobre todo Putin.
Está el Vicepresidente Pence, un beato fanático, tanto que en Nueva York se me dijo que había que rezar por la salud de Trump, paradójicamente, para que su segundo no lo sustituyera en el cargo. Y está Stephen Bannon, su consejero principal, un talibán de la extrema derecha en cuya web Breitbart News se ha escrito que abolir la esclavitud no fue buena idea, que las mujeres que usan anticonceptivos enloquecen y dejan de ser atractivas, que “padecer” feminismo puede ser peor que padecer cáncer …
Este comedido sabio va a estar presente en las reuniones del Consejo de Seguridad Nacional por imposición de Trump, contraviniendo la inveterada costumbre de que a ellas no asistan asesores ideológicos del Presidente, que le puedan persuadir de tirar bombas donde y cuando no conviene.
Ha llegado ya, muy pronto, el momento de hacer algo.
Pero ¿qué? Los Gobiernos están semiatados, las sociedades no tanto.
Antes o después a alguien se le ocurrirá un boicot a los productos estadounidenses.
Según Trump, todos los países se han aprovechado del suyo.
Pero a todos el suyo les vende infinidad de cosas (desde cine hasta hamburguesas), y de eso depende en gran medida el éxito o el fracaso de su economía.
Si la economía falla, los empresarios y las multinacionales se enfadan mucho.
Y se enfadarán con Trump, Pence y Bannon, quizá hasta el punto de querer que se vayan, o de obligarlos a cambiar de estilo y de ideas.
El estilo Chávez es ruinoso, eso ya está comprobado.
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