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Un Blues
Del material conque están hechos los sueños
10 feb 2017
Fortún y Laforet: entre la mujer vieja y la nueva............... Carmen Morán.
Un epistolario revela la admiración y el amor entre ambas autoras.
Laforet y sus hijos en 1955.
En los últimos años de su vida, Elena Fortún se califica como una mujer “vieja” en las cartas que escribe a Carmen Laforet,
y morirá con sentimiento de culpa, creyendo haber sido mala esposa y
mala madre. Desea para su amiga del alma, 35 años más joven, un futuro
distinto; desea que sea una mujer nueva. Pero cuando Laforet publica ese
libro, en 1955, La mujer nueva, tanto la protagonista como su autora siguen atrapadas en esa España del franquismo
que también aplastó a Fortún, donde no hay diferencia entre sexo y
género y los roles que se reparten al nacer aprietan como un corsé. Un libro editado por la Fundación Banco Santander
recoge ahora parte de la correspondencia que ambas escritoras
mantuvieron durante cinco años, de febrero de 1947 (Fortún exiliada en
Argentina) hasta enero de 1952. Prologado por dos de las hijas de
Laforet, Cristina y Silvia, y por la hispanista Nuria
Capdevila-Argüelles, las cartas revelan ese espacio íntimo que tuvieron
que buscar las autoras en aquellos años para compartir sus inquietudes y
sus anhelos, sus miedos y su falta de libertad ante el machismo
imperante, un espacio donde no fuera necesario “podar el árbol de los deseos”.
Retrato de Elena Fortún.
Fortún (Madrid, 1886-1952) y Laforet (Barcelona, 1921-Madrid, 2004)
jamás escaparían de esa extraña espiritualidad que decían haber
alcanzado, podando el yo para que no crezca y alcanzar así la pureza,
una idea “que hoy leemos injusta y castrante”, señala
Capdevila-Argüelles, catedrática de Estudios Hispánicos y de Género de
la Universidad de Exeter.
“Las condiciones en España no cambiaron mucho y aunque ambas se
llevaban 35 años la situación fue parecida para las dos”.
Fueron, dice
Capdevila-Argüelles las que abrieron camino al feminismo actual, tenían
una conciencia de grupo.
En las cartas aparecen muchas más escritoras,
actrices, pintoras de aquel entonces, como Julia Minguillón, Josefina
Carabias, Paquita Mesa, María Martos de Baeza, Fernanda Monasterio,
Elena Quiroga, Carmen Conde, Matilde Ras, todas “exiliadas del canon”
Como ellas, las dos amigas “tenían también la capacidad y la
necesidad de resistir; su obra es la expresión de esa resistencia y el
camino de nuestro feminismo”, dice Capdevila-Argüelles.
En las cartas se aprecia una amistad que trascendía su edad y el poco
tiempo que se vieron, apenas un par de veces: el enamoramiento, la
adoración maternofilial que se profesaban nació de la admiración mutua
como escritoras. Fortún está al final de sus días, enferma, no ha tenido
una vida fácil: vio morir a su hijo y sufrió el suicidio de su marido
con quien compartía una “relación doméstica tensa y desagradable”. Su
obra ha influido a toda una generación. Laforet, en cambio, está en
pleno éxito, a los 23 años ha conseguido ya el premio Nadal con su obra
más famosa, Nada, y se dedica a la crianza de su prole, tuvo cuatro
hijos. Pero ambas tienen algo en común, “ninguna se cree escritora,
cuando son clave de la literatura; no buscan el encumbramiento ni tienen
ansias de fama”, dice Capdevida-Argüelles. “Mi madre sentía cierto
rechazo hacia su obra, quizá porque el éxito le llegó siendo muy joven y
la paralizó, no se sentía satisfecha con lo que vino después...”,
aventura Cristina Cerezales Laforet, también escritora. Ella es la
encargada de contar en el prólogo la pequeña aventura para dar con las
cartas que Laforet envió a Fortún. La madre de Celia las mandó
custodiar a su muerte a una mujer, Carolina Regidor, hija del primer
ilustrador de sus cuentos. La familia Laforet dio con ella en una
residencia de ancianos y prometió entregarles el legajo, pero murió al
caer por unas escaleras. Fue una casualidad la que permitió seguir
tirando del hilo: la portada de un libro de Marisol Dorao, Los mil sueños de Elena Fortún,
se ilustraba con una foto de la escritora donde aparecía un sobre con
una indicación: “Cartas de Carmen Laforet, para entregarle a ella
después de mi muerte”. La autora tenía aquellas misivas y no tuvo
inconveniente en devolverlas. Con ellas se ha compuesto un epistolario donde dos mujeres dialogan en
la distancia para espantar la soledad, o se preguntan, como Laforet:
“¿Por qué escribirá uno. Todas las disculpas que uno inventa para
escribir son falsas [...] o incompletas”. “Escribo [...] absolutamente
convencida de que esta labor mía no da ni quita un ápice de
espiritualidad al mundo, de que para nadie es importante; y yo me
entrego a ella a sabiendas de sus muchos defectos, de sus enormes
lagunas, de su mezquina talla...”. Estaba lejos de ser una mujer nueva.
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