La auxiliar de enfermería española, primer caso de ébola adquirido fuera de África, describe ahora su "calvario".
El último brote de ébola
mató a 11.323 personas, el 40% de las afectadas.
La inmensa mayoría se infectó en África occidental.
El virus provocó en ellas su letal rutina: fiebre, dolores de cabeza insoportables, vómitos, diarrea incontenible, hemorragias por la boca y el recto e incluso sangrado por los ojos.
La española Teresa Romero es una de las 17.323 personas que sobrevivieron a la enfermedad.
“Sentía que la muerte me acechaba, un ente apoyado en mi hombro me esperaba tranquilo.
Algo que no se puede explicar con palabras. Todavía hoy en día no sé cómo pude salir de ahí”, rememora ahora.
Los recuerdos del calvario de Romero aparecen en un artículo científico publicado en la revista Enfermería Clínica.
En el trabajo, firmado por tres especialistas de la Unidad de Aislamiento de Alto Nivel para enfermedades altamente contagiosas del Hospital Universitario La Paz-Carlos III de Madrid, se detallan los cuidados de enfermería en el primer caso de ébola adquirido fuera de África.
Romero comienza su relato el 7 de octubre de 2014, cuando fue trasladada en una cápsula hermética al hospital madrileño, donde pasaría 25 días en aislamiento estricto en la habitación 6008.
Dos meses antes, como auxiliar de enfermería, había atendido al religioso Miguel Pajares, de 75 años, el primer español infectado por el virus del Ébola, repatriado desde Liberia.
El 23 de septiembre, Romero cambió el pañal a un segundo enfermo, repatriado desde Sierra Leona: el sacerdote Manuel García Viejo, de 69 años.
El 26 de septiembre, tras la muerte del misionero, la auxiliar entró de nuevo en la habitación para limpiarla.
Se desconoce en qué momento se infectó.
Aquel 7 de octubre, Romero, de 44 años, llegó al hospital tumbada boca arriba, con el cuerpo cubierto por entero por un buzo blanco, unos guantes y una capucha.
“Apenas podía respirar en tan pequeño habitáculo”, recuerda. “Aquella situación me imponía porque iba empapada en mis propios fluidos.
Era un momento muy angustioso, sentía humedad por todas partes”.
Cuando llegó al ala norte del hospital, la esperaban tres compañeros vestidos con los equipos de protección. “Teresa, venga para adelante, que este fin de año tenemos que cenar juntos”, le dijo uno.
“Era inevitable pensar en los dos pacientes con enfermedad por el virus del Ébola repatriados de África que había atendido y de su triste final.
Me veo en el mismo destino, el pánico se apodera de mí, no quiero dormir, sentía que si lo hacía ya no volvería a despertar”, rememora en la revista Enfermería Clínica.
El 8 de octubre, su situación empeoró. “Mis pulmones estaban empezando a fallar, sentía que me ahogaba y me costaba respirar, era una situación de agonía.
Entraron dos compañeros para aumentar el caudal de oxígeno. Les miré y les supliqué que me ayudaran a morir”, confiesa.
Entonces comenzó la fase crítica de la enfermedad. Sus recuerdos se borran.
Hasta 108 personas, 87 mujeres y 21 hombres, entraron en la habitación de Teresa Romero aquellos días, jugándose la vida. Fueron 352 entradas, el 82% de ellas realizadas por el equipo de enfermería, según subrayan los autores del estudio, encabezados por la enfermera Alicia Cerón.
Incluyendo a los dos pacientes anteriores, 165 trabajadores del hospital se expusieron en 762 ocasiones al ébola.
El único contagio fue el de Teresa Romero, pese a que “vestía adecuadamente el equipo de protección individual”, recalcan los firmantes. “Es fundamental que se creen unidades especializadas para enfermedades altamente contagiosas con entrenamiento y formación periódicos”, afirman.
A pesar del ejército de profesionales que no quitaban el ojo las 24 horas del día a la habitación 6008, y con media España pendiente de su salud, Romero se sentía sola.
“El resto del mundo no existía, solamente era yo luchando por sobrevivir.
Me confortaba saber que tenía conectada una bomba de perfusión donde se podía leer la palabra morfina”, narra.
En la otra vía en sus brazos, estaba conectada al suero de la religiosa Paciencia Melgar, que se infectó junto al misionero Miguel Pajares en Liberia y sobrevivió.
Romero también recibía por vía oral un fármaco experimental antiviral, el favipiravir. Era uno de los mejores momentos del día. “Me gustaba mucho tomarlo porque tenía buen sabor y como iba disuelto en agua y pasaba mucha sed, ansiaba el momento de tomarlo”, recuerda.
Pese a todos estos esfuerzos médicos y científicos, Romero revela otra versión sobre su curación.
“Factores condicionantes para superar la enfermedad: infundir esperanza, dar cariño y positividad, poder comunicarme, no sentir dolor, no sentir emociones negativas, poder respirar, poder dormir, disponer de tratamiento antiviral y suero de convaleciente, pero esto puesto en duda si es realmente efectivo en la enfermedad”, escribe.
Finalmente, el 19 de octubre, un análisis para detectar el material genético del virus da negativo.
Romero está limpia. Se lo comunican dos médicos vestidos todavía con el equipo de protección individual.
“Yo, lejos de alegrarme por tan esperada noticia, rompo a llorar por el recuerdo de mi perro, ejecutado por las autoridades sanitarias el 8 de octubre de 2014”, lamenta la auxiliar, en referencia a Exkalibur, su mascota sacrificada por el equipo del Centro de Vigilancia Sanitaria Veterinaria (Visavet) de la Universidad Complutense de Madrid, para evitar riesgos.
“Quizá me haya dejado muchos detalles sin escribir, nadie puede imaginar lo que yo viví en octubre de 2014 exceptuando los supervivientes de ébola”, concluye Romero.
La inmensa mayoría se infectó en África occidental.
El virus provocó en ellas su letal rutina: fiebre, dolores de cabeza insoportables, vómitos, diarrea incontenible, hemorragias por la boca y el recto e incluso sangrado por los ojos.
La española Teresa Romero es una de las 17.323 personas que sobrevivieron a la enfermedad.
“Sentía que la muerte me acechaba, un ente apoyado en mi hombro me esperaba tranquilo.
Algo que no se puede explicar con palabras. Todavía hoy en día no sé cómo pude salir de ahí”, rememora ahora.
Los recuerdos del calvario de Romero aparecen en un artículo científico publicado en la revista Enfermería Clínica.
En el trabajo, firmado por tres especialistas de la Unidad de Aislamiento de Alto Nivel para enfermedades altamente contagiosas del Hospital Universitario La Paz-Carlos III de Madrid, se detallan los cuidados de enfermería en el primer caso de ébola adquirido fuera de África.
Romero comienza su relato el 7 de octubre de 2014, cuando fue trasladada en una cápsula hermética al hospital madrileño, donde pasaría 25 días en aislamiento estricto en la habitación 6008.
Dos meses antes, como auxiliar de enfermería, había atendido al religioso Miguel Pajares, de 75 años, el primer español infectado por el virus del Ébola, repatriado desde Liberia.
El 23 de septiembre, Romero cambió el pañal a un segundo enfermo, repatriado desde Sierra Leona: el sacerdote Manuel García Viejo, de 69 años.
El 26 de septiembre, tras la muerte del misionero, la auxiliar entró de nuevo en la habitación para limpiarla.
Se desconoce en qué momento se infectó.
Aquel 7 de octubre, Romero, de 44 años, llegó al hospital tumbada boca arriba, con el cuerpo cubierto por entero por un buzo blanco, unos guantes y una capucha.
“Apenas podía respirar en tan pequeño habitáculo”, recuerda. “Aquella situación me imponía porque iba empapada en mis propios fluidos.
Era un momento muy angustioso, sentía humedad por todas partes”.
Cuando llegó al ala norte del hospital, la esperaban tres compañeros vestidos con los equipos de protección. “Teresa, venga para adelante, que este fin de año tenemos que cenar juntos”, le dijo uno.
“Era inevitable pensar en los dos pacientes con enfermedad por el virus del Ébola repatriados de África que había atendido y de su triste final.
Me veo en el mismo destino, el pánico se apodera de mí, no quiero dormir, sentía que si lo hacía ya no volvería a despertar”, rememora en la revista Enfermería Clínica.
El 8 de octubre, su situación empeoró. “Mis pulmones estaban empezando a fallar, sentía que me ahogaba y me costaba respirar, era una situación de agonía.
Entraron dos compañeros para aumentar el caudal de oxígeno. Les miré y les supliqué que me ayudaran a morir”, confiesa.
Entonces comenzó la fase crítica de la enfermedad. Sus recuerdos se borran.
Hasta 108 personas, 87 mujeres y 21 hombres, entraron en la habitación de Teresa Romero aquellos días, jugándose la vida. Fueron 352 entradas, el 82% de ellas realizadas por el equipo de enfermería, según subrayan los autores del estudio, encabezados por la enfermera Alicia Cerón.
Incluyendo a los dos pacientes anteriores, 165 trabajadores del hospital se expusieron en 762 ocasiones al ébola.
El único contagio fue el de Teresa Romero, pese a que “vestía adecuadamente el equipo de protección individual”, recalcan los firmantes. “Es fundamental que se creen unidades especializadas para enfermedades altamente contagiosas con entrenamiento y formación periódicos”, afirman.
A pesar del ejército de profesionales que no quitaban el ojo las 24 horas del día a la habitación 6008, y con media España pendiente de su salud, Romero se sentía sola.
“El resto del mundo no existía, solamente era yo luchando por sobrevivir.
Me confortaba saber que tenía conectada una bomba de perfusión donde se podía leer la palabra morfina”, narra.
En la otra vía en sus brazos, estaba conectada al suero de la religiosa Paciencia Melgar, que se infectó junto al misionero Miguel Pajares en Liberia y sobrevivió.
Romero también recibía por vía oral un fármaco experimental antiviral, el favipiravir. Era uno de los mejores momentos del día. “Me gustaba mucho tomarlo porque tenía buen sabor y como iba disuelto en agua y pasaba mucha sed, ansiaba el momento de tomarlo”, recuerda.
Pese a todos estos esfuerzos médicos y científicos, Romero revela otra versión sobre su curación.
“Factores condicionantes para superar la enfermedad: infundir esperanza, dar cariño y positividad, poder comunicarme, no sentir dolor, no sentir emociones negativas, poder respirar, poder dormir, disponer de tratamiento antiviral y suero de convaleciente, pero esto puesto en duda si es realmente efectivo en la enfermedad”, escribe.
Finalmente, el 19 de octubre, un análisis para detectar el material genético del virus da negativo.
Romero está limpia. Se lo comunican dos médicos vestidos todavía con el equipo de protección individual.
“Yo, lejos de alegrarme por tan esperada noticia, rompo a llorar por el recuerdo de mi perro, ejecutado por las autoridades sanitarias el 8 de octubre de 2014”, lamenta la auxiliar, en referencia a Exkalibur, su mascota sacrificada por el equipo del Centro de Vigilancia Sanitaria Veterinaria (Visavet) de la Universidad Complutense de Madrid, para evitar riesgos.
“Quizá me haya dejado muchos detalles sin escribir, nadie puede imaginar lo que yo viví en octubre de 2014 exceptuando los supervivientes de ébola”, concluye Romero.
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