Siempre entre las nubes hay esos huequitos de Sol que te dan valor.
Un Blues
Del material conque están hechos los sueños
6 ene 2017
“Para hacerme ver leyendo”................................... Juan Cruz......
Ricardo Piglia era un motor intelectual, un hombre sabio que además era educado.
Ricardo Piglia, en una imagen de 2011. LEO RAMIREZAFP
Ricardo Piglia se sentaba como si fuera a enredarse en sus pies
chiquitos; y cuando ya estaba aposentado como es debido, como él creía
estar más cómodo, comenzaba a hablar, de Borges, de Musil, de Lugones o
de Macedonio Fernández, de Kafka o de Pitol, sin una nota delante, sin
otro instrumento que el de su palabra, como si estuviera leyendo (como
Borges hacía) desde una sabiduría infinita hacia un espejo lleno de
memoria que él ordenaba a la vez que hablaba. Era un motor intelectual,
un hombre sabio que además era educado, como alguien de Oxford o de
Princeton, alguien aprendiendo aprendido.
Ricardo Piglia, en una imagen de 2011. LEO RAMIREZAFP
. Esa
vez era cerca de Veracruz, en México, en un festival Hay, al aire
libre; en aquel mundo abarrotado de jóvenes que comían y hablaban como
si el que se iba a subir al estrado fuera un cantante de rock,
no había ni reverencia ni silencio. En ese incómodo ensamblaje de
expectación aburrida empezó a hablar Ricardo Piglia de los mundos de
Borges, por ejemplo, ensamblados con los mundos de Kafka, y de manera
súbita se fue ordenando aquella muchedumbre y ya parecía que había un
hombre solo, una voz sola, una sola acentuación: la de la sabiduría. Podía pensarse, en efecto, que como le pasaba a Borges, al fin y al cabo
uno de los principales padres de sus batallas, tenía ante sí un
minúsculo y poderoso espejo lleno de palabras que se iban ajustando a
los periodos de su respiración. Y delante sólo había silencio,
admiración y silencio. No era eso tan solo, era la inteligencia. Después de ese encuentro cerca de Veracruz parecería un
milagro que eso ocurriera otra vez, que tanta perfección, en el habla y
en lo que hay dentro del habla, tuviera repetición. Y fue en Madrid,
algunos años después, cuando estaba, de nuevo, ante un auditorio, en el
Círculo de Bellas Artes, contando cómo pintaba, mentalmente, sus
diarios; era con ocasión de la exposición que hizo con su paisano, y
amigo, Eduardo Stupía. Los diarios fueron el alimento de su escritura
durante años, y en esa exposición se alternaba esa escritura personal,
llena, la inteligencia de un hombre habitado por el fantasma de la
cultura, con la pintura clásica, casi ateniense, del pintor Stupía. Ya
entonces, 2014, tenía Piglia los síntomas del mal que siguió, y siguió
tan cruelmente, marcando su paso hacia la parálisis, que desafió con una
energía emocionante. Algún tiempo antes, en Buenos Aires, en la casa del
galerista Jorge Mara, los mismos Stupía y Piglia, el propio Mara, amigo
de todos, el periodista Ricardo Kirschbaum…, Piglia tomó cualquier
asunto, una bagatela, y lo convirtió de pronto en el origen del mundo,
de la pintura, de la literatura; relacionó todo con todo y al final
parecía que había hecho, delante de todos nosotros, un libro, una
conferencia, un recorrido mundial, como el Aleph, hasta por lo
incomprensible que sirvió nítido a los comensales. Desde Jorge Luis Borges nunca había visto a alguien tan
inteligente y tan menos ufano de lo que sabía; aquel día de Madrid le
pedí que me dijera en una entrevista cuál era su primera imagen en la
vida, aquella postal que vivía con él. Quería que explicara, en
realidad, el origen de la potencia de su ansia de saber, que luego se
plasmó en libros maravillosos a los que hay que regresar para entender
por qué llegó a ser, y es, faro de todas nuestras letras, las
inteligibles y las que no lo son. En ese momento le estaba escociendo en el alma y en el
cuerpo la enfermedad cruel que quiso inutilizarlo, pero que no lo logró,
porque él impuso su inteligencia y su memoria al chasquido del mal. Su
mano se resistía a alcanzar del todo las cosas que tenía cerca, y a su
cara subía de vez en cuando un sudor monótono, como si una mosca sin
nombre pero con aliento posesivo lo estuviera rodeando sin darse a
conocer. Era tan inteligente como educado, pues ambas cosas no
siempre se juntan. En su caso era así. Y habló y habló, parecía, otra
vez, Piglia escribiendo, como hacía Borges, como también hacía Paz. Ahí
desveló su secreto: leía antes de leer, y siempre se veía leyendo. Esta
fue su primera postal, decía. Estaba sentado cerca de la estación,
viendo llegar a la gente en los trenes, y él estaba con un libro,
haciendo que leía, “para hacerme ver leyendo”. De pronto el niño aún
analfabeto ve a alguien desde arriba que le advierte: “El libro está al
revés”. De broma, me dijo cuando me contó eso: “¡Podía haber sido Borges
aquel hombre!... Porque, ¿a quién otro se le puede ocurrir tener esa
precisión pedagógica? Ja ja ja”. Siempre se veía, desde esa edad, “con un libro, regalado o
comprado”. Y lo primero que leyó, hasta eso lo recordaba Piglia, fue la
puerta de su casa. “Era la casa de mis abuelos; tenía su nombre y ese
nombre fue lo primero que aprendí a leer”. La enfermedad lo paralizó del
todo, pero sus ojos y su inteligencia siguieron viviendo. Hasta el
final. El lector Piglia, el escritor Piglia. El invencible lector. Nunca
dijo por carta que sufría. Leer lo mantuvo vivo, la rabia de lector lo
hizo invencible.
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