La cosa era ir con él en avión, eso me faltaba; fui en tren, a
Sevilla, a presentar su novela más sevillana, y en coche, a Albacete, a
cualquier sitio, a presentar esa novela tan sevillana, y a un cine, a
presentar el mismo libro u otros que siguieron; a todas partes llevaba
su mochila marrón, sus vaqueros a veces, sus libros desgastados o
nuevos, su voz suave o enronquecida, su cabreo o su alegría; siempre fue, en esos viajes chiquitos, veloz como un cosaco antes de emborracharse, rápido como un pez dentro del agua.
Una vez coincidimos, en uno de esos trenes, con un escritor albano, y me lo señaló con la nariz:
“¿Y tú de qué lo conoces? Joder, tío, tú conoces a todo el mundo”. A él lo conocía todo el mundo; un día vino de empapelar su lugar de trabajo, hasta ese instante, con una despedida que lo hizo aún más famoso: dejar de estar en la tele lo hizo más querido para la tele…, a la que le costó volver, ya más famoso que Manolete.
Pero de todos los viajes que hice con él, con Arturo Pérez-Reverte, como editor de sus libros, desde aquel libro tan romano y tan sevillano y tan audaz, aquella La piel del tambor, el más silencioso y el más fructífero fue el que nos llevó por primera vez a México (¿o fue a Argentina, o a Colombia, o a Chile, o al fin del mundo, o a Las Palmas de Gran Canaria?): él iba, con su mochila, su chaqueta marrón, sus vaqueros de viajar lejos, sus gafas redondas de entonces, y un cuaderno en el que iba escribiendo como un caballero de espada al cinto.
De pronto se volvió hacia atrás y me enseñó los renglones ladeados que había escrito como quien firma. Era el guión de un invento, él dijo “un invento”; arriba había puesto: “El Capitán Alatriste”.
Nunca dio un mandoble así para quedarse quieto.
Y ya saben ustedes qué pasó con ese invento desde el momento mismo en que se le ocurrió hacer esos renglones cuando yo estaba con él en un avión de largo recorrido.
Una vez coincidimos, en uno de esos trenes, con un escritor albano, y me lo señaló con la nariz:
“¿Y tú de qué lo conoces? Joder, tío, tú conoces a todo el mundo”. A él lo conocía todo el mundo; un día vino de empapelar su lugar de trabajo, hasta ese instante, con una despedida que lo hizo aún más famoso: dejar de estar en la tele lo hizo más querido para la tele…, a la que le costó volver, ya más famoso que Manolete.
Pero de todos los viajes que hice con él, con Arturo Pérez-Reverte, como editor de sus libros, desde aquel libro tan romano y tan sevillano y tan audaz, aquella La piel del tambor, el más silencioso y el más fructífero fue el que nos llevó por primera vez a México (¿o fue a Argentina, o a Colombia, o a Chile, o al fin del mundo, o a Las Palmas de Gran Canaria?): él iba, con su mochila, su chaqueta marrón, sus vaqueros de viajar lejos, sus gafas redondas de entonces, y un cuaderno en el que iba escribiendo como un caballero de espada al cinto.
De pronto se volvió hacia atrás y me enseñó los renglones ladeados que había escrito como quien firma. Era el guión de un invento, él dijo “un invento”; arriba había puesto: “El Capitán Alatriste”.
Nunca dio un mandoble así para quedarse quieto.
Y ya saben ustedes qué pasó con ese invento desde el momento mismo en que se le ocurrió hacer esos renglones cuando yo estaba con él en un avión de largo recorrido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario