Tras un brillante preludio llega una historia de amor bien contada, juguetona y cálida durante mucho tiempo.
No existe la tibieza entre la cinefilia cuando se refieren al género musical.
O sienten un amor incondicional hacia la expresión de los sentimientos mediante el baile, las canciones y la música o les provoca una notable pereza e incluso animadversión.
Nunca ha sido mi género favorito y existen épocas en las que gozó de muy promocionado esplendor en Hollywood que me resultan cargantes.
De acuerdo en algunas evidencias: es fantástico ver bailar al dandi Fred Astaire, qué piernas tan maravillosas las de la sensual Cyd Charisse, y cómo no emocionarse asistiendo a la inigualable explosión de alegría del enamorado Gene Kelly cantando y danzando bajo la lluvia.
También me divierte mucho La leyenda de la ciudad sin nombre y siento la cercanía de la lágrima y emoción duradera cada vez que ese borracho sin estrella que le ampare, ese personaje tragicómico que interpreta conmovedoramente el gran Lee Marvin, susurra con voz aguardentosa y expresión desolada el estado de su alma en la preciosa Estrella errante, o constatar la audacia, la sordidez y la inteligencia de Pennies from heaven,el musical más trágico e injustamente maldito de la historia del cine.
Aunque Whiplash, anterior película del director Damien Chazelle, que contaba la tortuosa relación entre un despótico profesor de jazz y un alumno que pretende ser batería, tuviera un punto original y perturbador, tampoco me muero de ansia por ver su musical La ciudad de las estrellas.
También me han contado que le han concedido infinitos Globos de Oro y que la crítica se ha relamido con ella, razones muy insuficientes para que me acerque con regocijo a un musical.
La primera y espectacular secuencia logra que me olvide de mis prejuicios.
Se produce una explosión de vitalidad terapéutica, cánticos y bailes tan contagiosos como admirablemente filmados entre los agobiados conductores que se juntan en el atasco matinal en una autovía de circunvalación que rodea Los Ángeles.
Es el brillante preludio a una historia de amor bien contada, juguetona y cálida durante mucho tiempo, finalmente triste (hay que tener coraje y determinación para lograr que Hollywood te consienta un desenlace amargo en una película musical), de un romanticismo creíble, nada empalagoso.
Los personajes no son un prodigio de originalidad.
Ella, una fatigada aspirante a actriz que ya no soporta más el rechazo, las inservibles pruebas, las dudas sobre el propio talento, a punto de lanzar la toalla.
Él, un pianista de jazz que se rebela contra el hecho de que esta hechizante música está agonizando y que debe corromperse o banalizarse para conseguir nuevas audiencias, obsesionado con crear un templo en el que sobreviva el espíritu de Bill Evans, de Monk, del arte que alimentaron los clásicos.
El arranque y el onírico cierre son antológicos.
A su lado el centro decae, ya he sido testigo otras veces de historias similares, pero también es audible y visible.
Hay múltiples homenajes, incluido uno alargado al insoportable James Dean en Rebelde sin causa. Ryan Gosling, el hombre que las enamora a todas, especialista en caídas de ojos y coquetería casual, actor que me carga un poquito (excepto en Drive) otorga credibilidad y encanto a su personaje.
Enma Stone no es guapa, pero sí buena actriz.
Y puede ser sexy. Y además, cantan y bailan ambos más que aceptablemente.
A los actores y actrices estadounidenses de toda la vida, los directores les pueden pedir lo que quieran.
Seguro que lo hacen bien.
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