La muerte de Bimba Bosé es una historia triste como la de tantos.
Ella llamó a las cosas por su nombre desde el primer minuto hasta el último.
A veces, se te hiela la sangre al refrescar la pantalla del móvil.
Acaricias la pantalla para actualizar por enésima vez las noticias
esperando toparte con el enésimo Trumpazo, lees:
“Muere Bimba Bosé a los 41 años”, y se te caen a plomo las defensas, las certezas y los ánimos.
Bimba y muerte en la misma frase y no es un oxímoron: la vida es un asco; el mundo, una mierda; no somos nadie.
Sabíamos por ella que estaba enferma.
Por ella sabíamos que la cosa iba en serio.
Ella y no otros había llamado desde el primer al último minuto a las cosas por su nombre. Pero siempre es demasiado pronto para morir, aunque se sepa.
Bimba, lo decía su nombre de paz y de guerra, era todavía una muchacha.
Quizá no tanto de armas tomar como de no deponerlas.
Y su fin nos pone a todos en nuestro sitio.
Conocí a Bimba brevemente, hace cuatro años, durante una entrevista y una sesión de fotos para El País Semanal sobre la belleza rara.
A fe que ella lo era.
Bella. Y rara. Por única, por singular, por excéntrica, por hija de su padre y de su madre.
Una mujer alta, grande, aparatosa, intimidante, incluso, con la rotunda anatomía y la delicada fisonomía de su casta ahormada por un esqueleto y una voluntad de hierro.
Llegó como una amazona, en bici entre el caos del tráfico, camuflado el cuerpo bajo un jersey y un pantalón de guerrillera urbana, y aplastado el pelo a lo Juana de Arco bajo el casco. Acorazada, sí, como reconoció luego, por la armadura con la que se enfrentaba desde adolescente a los prejuicios ajenos.
Costaba reconocerla luego, cuando emergió de la sesión de maquillaje y peluquería convertida en una diosa de la feminidad carnalísima y juguetona con la cámara de Nico, el fotógrafo.
Una mujer poderosa, a gusto con su cuerpo y con su cerebro y, sí, con una autoestima a prueba de papanatas y de toda la corriente de hipercorrección e hiperperfección política y estética imperante. “Para mí lo bello, lo atractivo, reside precisamente en la imperfección y en el error.
No todas somos flacas de ojos azules y con el cuerpo perfectamente depilado.
Me niego a que me impongan ese canon”, diría, antes de bajar por fin la guardia y ponerse a hablar de lo humano y lo humano, porque para divinos ya estaban los ángeles del museo de su abuela Lucía. Habló así de sus amores.
De sus hijas, Dora y June.
De sus amigos, entre ellos David Delfín, aún sin diagnosticar, como ella, del mal de tantos que ahora se la ha llevado por delante.
Habló de todos y de casi todo con la relativa rebeldía de quien todo lo tiene pero con la elegancia de quien pasa por la vida sin querer molestar a nadie, o solo, si acaso, a los puritanos con los pecados de la carne.
Al poco de aquellas fotos y aquella charla, llegaron las primeras malas nuevas que ahora se han resuelto de la peor manera posible. Ha muerto Bimba Bosé a los 41 años.
La noticia no es insólita, por supuesto.
Un cáncer de mama, una metástasis, un colapso, una catástrofe para ella y los suyos.
Una más, una menos. Una historia triste como otra cualquiera. Lejos de la épica de trinchera de los que arengan a luchar a los enfermos hasta hacerles casi culpables de su posible derrota, y de la lírica de los que pregonan que la actitud lo es todo frente a un hecho bioquímico, la realidad suele ser más prosaica y, a veces, hay poco que hacer sino gozar de los últimos tiempos, preparase para la partida y acompañar al enfermo en las vísperas del viaje.
Hablaba aquel día Bimba de la importancia de la individualidad, de la diferencia, de la propia fortaleza para resistir frente a los estereotipos.
Frente a los otros papanatas, que haberlos también los había, que la llamaban divina a todas horas, su adiós la ha hecho, más humana que nunca: carne de nuestra carne.
“Muere Bimba Bosé a los 41 años”, y se te caen a plomo las defensas, las certezas y los ánimos.
Bimba y muerte en la misma frase y no es un oxímoron: la vida es un asco; el mundo, una mierda; no somos nadie.
Sabíamos por ella que estaba enferma.
Por ella sabíamos que la cosa iba en serio.
Ella y no otros había llamado desde el primer al último minuto a las cosas por su nombre. Pero siempre es demasiado pronto para morir, aunque se sepa.
Bimba, lo decía su nombre de paz y de guerra, era todavía una muchacha.
Quizá no tanto de armas tomar como de no deponerlas.
Y su fin nos pone a todos en nuestro sitio.
Conocí a Bimba brevemente, hace cuatro años, durante una entrevista y una sesión de fotos para El País Semanal sobre la belleza rara.
A fe que ella lo era.
Bella. Y rara. Por única, por singular, por excéntrica, por hija de su padre y de su madre.
Una mujer alta, grande, aparatosa, intimidante, incluso, con la rotunda anatomía y la delicada fisonomía de su casta ahormada por un esqueleto y una voluntad de hierro.
Llegó como una amazona, en bici entre el caos del tráfico, camuflado el cuerpo bajo un jersey y un pantalón de guerrillera urbana, y aplastado el pelo a lo Juana de Arco bajo el casco. Acorazada, sí, como reconoció luego, por la armadura con la que se enfrentaba desde adolescente a los prejuicios ajenos.
Costaba reconocerla luego, cuando emergió de la sesión de maquillaje y peluquería convertida en una diosa de la feminidad carnalísima y juguetona con la cámara de Nico, el fotógrafo.
Una mujer poderosa, a gusto con su cuerpo y con su cerebro y, sí, con una autoestima a prueba de papanatas y de toda la corriente de hipercorrección e hiperperfección política y estética imperante. “Para mí lo bello, lo atractivo, reside precisamente en la imperfección y en el error.
No todas somos flacas de ojos azules y con el cuerpo perfectamente depilado.
Me niego a que me impongan ese canon”, diría, antes de bajar por fin la guardia y ponerse a hablar de lo humano y lo humano, porque para divinos ya estaban los ángeles del museo de su abuela Lucía. Habló así de sus amores.
De sus hijas, Dora y June.
De sus amigos, entre ellos David Delfín, aún sin diagnosticar, como ella, del mal de tantos que ahora se la ha llevado por delante.
Habló de todos y de casi todo con la relativa rebeldía de quien todo lo tiene pero con la elegancia de quien pasa por la vida sin querer molestar a nadie, o solo, si acaso, a los puritanos con los pecados de la carne.
Al poco de aquellas fotos y aquella charla, llegaron las primeras malas nuevas que ahora se han resuelto de la peor manera posible. Ha muerto Bimba Bosé a los 41 años.
La noticia no es insólita, por supuesto.
Un cáncer de mama, una metástasis, un colapso, una catástrofe para ella y los suyos.
Una más, una menos. Una historia triste como otra cualquiera. Lejos de la épica de trinchera de los que arengan a luchar a los enfermos hasta hacerles casi culpables de su posible derrota, y de la lírica de los que pregonan que la actitud lo es todo frente a un hecho bioquímico, la realidad suele ser más prosaica y, a veces, hay poco que hacer sino gozar de los últimos tiempos, preparase para la partida y acompañar al enfermo en las vísperas del viaje.
Hablaba aquel día Bimba de la importancia de la individualidad, de la diferencia, de la propia fortaleza para resistir frente a los estereotipos.
Frente a los otros papanatas, que haberlos también los había, que la llamaban divina a todas horas, su adiós la ha hecho, más humana que nunca: carne de nuestra carne.
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