La soprano "italiana" nació accidentalmente en la capital española y se convirtió en la diva del siglo XIX, partiendo de un alumbramiento mesiánico a la que sucedió una gran carrera.
Los niños nacen llorando y gritando.
Adelina Patti nació emitiendo un brillante fa sobreagudo, siempre y cuando validemos las leyendas que acunaron y susurraron a la mejor soprano madrileña de la historia.
Madrileña no quiere decir que fuera siquiera española, porque Adelina Patti era italiana y termino siendo inglesa.
Madrileña quiere decir que nació en Madrid y que llegó a profesarse castiza en alguna entrevista, aunque las razones de su alumbramiento en el foro difícilmente pueden sustraerse a la accidentalidad ni despojarse de un amago de maldición.
Para entenderlo, el amago, urge evocar que su madre era soprano y que se encontraba en Madrid cantando El barbero de Sevilla unas horas antes del parto.
No quiso que la sustituyeran en la vigilia del nacimiento.
Y “sobrevivió” a las contracciones y a los dolores hasta el extremo de desmayarse entre bambalinas y de reanimarse ella misma entre la estupefacción de sus colegas.
La voz resistió lo que pudo.
No sólo aquella velada de contradictorios presagios -El barbero fue desde su estreno en Roma una suerte de ópera maldita-, sino en los días sucesivos al nacimiento de Adelina. Ocurría que Catalina Chiesa Barilli no lograba cantar como antaño.
La neonata la había dejado exhausta y le había exigido un sacrificio extremo: una voz agonizaba al mismo tiempo que la otra voz nacía.
La historia es atractiva desde una mirada retrospectiva y desde la elaboración de un relato idealizado.
Tan idealizado que la victoria de Adelina Patti de entre las entrañas de su madre -un fa sobreagudo al nacer, un prodigio en la barcarola de la cuna- proporciona una leyenda compensatoria al cuento de E.T.A. Hoffmann y la desgraciada Antonia.
Le puso música Jacques Offenbach, lo extrapoló al segundo acto de su ópera inconclusa, evocando la desgracia de aquella soprano que moría si cantaba y que vivía en la desdicha si no lo hacía. Una fuerza mefistofélica la incitó al sacrificio.
Y a reunirse con su madre en el más allá, pues era la madre de Antonia cantante.
Y la convocaba desde ultratumba.
Adelina Patti representa en cierto sentido la historia contraria. Hasta el extremo de convertirse en el diamante de la familia.
Y no por falta de competencia en el hogar.
Tenor era su padre, y sus hermanos, hasta siete, podrían haber formado una coral.
Una mezzo, Clotilde. Dos sopranos, Amalia y Carlota. Un barítono, Ettore.
Dos bajos, Antonio y Nicolò.
Y un violinista, Carlo, que también reunía condiciones de tenor esporádico.
Tendrían que haber fundado una compañía, pero terminaron unos y otros dependiendo de la gloria de Adelina.
Tan precoz, tan prematura, tan “monstrua”, que su primer recital lo protagonizó a los siete años.
Y lo hizo en Nueva York acompañada de su muñeca favorita en el escenario.
La escena evoca con cierto estremecimiento aquella película de Robert Aldrich, Qué fue de Baby Jane, donde coincidieron Bette Davis y Joan Crowford sin miedo a cotejar la recíproca aversión que se suscitaban.
Es la historia de una niña prodigio sobrepasada por el prodigio de su hermana adulta, embrión de una terrorífica venganza fraternal a la que Bette Davis proporciona toda su intensidad dramática y su decadencia.
Y es ella la niña prodigio truncada.
Por eso conserva el fetiche de la muñeca, como lo conservó Adelina Patti en su dilatadísima carrera.
Niña prodigio fue y fue prodigio adulta, de forma que su madre encontró recompensada la desgracia que había supuesto retirarse, dejar Madrid porque no había trabajo y trasladarse con el clan a Nueva York porque allí residía su yerno, el profesor Strakosh, y se le prometía un horizonte expedito hasta convertirse, según Verdi, en la mejor soprano del siglo XIX.
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