Juan Martín Guevara se explaya en un libro sobre la influencia de sus padres en el mito.
Madrid
De Ernestito al Che, hay un trecho muy,
muy largo.
Un camino que mental y emocionalmente ha sido interminable
para Celia, Roberto, Ana María y Juan Martín Guevara, sus hermanos.
No
digamos para sus padres, mudos después de conocer su muerte en Bolivia
hace ahora 49 años.
Ninguno de ellos quiso hablar de quien poco después
de caer en la guerrilla marcó el futuro de la izquierda a nivel global,
hasta el punto de acabar canonizado por sus seguidores como un mito y
denostado al tiempo como un demonio contagioso.
Ahora, el más joven de
todos rompe su silencio con Mi hermano, el Che (Alianza), escrito junto a la periodista francesa Armelle Vincent.
Los recuerdos de Ernesto Che Guevara
son aún cristalinos para su hermano pequeño, que hoy ha cumplido ya 72
años.
Juan Martín Guevara ha tardado 47 en asomarse a la Quebrada del
Yuro (Bolivia), donde fue abatido el Che un 9 de octubre de 1967. Pero
finalmente venció a los fantasmas y se acercó, quizás para empezar a
rendir cuentas.
Se desplazó en coche desde Buenos Aires: 2.600
kilómetros.
Una vez allí, se calzó unas deportivas nuevas y se adentró
en la profunda garganta que cae a plomo tras el municipio de La Higuera.
Durante medio siglo, Juan Martín Guevara
había ido conservando muy dentro a Ernestito, su hermano 15 años mayor.
Pero ese recuerdo se fue fundiendo con la naciente leyenda del Che.
También, con su mala digestión, que le hacía soportar con arcadas ese
póster de santón con el que tantos han mercadeado sin remilgos.
“Se han
dado muchas razones para abandonar lo que yo he llamado perfil
subterráneo.
Mientras Ernesto Guevara fue solo Ernestito; era uno de mis
hermanos mayores.
Cuando se convirtió en el Che, yo, automáticamente,
pase a ser el hermano del Che.
Y cuanto más creció la figura, más se
acentuó mi posición”, afirma Juan.
“Nos educamos dentro de una familia con
gran tendencia a leer, pensar, opinar y obrar en libertad.
En mi caso,
agregué la influencia lógica de los colegios y fundamentalmente de la
calle”, prosigue.
Eso le hizo militar pronto en movimientos
estudiantiles antes del triunfo de la revolución cubana.
“Por tanto, mi hermano, en vida, fue considerado por mí como un compañero de lucha y un referente”.
Incluso, al seguir viviendo en Argentina, donde su figura no ha sido reivindicada con el entusiasmo de otros —Gardel, Evita, Maradona…—
como mito local.
“La santificación en unos casos es indignante, en
otros se comprende”, asegura Juan Martín Guevara.
Pero esa deuda con su
país de origen le duele: “En cada época o periodo político de los
gobiernos de Argentina tuvieron características, en general poco
amigables con el pensamiento revolucionario del Che.
Baste contarle que
en nuestra casa familiar pusieron bombas, ametrallaron, tirotearon.
Yo
estuve ocho años preso durante la dictadura y, anteriormente, tres meses
en la época del gobierno de Perón”.
Salió libre en 1983, pero fue a partir de
2001 y la gran crisis política, social y económica de una Argentina
ahogada en brazos de Carlos Menem, cuando la juventud comenzó a retomar el interés por la política activa.
“Fue algo que se acentuó con el Gobierno de Néstor Kirchner. Entonces comencé a actuar públicamente
. Entre otras razones, he escrito este libro para reivindicar su argentinidad”.
También por mantener vivos ideales
necesarios encarnados por Ernesto como un tronco insobornable en su
acción y pensamiento: “Las dos imágenes más conocidas en el mundo son
las de Cristo y la del Che.
Ambas son manipulables y manipuladas.
La del
Che, por ser contemporáneo y porque en sus obsesiones persistía la
lucha frente a la injusticia, la desigualdad o la rapiña de los centros
de poder.
Estos continúan vigentes en el contexto actual y, por tanto,
su filosofía es mucho más peligrosa.
Por eso, la manipulación y la
frivolización de su pensamiento resulta más notoria.
Creo que tratan de
lograr el mismo objetivo: sacralizarlo y, al tiempo, desvalorizarlo”.
Más allá de todas esas reivindicaciones,
el libro es una obra testimonial muy íntima.
En sus páginas se abren las
puertas de la casa familiar: la influencia de su madre, el disparate
efervescente de su padre, que nada más triunfar la revolución en Cuba,
se presentó allí, para sonrojo de su hijo, que lo frenó, pretendiendo
hacer negocios en la isla.
“Se trataba de contar también cómo era la
familia, desvelar en qué contexto creció Ernesto y que este no salió de
una galera de mago. He tratado de ser lo más estricto con la verdad.
Por
lo menos con lo que uno entiende como verdad y aclarar algo, que creo
importante.
Los conflictos entre mi viejo y Ernesto, existieron”.
En torno a su madre, solo pervive la luz,
por contra.
“Hay algunas referencias a la importancia de la vieja en la
formación de Ernesto y, en general, de la nuestra.
Creo que del que
nunca se habla es de mi padre y su influencia positiva o negativa.
Yo he
tratado de poner en la balanza ambas cosas.
Por ejemplo la ruptura con
las convenciones venía de ambos.
Mi padre, con objetivos que se
convertían en irrealizables y casi en sueños nada más emprenderlos…”.
De la madre queda un legado de
persistencia notable.
Eso marcó a todos sus hijos. “La conjunción de los
sueños de mi padre y la constancia de mi madre, creo que se unieron en
Ernesto de la mejor manera.
Los dos nos empujaron a ser dueños de
nuestro pensamiento y decisiones propias desde muy chicos.
Creo que en
el libro esto queda bastante claro”.
Ella impulsaba al estudio, a
formarse. Él a relacionarse, a poder ser, con élites y por conveniencia,
cuenta Juan.
El Che se veía a sí mismo un poeta
frustrado.
Leía con pasión versos y los componía también
. No faltaban en
sus equipajes libros de Rubén Darío, León Felipe, Nicolás Guillén
o los clásicos del siglo de Oro
. Contaba con una luz muy lorquiana en
su presencia.
Un halo, que como el del poeta granadino, acabó
difuminándose en mitad de una quebrada huérfana.
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