Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

21 dic 2016

‘El editor de libros’ y el atrevido escritor............................ Juan Cruz

El caso de Perkins no es único en la historia, pero esta no es época para Perkins.

Jude Law, a la derecha, y Colin Firth, en 'El editor de libros'. Marc Brenner | Trailer de la película 'El editor de libros'.
Thomas Wolfe se murió a los 38 años, había nacido con el siglo XX.
 Su tormentosa vida, también atormentada, estuvo signada por la gracia de la escritura y la desgracia de su carácter, que volvió locos a los que estuvieron con él. 
Era un escritor magnífico, y tuvo un magnífico editor, Maxwell E. Perkins, que reunía todos los valores canónicos de quien se dedica a ese oficio.
 En la película que está ahora en los cines, El editor de libros, parece que se idealizan esas cualidades, pero en realidad se enuncian a través de metáforas que es útil refrescar.
 Perkins se sorprende ante la escritura del autor nuevo, alcanza una fe ciega en su porvenir y se dispone a trabajar con él como si tuviera delante a la literatura misma.
 Como hacían Brancusi, Moore o Chillida con las piedras que tuvieron a su disposición, se dedicó a moldearlo hasta confundirse con su estilo y con su vida.
Por otra parte, Perkins creyó tanto en esa piedra ya perfilada que era Wolfe con 29 años que lo acompañó en una carrera que antes parecía destinada a las plumas negras del despilfarro y a las banalidades del alcohol.
 Cumplió con su deber: le advirtió de los excesos y trabajó con él, encerrado, como si estuviera viendo nacer un planeta. 
En el prólogo que Perkins hace a la edición de El ángel que nos mira, tras la muerte del novelista y antes de su propio fallecimiento, en 1947, explica que quizá no debió acortarle tanto los textos. Aunque, añade, esos cortes luego resucitaban vivísimos en las obras siguientes del impetuoso joven al que él había descubierto. Todas son metáforas del trabajo de un editor: paciencia, buen juicio, respeto por la escritura.
 La película pone de manifiesto esos valores, que muchas veces se olvidan o se desdeñan. 
El autor no es un incordio, es el don principal de la literatura. En una ficción reciente, Musa (Anagrama), Jonathan Galassi, editor también, recoge una broma: “Editar sería maravilloso sin esos puñeteros autores”.
 Pero el legendario Mario Muchnik, tiene este título de su autobiografía editorial: Lo peor no son los autores.  
Peter Mayer, otra leyenda, dice que un editor es aquel capaz de advertir en medio de una multitud qué está queriendo leer la gente, identifica un título y encuentra al autor capaz de escribirlo.

Lo peor no son los autores, ni los editores, en absoluto.
 El caso de Perkins no es único en la historia, pero esta no es época para Perkins; la crisis editorial, y también de la lectura, así como los lugares comunes que persiguen a lo que debe y no debe ser una novela, han despeñado las posibilidades de los Perkins de hoy para convencer a sus autores de la importancia que tiene la escritura, su vigor y su lenguaje. 
La historia importa, pero sin lenguaje no hay escritura.
Lo que sorprendía de aquel Wolfe alocado que entraba con su baúl lleno de folios desordenados en Scribner’s era que estaba seguro del fracaso porque su literatura no iba a tener lectores.
 Lo que sorprende hoy de Perkins es que lo hubiera adoptado como si estuviera fundiéndose, sobre esa piedra que entonces era el joven Wolfe, una literatura. 
Ahora hay Perkins también, claro, pero los Wolfe no están muy seguros de mandarles sus manuscritos. 
Todos somos culpables de que nos echen para atrás, en los medios, en las editoriales, en el mundo que vivimos, libros que empiecen así: “…
Una piedra, una hoja, una puerta ignota; de una piedra, una hoja, una puerta. Y de todas las caras olvidadas”.
Pues así empieza El ángel que nos mira.
 Y aquel hombre, Perkins, no pudo dejar de leer ese libro que parecía escrito por un loco para iluminar la cruda oscuridad. 
La vanguardia está herida de muerte, a no ser que la sociedad literaria empiece a romper lo que le amarra al entretenimiento como única manera de comunicar literatura.
 Depende de que se atrevan los escritores y de que los editores se atrevan con ellos.

 

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