Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

17 dic 2016

El caso James Rhodes............................... Rubén Amón.

La mercadotecnia del dolor impulsa la carrera pianística del autor de "Instrumental".

Formo parte de los lectores que se quedaron sobrecogidos con el memorial de James Rhodes y de los melómanos a quienes inquietan sus recitales lacrimógenos.
 El pianista, paradójicamente, vive del escritor.
 Y ha logrado sugestionar a un público que acude a los conciertos para solidarizarse con su tormento.
 Un niño del que abusaron. Un hombre descoyuntado que intentó suicidarse. 
Y que se tatuó el nombre de Rachmaninov a sangre y fuego, como si fuera el acrónimo de la pasión y la muerte.
La resurrección se la ha proporcionado Instrumental, un libro feroz y divertido, tragicómico, doloroso, que Rhodes convirtió en terapia y que los tribunales estuvieron a punto de prohibir porque las memorias podían atormentar a su hijo menor de edad en caso de que cayeran entre sus manos, como caen en las manos de La Pietá las entrañas de Cristo.
 
A Rhodes le salvaron la música y la palabra. 
Le salvó Bach en la matemática de la metafísica, subiendo peldaño a peldaño como una de esas escaleras que Rogier van der Weyden coloca en sus cuadros para abstraer al Crucificado de su dolor.
Piedad merece Rhodes, y compadecimiento, pero el éxito comercial de sus memorias y el fenómeno mercantil de sus giras -hasta Salvados le ha dedicado un programa, propiciando el entusiasmo de los líderes de Podemos- invitan a preguntarse si no se está produciendo una sobreexplotación de la lágrima, y si el histerismo de muchos de sus partidarios no ha engendrado acaso un proceso de canonización desmesurado, entre el esnobismo, la sensiblería y la legítima empatía hacia el congénere atormentado.
Rhodes es un pianista correcto, capaz, solvente, nada extraordinario, quiero decir, pero impresiona el sentido del oportunismo con que su evisceración literaria o libresca han engendrado una carrera que idealiza mucho más al fenómeno que al pianista.
 Y entiendo que es tentador aferrarse a la experiencia catártica que proporcionan sus terapias de grupo en un auditorio de prosélitos anonadados, pero se desprenden de esta comunión los síntomas una sospechosa ceremonia fetichista.
 La música queda subordinada a un papel instrumental. Instrumental.
Se diría que los conciertos se transforman en sesiones clínicas bilaterales, en psicodramas. 
Y que se eleva a Rhodes a rango de jefe de secta, cuando sus dotes pianísticas resultan anecdóticas en comparación con otros colegas que tuvieron una vida tan dichosa como Maurizo Pollini, que fuma a escondidas de su esposa, o tan estrafalaria como la de Sokolov. Que es un tipo raro, muy raro, y excéntrico, muy excéntrico, pero que lleva la música a su dimensión sublime, sin necesidad de construirse un personaje maldito ni exigir al espectador la eucaristía.
Lo hace, lo exige, Rhodes reivindicando su indumentaria "casual", un camino de identificación con los espectadores que tergiversa la etiqueta de la liturgia.
 Me parece un maletendido.
 No se visten los profesores de una orquesta de chaqué para distanciarse del espectador, sino para solemnizar el trance música, como hace un torero al vestirse de luces -es más cómodo un chándal- o como sucede en Wimbledon con la norma obligatoria de jugar de blanco purísimo.
Rhodes no es un concertista, sino un pianista de repertorio limitado y una estrella televisiva al que sus partidarios y prosélitos atribuyen el papel providencial del gran divulgador musical. 
Acostumbro a discrepar de los misioneros sensacionalistas -sembradores de cosechas efímeras-, igual que recelo de los vendedores de crecepelos. 
Y Rhodes arriesga a convertirse uno de ellos con su última iniciativa editorial-audiovisual. 
 No podían ser otras memorias, claro.
 A cambio, nos propone aprender a tocar el piano en unas semanas. El método Rhodes adquiere así la dimensión de una parodia.
 Y espero que se percaten de ella sus propios correligionarios antes de comprarse un Casio en el bazar musical del barrio, aspirando a encontrar a Bach en la vulgaridad de un atajo.

 

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