Michelle Obama, durante uno de sus discursos de campaña en New Hampshire, en octubre de 2016. JIM COLE (AP) / VÍDEO: REUTERS-QUALIT
El mundo cambia y lo hace a la velocidad de la luz. Inaugurado con la caída de las Torres Gemelas, el siglo XXI ha acelerado un proceso que venía anunciándose, la globalización, ya irreversible. Y la globalización nos ha traído el efecto espejo: allí donde mires está el otro, de otra etnia, de otro estrato social, en otra circunstancia, pero al fin y al cabo un otro que eres tú. Hoy todos somos el niño Aylán varado en una playa, los subsaharianos escalando la cortante valla de Melilla... y todos somos también Malala, la adolescente tiroteada en Pakistán por querer estudiar.
Si el feminismo es hoy una causa común es gracias a la globalización.
Los grandes problemas de siempre —éticos, sociales, económicos, sanitarios, culturales y ambientales— han sido centrifugados y forman ahora un conglomerado que más que nunca sabemos que solo arreglará una solución global.
El tiempo de la parcelación ha tocado a su fin y la tercera ola del feminismo —esta que estamos viviendo desde los años 90— se integra en una marejada formada por olas de lucha por la justicia social, combate contra la pobreza, defensa del medio ambiente...
De ahí que las voces a favor del feminismo y de su causa principal —la equidad de género— vengan de lugares distintos y se repliquen a lo largo y ancho del globo como en una gran partida de ecos.
Ya no se puede escapar del combate feminista: el feminismo ha salido a la plaza pública de la aldea global.
En 2009 la BBC en urdu empezó a publicar en forma de blog el diario que llevaba una joven pakistaní, hija de un maestro que dirigía una escuela para niñas.
Narraba por entregas cómo los talibanes se apoderaban progresivamente de su mundo: había que evitar el uso de los colores llamativos, esconder los libros, dejar de escuchar música. Incluso el New York Times se fijó en esa valiente y le dedicó un documental —Class Dismissed: Malala's story—, en el que esta denunciaba las crecientes dificultades para asistir a clase y su deseo de convertirse en médico.
Un día Malala se levantó, cogió sus libros y subió al autobús que la llevaba a la escuela.
Eso sucedía en el valle de Swat, al noroeste de Pakistán.
Un fanático le descerrajó un tiro en plena cara y salió viva de milagro.
Tenía entonces 14 años y el atentado conmocionó al mundo. A los 17 le concedieron el Premio Nobel de la Paz por defender el derecho de las mujeres a la escolarización.
Fue el Premio Nobel más joven de la historia y se convirtió en un icono en la defensa de las mujeres.
El contagio de la concienciación feminista ha sido una de sus consecuencias. Posiblemente podemos hablar, finalmente, de un feminismo universal.
Después de siglos de idas y venidas, de avances y retrocesos, de tragedias atroces, el ojo vigilante del big brother acecha y nos conmina a la no indiferencia.
Se hace imposible ignorar, rehuir, soslayar.
Estamos condenados a la conciencia colectiva de que hablaba el sociólogo Durkheim, un organismo con vida propia que anida en las conciencias individuales , pero alienta más allá de estas.
Una fuerza unificadora que asimila las luchas pasadas a las urgencias presentes y deja de restar para sumar.
Tras innumerables resistencias, tras muchas luchas y muchas batallas perdidas, se impone la necesidad de incorporar la alteridad, y así la empatía, la solidaridad, se convierten en el único camino, ya no hay otro.
La tercera ola feminista bautizada por Rebecca Walker, que se ha querido rebautizar como postfeminismo, se ha traducido en un feminismo global que ha venido para quedarse y para triunfar. Podemos girar la espalda a la pobreza, los desahucios, las migraciones forzadas, la violencia de género, pero las cámaras, los teléfonos móviles y las redes sociales se encargarán de recordárnoslo.
También la desigualdad de género y las muchas afrentas que conlleva pueden tratar de ocultarse debajo de la alfombra global, pero acaban saliendo a la superficie.
En el emotivo discurso que en septiembre de 2014 otra joven empoderada, la actriz Emma Watson, pronunció como embajadora de buena voluntad de ONU Mujeres, les dijo a los hombres que la igualdad de género también era su problema.
Hombres y mujeres saben hoy, sin excusas, que del problema solo se espera una feliz solución y que ellos y ellas son los que deben alcanzarla.
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