Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

31 dic 2016

Alfred Hitchcock o la perturbación social del talento..................... Jesús Mota

Construyó sus películas sobre un talento peculiar e intransferible e impuso ese talento a una industria que reconocía pocas excepciones.

Fueron los mismos críticos que definieron a John Ford como fascista mataindios quienes se regodearon en presentar a Alfred Hitchcock como un saltimbanqui o un funambulista
 Uno y otro fueron el blanco favorito de ilustres politólogos o sociólogos, imbuidos de su propia importancia y reconvertidos (¿a su pesar?) en analistas fílmicos.
 Es de suponer que tal hostilidad ha desaparecido; si no del todo, está soterrada por el tiempo transcurrido desde que ambos murieron y la evidencia de que si el cine es una forma artística se debe a que personalidades como ellos llevaron al límite la capacidad de expresión del producto industrial. 
Más lejos nadie ha ido todavía.

La exposición sobre Hitchcock en la Fundación Telefónica nos recuerda que el director inglés construyó sus películas sobre un talento peculiar e intransferible.

 Impuso ese talento a una industria que reconocía pocas excepciones. 

Para que se entienda, ni Michael Curtiz ni Victor Fleming, por poner dos ejemplos, pudieron rodar sobre el pilar exclusivo de su visión cinematográfica; 

Hitchcock sí. Lo consiguió porque ese talento, que le permitió construir cada secuencia y cada plano (o sucesión vertiginosa de ellos, Psicosis) con un valor añadido, a veces inconmensurable, sobre el guion (compruébese, entre innumerables ejemplos, el plano, sencillo y angustioso, de Cary Grant e Ingrid Bergman debatiendo sobre sus aterradoras inhibiciones en Encadenados) conectó intensamente con los espectadores y se hizo valer a sí mismo.

 

Hitchcock no solo refulge en las secuencias de virtuoso convertidas ya en lugar común del cine.
 ¿Quién se resistirá al movimiento de cámara en Encadenados desde una panorámica general a la mano donde Ingrid Bergman guarda la llave, o al ataque del avión fumigador a Cary Grant en Con la muerte en los talones, o al desasosegante plano del público en el partido de tenis de Extraños en un tren, o a la secuencia del asesinato en la ducha de Psicosis, o al travelling de retroceso en Frenesí?
 Pero lo mejor de Con la muerte en los talones está en la conversación de los protagonistas en el vagón restaurante, lo que impresiona de Psicosis es la semisonrisa giocondiana de Tony Perkins (un sencillo encuadre sostenido) mientras observa cómo se hunde en el pantano el coche de Janet Leigh, lo que importa en Vértigo es la reacción de Jimmy Stewart ante una Kim Novak fetichizada y lo que horroriza en Falso Culpable es esa mirada de Henry Fonda a sus propios pies cuando ha sido encarcelado.
Acosaba a sus actrices, dicen; maltrataba a los actores, aseguran; no era simpático, presumen (“Nuestros directores acostumbran a llevar corbata”, apostrofó fríamente a William Friedkin cuando este rodaba un episodio de La hora de Alfred Hitchcock), y desconfiaba de los guionistas (“Ahí está otra vez ese gordo intentando bajar de la limusina”, bramaba Raymond Chandler cuando el gordo venía a atornillarle por el guion de Extraños en un tren). 
Pero si alguien ha rodado películas como La ventana indiscreta o Los pájaros tiene que exhibir algún tipo de tormento asocial. 
Son los costes o las externalidades del talento.
 

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