«Si no
tuviera tus palabras me sentaría a escribir».
Has venido tú, muriéndote,
para que vuelva a abrir una página en blanco.
Después de muchos
intentos decidí dejar que lo hicieran los que saben hacerlo y, a partir
de ahí, algunos cohetes despegaron hacia las estrellas y otros quedaron
para siempre guardados en hangares de papel.
No puedo
hacer un recorrido enciclopédico de tu vida ni de tu música.
Sí, he
leído tu biografía, ese libraco tan gordo y que tanto me gustó que me
regalaron pocos años atrás y que me hizo descubrir las calles, las
nieves, las islas, los hoteles, las drogas, las religiones, las mujeres
que dieron forma a la persona difícil, compleja, atormentada, hombre
entre los hombres, que fuiste.
Sí, también eres el único músico del que
he comprado todos sus discos de estudio, aunque algunos los escuche muy
poco y ni me importe a ti ni a mí.
Nunca he tenido esa capacidad de
recuerdo tan literal de lo que me gusta para poder escribirte algo de
ese tipo.
No puedo ni quiero hacerlo, pero creo que un lugar como este
en el que no se anuncie que has dejado de existir y se te dediquen unas
líneas, se convertiría automáticamente en un lugar habitado por
salvajes.
Algunos quieren creer que eso todavía no ha ocurrido, así que
hagámosles un favor e intentemos, de nuevo, evitarlo.
Cuando
me lo anunciaron, lo tuyo, me quedé frío. Seco.
Tuve un pensamiento
estúpido: América se lo ha cargado votando a ese monigote megalómano,
pensé.
Creí que un golpe anímico de ese calibre había sido el tiro de
gracia para tu delicado estado de salud. No.
Moriste antes de eso,
espero que inmediatamente después de sonreír. Espero.
Leo en
mi mente fragmentos de tus inquietudes musicales y me convenzo de que
alcanzaste cierto tipo de de paz fundada en el amor, en el arte y en la
ironía, que te permitió vivir tus últimos años con una calma apasionada,
ya algo más lejos de aquellas depresiones tan recurrentes, que
compartiste y nos regalaste con tus últimos conciertos.
Se te notaba. Te
vi, sí, la última vez que pasaste por Madrid.
Fue precioso, fue
sorprendente y di las gracias por haberme dejado los cuartos y haber
estado delante de esa iguana con sombrero en la que te habías convertido
con el paso de los años.
No quiero empezar a refunfuñar y decir que ya
no hay otros, ni habrá, como tú, aunque lo crea.
Pocos
artistas hay que me importe que se mueran.
Algunos hay, sí.
Tú no es que
hayas muerto y no pueda disfrutar más de nuevas canciones; no es que ya
no vaya a encender el lector de discos con otro álbum teniendo esa
sensación de morbo reverencial al esperar comprobar los nuevos límites
humanos de la dorada profundidad vocal que alcanzaste; no es que no vaya
a leer más a un eterno infante que aprendió mucho, pero que continuaba
acuciado por las grandes y eternas dudas humanas;
no es que no vaya a
volver a vivir la misma sensación infantil de abrir un sobre de cromos
esperando encontrar dentro tarjetas llenas de voces, poesías y
filosofía.
No es solamente eso.
Lo duro y verdaderamente jodido contigo
es que siento que ha muerto una persona ejemplar, de las que ya no
sabemos si quedan, de las que no dicen más que verdades.
Te has muerto y
el mundo se nota más vacío.
Me dan igual las espirales económicas, las
majaderías políticas, los viejos sentimientos salidos de las entrañas
más oscuras que vuelven a estar sobre todos nosotros en este futuro
brillante plagado de pantallas, márketing y poses torcidas.
Tú ya no
estás y te echo de menos, amigo mío.
Nos
ayudaste y acompañaste a muchos a descubrir el amor, el cinismo, la
desesperación religiosa, las noches más profundas y las palabras más
altas y elegantes.
Por eso me pongo el traje, mi sombrero siempre
colgado en la pared, me planto delante del espejo y te hago una
reverencia para desearte un paseo agradable de la mano con Marianne.
Me decía hoy un familiar cercano «Leonard nunca cantó, pero qué importa eso». Tiene razón.
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