La monumental biografía de Reiner Stach es probablemente la más valiente, escrupulosa y completa de cuantas existen sobre el autor de 'La transformación'.
En la narración de Franz Kafka (1883-1924) titulada “La preocupación del padre de familia” se describe un objeto singular, llamado Odradek, que “se asemeja a un carrete de hilo plano y en forma de estrella … y que parece que estuviera recubierto de hilo; aunque a decir verdad sólo podría tratarse de trozos de hilo viejos y rotos … inextricablemente entreverados”.
Odradek vive en una casa familiar y se instala, por turnos, en las diversas estancias del lugar.
Pasa casi desapercibido, e inspira infinitamente más ternura que Gregor Samsa, el bicho de La transformación.
Cuando se le pregunta dónde vive, dice: “Domicilio indeterminado”.
Y se ríe. La narración termina con estas palabras del padre de familia: “Es evidente que no hace daño a nadie; pero la idea de que pueda sobrevivirme me resulta casi dolorosa”.
Más que muchas otras narraciones de Kafka en las que él mismo aparece alegorizado o transformado en topos y perros, mujeres cantantes, ajusticiados, artistas del hambre o del trapecio, y otras cosas, esta narración de Kafka parece contener el último secreto, el más lejano sentido de toda la producción literaria del autor de Praga.
A los ojos de cualquier lector no especializado, Kafka, el hombre, es como una materia ligeramente móvil, inescrutable, de dimensiones siempre ambiguas, sencillo en el fondo, envuelto por hilos rotos, como hebras de una vida misteriosa.
Por esta razón, los escasos biógrafos que han escrito sobre Franz Kafka —Max Brod, su albacea, Klaus Wagenbach, Hartmut Binder, Ernst Pawel y algunos más, extrañamente pocos— han topado una y otra vez con una distancia que parece, desde el punto de vista hermenéutico, insalvable: la que existe entre su obra y el ser que la escribió en una vida de apenas 41 años.
Lo más habitual, como acredita la apabullante bibliografía de Caputo-Mayr, es que sus intérpretes hayan procedido de acuerdo con algunos datos biográficos, a menudo extraídos de sus diarios y cartas, o según leyes exegéticas al estilo rabínico, en un intento, siempre desesperado, de ofrecer luz a una literatura que, en realidad, es cegadora.
Se ha aplicado a su vida y su obra el método psicoanalítico (Deleuze y Guattari, por ejemplo), el método positivista histórico (Wagenbach, en especial), o el método estilístico, que defiende como normativo no aventurarse en las cuestiones de fondo.
Elias Canetti, prudentemente, se limitó a cotejar el texto de la novela de Kafka, El proceso, no con la vida del autor, sino solamente con su relación amorosa —al fin torcida, como tantas cosas en la vida de Franz— con su dos veces prometida Felice Bauer, berlinesa.
En la narración de Franz Kafka (1883-1924)
titulada “La preocupación del padre de familia” se describe un objeto
singular, llamado Odradek, que “se asemeja a un carrete de hilo plano y
en forma de estrella … y que parece que estuviera recubierto de hilo;
aunque a decir verdad sólo podría tratarse de trozos de hilo viejos y
rotos … inextricablemente entreverados”.
Odradek vive en una casa familiar y se instala, por turnos, en las diversas estancias del lugar.
Pasa casi desapercibido, e inspira infinitamente más ternura que Gregor Samsa, el bicho de La transformación.
Cuando se le pregunta dónde vive, dice: “Domicilio indeterminado”. Y se ríe. La narración termina con estas palabras del padre de familia: “Es evidente que no hace daño a nadie; pero la idea de que pueda sobrevivirme me resulta casi dolorosa”.
Más que muchas otras narraciones de Kafka en las que él mismo aparece
alegorizado o transformado en topos y perros, mujeres cantantes,
ajusticiados, artistas del hambre o del trapecio, y otras cosas, esta
narración de Kafka parece contener el último secreto, el más lejano
sentido de toda la producción literaria del autor de Praga.
A los ojos de cualquier lector no especializado, Kafka, el hombre, es como una materia ligeramente móvil, inescrutable, de dimensiones siempre ambiguas, sencillo en el fondo, envuelto por hilos rotos, como hebras de una vida misteriosa.
Por esta razón, los escasos biógrafos que han escrito sobre Franz Kafka —Max Brod, su albacea, Klaus Wagenbach, Hartmut Binder, Ernst Pawel y algunos más, extrañamente pocos— han topado una y otra vez con una distancia que parece, desde el punto de vista hermenéutico, insalvable: la que existe entre su obra y el ser que la escribió en una vida de apenas 41 años.
Lo más habitual, como acredita la apabullante bibliografía de Caputo-Mayr, es que sus intérpretes hayan procedido de acuerdo con algunos datos biográficos, a menudo extraídos de sus diarios y cartas, o según leyes exegéticas al estilo rabínico, en un intento, siempre desesperado, de ofrecer luz a una literatura que, en realidad, es cegadora.
Se ha aplicado a su vida y su obra el método psicoanalítico (Deleuze y Guattari, por ejemplo), el método positivista histórico (Wagenbach, en especial), o el método estilístico, que defiende como normativo no aventurarse en las cuestiones de fondo.
Elias Canetti, prudentemente, se limitó a cotejar el texto de la novela de Kafka, El proceso, no con la vida del autor, sino solamente con su relación amorosa —al fin torcida, como tantas cosas en la vida de Franz— con su dos veces prometida Felice Bauer, berlinesa.
Ahora, por fin, podemos saludar con entusiasmo la aparición de la que, posiblemente, deberá ser considerada la biografía más valiente, escrupulosa, lúcida, minuciosa y completa de Kafka: Reiner Stach, Kafka, en dos volúmenes: Los primeros años y Los años de decisiones, y Los años de conocimiento, traducción de Carlos Fortea, Barcelona, Acantilado, 2016.
El propósito de Stach ha sido, para decirlo en sus mismos términos, articular la dimensión horizontal de una existencia tangible (los avatares de una vida y los hechos concurrentes de la historia) con la dimensión vertical —vertical hasta el vértigo— de la intricada literatura de Kafka.
Odradek vive en una casa familiar y se instala, por turnos, en las diversas estancias del lugar.
Pasa casi desapercibido, e inspira infinitamente más ternura que Gregor Samsa, el bicho de La transformación.
Cuando se le pregunta dónde vive, dice: “Domicilio indeterminado”. Y se ríe. La narración termina con estas palabras del padre de familia: “Es evidente que no hace daño a nadie; pero la idea de que pueda sobrevivirme me resulta casi dolorosa”.
A los ojos de cualquier lector no especializado, Kafka, el hombre, es como una materia ligeramente móvil, inescrutable, de dimensiones siempre ambiguas, sencillo en el fondo, envuelto por hilos rotos, como hebras de una vida misteriosa.
Por esta razón, los escasos biógrafos que han escrito sobre Franz Kafka —Max Brod, su albacea, Klaus Wagenbach, Hartmut Binder, Ernst Pawel y algunos más, extrañamente pocos— han topado una y otra vez con una distancia que parece, desde el punto de vista hermenéutico, insalvable: la que existe entre su obra y el ser que la escribió en una vida de apenas 41 años.
Lo más habitual, como acredita la apabullante bibliografía de Caputo-Mayr, es que sus intérpretes hayan procedido de acuerdo con algunos datos biográficos, a menudo extraídos de sus diarios y cartas, o según leyes exegéticas al estilo rabínico, en un intento, siempre desesperado, de ofrecer luz a una literatura que, en realidad, es cegadora.
Se ha aplicado a su vida y su obra el método psicoanalítico (Deleuze y Guattari, por ejemplo), el método positivista histórico (Wagenbach, en especial), o el método estilístico, que defiende como normativo no aventurarse en las cuestiones de fondo.
Elias Canetti, prudentemente, se limitó a cotejar el texto de la novela de Kafka, El proceso, no con la vida del autor, sino solamente con su relación amorosa —al fin torcida, como tantas cosas en la vida de Franz— con su dos veces prometida Felice Bauer, berlinesa.
Ahora, por fin, podemos saludar con entusiasmo la aparición de la que, posiblemente, deberá ser considerada la biografía más valiente, escrupulosa, lúcida, minuciosa y completa de Kafka: Reiner Stach, Kafka, en dos volúmenes: Los primeros años y Los años de decisiones, y Los años de conocimiento, traducción de Carlos Fortea, Barcelona, Acantilado, 2016.
Kafka. Los primeros años.
Los años de las decisiones.
Los años del conocimiento.
Reiner Stach
Acantilado, 2016
2.368 páginas
85 euros
Los años de las decisiones.
Los años del conocimiento.
Reiner Stach
Acantilado, 2016
2.368 páginas
85 euros
Ésta, por sí misma, está hecha de “hilos entreverados”, de distintos color y formato —aforismos, diarios, cartas, narraciones, novelas—, pero Stach, con mucha razón, ha considerado que también la historia debe de enredarse con la vida del praguense, y que era forzoso que esta estuviera de algún modo presente en su obra: lo está hasta tal punto, que el biógrafo hace remontar una posible interferencia de los avatares históricos en la vida de Kafka… hasta la batalla de la Montaña Blanca, en 1620, entre protestantes y católicos.
Sólo un atrevimiento mayor podría haber llevado a Stach a acomodar a Kafka en los libros de los profetas mayores de la Biblia
A pesar de ser un autor profético sin parangón en los tiempos de la Modernidad —hemos escrito “profético”, no “utópico”—, el biógrafo se ha limitado en este sentido, a diferencia de Brod, a tener en cuenta la historia de los judíos del Este —linaje al que perteneció, no sin interés y preocupación— y todo lo que se puede saber, tanto de su obra como de su circunstancia, sobre el reino de Bohemia y la cultura judía en los años de vida del autor.
Al lector de esta magnífica biografía no deberá resultarle extraño que Reiner Stach haya recurrido a los métodos de análisis más diversos que quepa imaginar para desentrañar una vida y una obra a un tiempo: en el estudio de una obra, más todavía si el propósito es analizar qué tiene de “historiográfico” cualquier autor, no hay más remedio que convocar, aleatoriamente, métodos de estudio que pueden resultar, aparentemente, heterogéneos o inapropiados.
En el libro no se desdeña ningún dato, ninguna referencia, ningún préstamo metodológico mientras sea capaz de armonizar —tarea en extremo difícil en el caso de Kafka— lo que hemos denominado “horizontalidad de la historia y de la vida” con la infinita verticalidad de una obra que a veces hunde sus raíces en las simas más profundas, otras se eleva hasta las dimensiones lejanas y etéreas de lo sobrenatural. (Y, sin embargo, toda la obra de Kafka acaba siendo tan diáfana como el realismo de sus queridos Dickens o Flaubert.)
El mérito de Stach consiste, pues, en haber construido su libro, en palabras suyas, como un panal de múltiples casillas: “La imagen de la vida vivida se descompone primero en cierto número de segmentos temáticos relativamente independientes unos de otros y que, en la mayoría de los casos, han de ser investigados también de forma independiente: origen, formación, influencias, logros, relaciones sociales, religión, trasfondo político y cultural. Aunque finalmente tantas interdependencias emborronen la imagen, si el biógrafo no quiere entregar a sus lectores un magma caótico, no le queda más remedio que mantener la ficción de una tópica claridad y sintetizar sucesivamente los distintos temas: es decir, `cerrar las celdillas´. Sólo entonces, en un segundo paso, intentará pegarlas entre sí, de tal modo que queden minimizados los espacios vacíos: una síntesis de síntesis”.
A primera vista todo parece muy sencillo en la vida de Kafka: apenas se movió más allá de los límites del Imperio —aunque visitó París—; cursó estudios de química y de germanística, luego Derecho, en la universidad carolina de Praga; fue abogado, con rango de funcionario imperial, en una compañía de seguros para accidentes de trabajo; le gustaba nadar y remar en el Moldava; se le diagnosticó una tuberculosis en 1917, lo que precipitó su jubilación; tuvo por lo menos seis amantes y se prometió con dos de ellas —Felice Bauer y Julie Wohryzek—; tuvo una relación sensata con su primera traductora al checo, la casada Julie Woryzek; vivió sólo unos meses en compañía de su última amante, Dora Diamant, en el Berlín azotado por la gran inflación de 1923-1924: no publicó en vida, en forma de libro, más que siete pequeñas antologías de relatos; amó a su hermana Ottla posiblemente más que a nadie;
visitó raramente la sinagoga de Praga; intentó varias veces independizarse, sin conseguirlo nunca; fue conocido por pocos, pero grandes lectores, como Robert Musil; una lectura pública de un relato suyo en Alemania ocasionó que varias damas se desmayaran; nunca se sintió querido por su padre —dueño de una tienda de complementos de moda en Praga, que se abastecía de abanicos españoles en la calle del Carmen, en Barcelona—; le gustaban los perros; admiró el teatro yiddish; frecuentó diversos cenáculos intelectuales, judíos o no, anarquistas algunos;
pasó largas temporadas en clínicas y sanatorios; admiraba a un tío por parte de madre que vivía en Madrid, y a otro, médico rural; masticaba la comida setenta veces antes de tragársela, según confesión propia en los diarios;
y acabó muriendo propiamente de hambre, a causa de la afectación de la laringe de la tuberculosis pulmonar.
Y algo más, claro está.
Observados esos discretos aspectos de la vida del genio Kafka, Reiner Stach no quedó con desánimo, ni deslumbrado, ni perplejo. Ha tomado la historia del Imperio de los Habsburgo, el judaísmo, las costumbres sociales de la época, el estado de la burguesía en la Praga de sus años y anteriores, ha recordado la Gran Guerra, no ha olvidado las lecturas del escritor (la Biblia entre ellas), ni su estilo translúcido y quebradizo como el cristal, ni el menor avatar de la existencia de su biografiado.Todo ello, engarzado con una capacidad analítica y hermenéutica sorprendente, convierte su libro en la más grande aportación a la vida y la obra de ese misterio tan difícil de sondear llamado Franz Kafka.
Jordi Llovet es el editor de las Obras Completas de Kafka publicadas por Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores.
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