El artículo de Víctor Erice sobre 'Los últimos días de Adelaida García Morales', de Elvira Navarro, enciende el debate sobre los límites en literatura.
No me pegues que llevo gafas!”, se defendió Francisco Umbral. “¡Coño, quítatelas!”, le respondió Fernando Quiñones.
Los setenta no habían hecho más que empezar y Umbral celebraba su llegada con El Giocondo, una novela poblada de gais, lesbianas y bohemios de la noche madrileña de nombre ficticio y vida muy real: Francisco Rabal, María Asquerino, María Rosa Campos… Quiñones se dio por aludido y se presentó indignado y con ganas de pelea en el Café Gijón.
La cosa no llegó a mayores, pero el episodio fue lo suficientemente desagradable como para disuadir al escritor de Mortal y rosa de volver a la tertulia literaria durante una buena temporada.
De habérselo pedido, Francisco Candel podría haberle dado consejo porque para entonces ya había pasado por eso.
Y no en una, sino en varias ocasiones.
Los personajes de su libro Donde la ciudad cambia su nombre (1957), sobre la Barcelona de los cincuenta, no se vieron muy favorecidos en la ficción y se amotinaron para lincharlo.
“Con esa novela aprendí que la gente te puede matar por lo que dices en un libro”, dijo en una entrevista en este periódico en 2005 con su habitual gracejo.
“Después escribí¡Dios, la que se armó! contando el escándalo. Y se volvió a cabrear la gente”.
La tensión entre realidad y ficción está en la genética de
la literatura, es de hecho la literatura, el motor que ha impulsado a
escritores de todos los tiempos a explorar límites y alejarse de
convencionalismos históricos para abrir nuevos horizontes.
Con ese carburante han construido su imaginario desde Homero hasta Tolstói pasando por Cervantes y Shakespeare, todas las generaciones de narradores hasta llegar a la actual: de Emmanuel Carrère a Javier Cercas; de José Saramago o Martin Amis a Enrique Vila-Matas, Antonio Muñoz Molina, Justo Navarro, Javier Marías, Manuel Vicent o Gustavo Martín Garzo.
Con mayor o menor acierto, realidad y ficción se han mezclado siempre.
Y nadie suele reparar en ello.
Hasta que la literatura hiere más allá del punto final de la novela. Hasta que duele.
Babelia publicó el pasado sábado un artículo del cineasta Víctor Erice en el que acusa a Elvira Navarro de “apoderarse del nombre y apellidos” de su exmujer en Los últimos días de Adelaida García Morales (Literatura Random House) con “una falsa reivindicación” de su figura que “no solo banaliza su memoria como escritora, sino —lo que es peor— su identidad como ser humano”.
Publicitado como ficción, el libro no solo toma prestado el nombre real de la autora y su imagen en la portada, incluye también una especie de bibliografía a partir de apariciones de García Morales en prensa y se inspira en una anécdota que protagonizó dos meses antes de morir, cuando pidió a un Ayuntamiento del sur de España 50 euros para poder ir a visitar a su hijo a Madrid.
Todo lo demás, se insiste en la contraportada, es pura invención. “Adelaida García Morales es el motivo, pero no es la protagonista de mi libro, que son dos cosas distintas”, se justificó Navarro.
“Ella pone en marcha el conflicto de las protagonistas y solo la utilizo como paradigma para reflexionar sobre la precariedad y la construcción de la identidad”, añadió.
“El libro evidencia mi posición sobre los límites entre la realidad y la ficción”, aclara por escrito a este periódico.
“El creador es libre, y en el caso de que se pueda dañar a terceros, entonces lo importante es que no haya una confusión sobre lo que es real y lo que es ficción.
Por otra parte, una persona real que haya gozado de fama no deja de ser en cierto modo una construcción de los medios, es decir, una ficción”.
Erice aludía precisamente en su artículo al daño a terceros, en este caso la familia y amigos de la escritora —a quienes no se consultó—, y defendía tajante que “no hay literatura inocente”. Decía Oscar Wilde que “no existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo”, pero ¿debe el escritor imponerse límites cuando juega con realidad y ficción para no herir a las personas que ha convertido en personajes?
¿Vale todo en creación literaria? ¿Hasta qué punto es lícito emplear el nombre propio de una persona e inventar una vida que no se ha investigado?
“El libro de Navarro pertenece a esa tradición de obras que se preguntan por qué un autor de éxito es borrado del mapa. Es necesario que Adelaida García Morales, símbolo de la Transición y de la dificultad de ser escritora,
salga en el título porque es la persona a la que se quiere
reivindicar”, dice Carlos Pardo, escritor y crítico en este periódico.
“Nadie pidió a Mörike en su Mozart de camino a Praga ni a Büchner en la obra maestra Lenz que se documentaran ni preguntaran a la familia.
Creo que se está juzgando el libro como si fuera una biografía oficial o periodismo.
Hay un miedo a la literatura, hay un criterio puritano muy arraigado que se da desde Platón hasta hoy que viene a decir que la literatura es mentira y por eso no debe existir.
Y la literatura más fértil es la que más juega al equívoco entre realidad y ficción.
La literatura trabaja donde se detiene la historia”. El debate es más pertinente que nunca si, como dice Anna Caballé, profesora de Literatura Española en la Universidad de Barcelona y crítica en EL PAÍS, “la ficción ha entrado a saco en la vida de la gente”. Legalmente, el derecho a la creación literaria está protegido por la Constitución, que deja claro que toda invención es lícita siempre y cuando no viole “el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia”.
Ahora bien, esa frontera no deja de ser resbaladiza porque “la creación no es un acta notarial”, añade la especialista, “y los límites entre lo que puede escribirse y lo que no son muy abiertos y confusos y movedizos en función de la época y por tanto del umbral de tolerancia moral en el que se vive.
Pero digamos que existe una ética literaria, un sentido de la nobleza a la hora de escribir sobre los otros”
Para mí el límite está en no hacer daño a terceros”, dice Herman Koch, autor de Estimado señor M. (Salamandra), una novela que reflexiona precisamente sobre el complejo matrimonio realidad-ficción a través de un joven que aguarda 40 años para vengarse del escritor que recreó a su manera un asesinato y decidió incriminarlo. “El único límite de un escritor es su propio talento”, disiente Milena Busquets.
“Cuando escribo soy egoísta y mentirosa, lo único que me importa es que el texto sea lo mejor posible.
Solo doy a leer mis textos a mi agente y a mi editor, el único juicio que me importa es el literario”.
Busquets publicó el año pasado También esto pasará (Anagrama),
una novela sobre la pérdida de su madre, la reputada editora Esther
Tusquets, donde los personajes se esconden tras nombres falsos. “Los
cambié porque quería poder no ceñirme solo a la realidad, de hecho en la
novela hay personajes y situaciones absolutamente inventados”.
Su tía Eva Blanch la emuló hace unos meses con Corazón amarillo sangre azul (Tusquets), ficción en la que Enma es su cuñada Esther Tusquets, y Ginebra, ella, su sobrina Milena, que dice no haber leído el libro.
“Una novela cuyo objetivo es no ofender a nadie no puede ir bien”, sentencia Blanch.
“Al escribir hay que ausentarse del mundo real e inventarse uno propio.
Desconectar de la realidad. Los personajes reales que han servido de inspiración se alejan, los literarios crecen”, apunta Blanch. “Todo artista se alimenta de lo que vive.
Si haces daño a alguien a quien quieres, eres el primero en pagar las consecuencias.
Si el libro no está bien, será un desastre y no habrá valido la pena. Pero si el libro está bien y tu relación con esa persona es fuerte y aguanta el golpe, sí.
Una amiga me dijo hace poco: ‘Cuando una familia se entera de que un pariente es escritor hace bien en asustarse. ¡Se les ha colado un traidor!”.
Nada puso a prueba la solidez de los lazos de Carmen Laforet y su familia, que se distanció de ella al sentirse mal retratada en esta novela que supuso un revulsivo en la literatura española de la posguerra, pero que también coartó la libertad de la autora, a quien su marido, Manuel Cerezales, le llegó a imponer la prohibición de escribir sobre su vida en pareja al separarse.
En este caso, el conflicto quedó en casa.
En otros, los trapos sucios se han lavado en los tribunales.
El poeta, editor y senador Carlos Barral, por ejemplo, fue procesado por el Supremo por injurias a Francisco García Guillén en Penúltimos castigos, y el controvertido exdirector del Fondo Monetario Internacional Dominique Strauss-Kahn ganó en 2013 la jugosa cifra de 50.000 euros en un juicio contra Marcela Iacub por su papel estelar en La bella y la bestia.
Kahn no salía mentado por su nombre en el libro en el que la ensayista narraba la relación con su antiguo amante, pero se reconoció en un personaje: Cochon (cerdo).
Javier Cercas —autor de El impostor y Anatomía de un instante—, maestro en España del juego realidad-ficción, también ha pasado lo suyo.
Su celebrada Soldados de Salamina, sobre el fusilamiento fallido de Rafael Sánchez Mazas, en la que aparecen como personajes los escritores Andrés Trapiello y Roberto Bolaño, le condujo al banquillo de los acusados.
Curiosamente, el único personaje inventado de toda la narración, la pitonisa de la televisión local de Girona, se le rebeló.
Pilar Abel, la mujer real en la que afirma no haberse inspirado y que presentó una demanda de paternidad para ser reconocida como hija de Salvador Dalí, le llevó a juicio por injurias y calumnias. Cercas fue absuelto en 2006.
La juez consideró que el personaje de ficción no podía identificarse con la mujer de carne y hueso. Pero el daño estaba hecho.
Peor lo pasó aún en 2011 cuando el periodista Arcadi Espada, con quien mantenía una polémica sobre el uso de la ficción, publicó en una columna de opinión la falsa noticia de que Cercas había sido detenido en Madrid en una redada contra una red de prostitución infantil.
“No doy crédito”, dijo entonces. “Esto no es humor, es una calumnia”.
Desde entonces, el escritor está retirado del debate público entre realidad y ficción.
Quedan, eso sí, sus declaraciones pasadas: “Cada novela, cada libro crea sus propias reglas y límites.
Tolstói no le pidió permiso a Napoleón Bonaparte para meterlo en Guerra y paz, Shakespeare mete todo lo que quiere… Lo que pasa es que se puede hacer bien o mal.
La perversidad moral es un resultado de la perversidad formal”. Quedan también sus libros para iluminar la polémica desatada tras la publicación del artículo de Víctor Erice, que reivindica también el poder redentor de la literatura y abre una ventana para detenerse a analizar desde otro ángulo las novedades de las librerías, físicas y virtuales, plagadas de títulos que desafían todo límite.
En ellas coinciden ahora, por ejemplo, Basada en hechos reales (Anagrama), de la escritora francesa Delphine de Vigan, que inventa una especie de doble para plantear la eterna pregunta sobre dónde termina la realidad y empieza la ficción, y El ruido del tiempo (Anagrama), obra de Julian Barnes sobre el célebre compositor Dmitri Shostakóvich y su relación con Stalin.
Y la próxima semana llegará Laurent Binet, premio Goncourt con su primera novela, HHhH, que se atreve ahora con La séptima función del lenguaje, una fábula sobre el poder de las palabras que relata el asesinato ficticio del gran semiólogo francés Roland Barthes.
Estos títulos, como Los últimos días de Adelaida García Morales, son también carne de polémica.
O quizá no.
Porque, como dice Caballé, si los libros de Blanch y Navarro “han encendido algunas luces rojas” es porque “ambas disponen de una escena potente: Esther Tusquets presentándose en casa de su hermano Oscar Tusquets con sus perras dispuesta a morir allí, o bien García Morales pidiendo que una entidad pública le pague un billete de autobús.
A las autoras”, prosigue, “les ha parecido que con esto era suficiente para armar un libro.
Pero la literatura no es eso.
Hemingway expresó muy bien el alcance de la literatura en Muerte en la tarde: ‘Si un escritor en prosa conoce lo suficientemente bien aquello sobre lo que escribe, puede silenciar cosas que conoce, y el lector, si el escritor escribe con suficiente verdad, tendrá de estas cosas una sensación tan fuerte como si el escritor las hubiera expresado”.
Y en los casos antes citados, continúa, “hay un uso espurio de un personaje real y que no por el hecho de que la persona no viva carece de un derecho de memoria”.
Enrique Murillo fue editor de Adelaida García Morales y tiene en su poder el último libro de la escritora, Crónicas del desamparo, y dos cosas muy claras.
Primero, que cuando llegue el momento de publicarlo hablará con su familia porque ha pasado tanto tiempo desde que ella se lo envió que no se considera con el derecho a pasar por alto su opinión.
La segunda cosa que tiene clara es que, si le hubiese llegado a él el manuscrito de Elvira Navarro y le hubiese gustado, “habría decidido publicarlo”.
Eso sí, “no hubiera parado”, dice, “hasta convencerla de que era un error poner ese título por muy comercial que fuera, que lo es como ya se ha notado”.
¿Cuánto ha vendido? Es una incógnita.
Literatura Random House, que ha rehusado participar en este reportaje, no da cifras. “Es”, dicen, “una política de Bertelsmann”, el grupo al que pertenece.
Las editoriales se enfrentan, generalmente, con cautela al fenómeno.
“Es complicadísimo para nosotros porque ficción y no ficción están cada vez más entrelazadas y muchas veces no sabes dónde te encuentras”, dice Sigrid Kraus, editora de Salamandra.
Y cita Ante todo no hagas daño, del neurocirujano Henry Marsh, que cuenta historias reales de operaciones que ha practicado a lo largo de su carrera con una narrativa que fácilmente podría confundirse con la ficción.
“Yo creo que siempre hay que preguntar a los aludidos y que se ha de respetar su opinión”.
El debate se le planteó en su vida personal ante un libro que revelaba el pasado de su abuelo.
Hubo un familiar que no quiso que se publicara, así que se hizo exclusivamente para la familia.
Salamandra trabaja solo con traducciones y prudencia cuando las obras les sitúan en terreno minado.
Kraus cuenta el dilema que se les ha planteado con Historia de la violencia, de Édouard Louis, que verá la luz en 2017.
El autor francés fue víctima de una violación y da en el libro información sobre el agresor, quien le demandó en su país.
La editora de la saga Harry Potter trasladó su dilema al abogado, que concluyó que no había problema en publicar el libro porque los datos eran vagos y hacían inviable la identificación del violador. “Me parece bien que haya debate para que no publiquemos sin pensar”, señala Kraus.
¿Se publica sin pensar? “Internet nos está haciendo daño a todos, lo mismo a las editoriales que a los medios, y a veces nos lanzamos sin parar a reflexionar”.
Es entonces cuando existe el riesgo de que la literatura duela.
Y nadie está a salvo.
Koch está escribiendo un libro sobre un alcalde de Ámsterdam figurado.
“Como personajes secundarios aparecen Françoise Hollande, Barack Obama y Bill Clinton”, dice. “Pero creo que es mejor no avisarles”.
Los setenta no habían hecho más que empezar y Umbral celebraba su llegada con El Giocondo, una novela poblada de gais, lesbianas y bohemios de la noche madrileña de nombre ficticio y vida muy real: Francisco Rabal, María Asquerino, María Rosa Campos… Quiñones se dio por aludido y se presentó indignado y con ganas de pelea en el Café Gijón.
La cosa no llegó a mayores, pero el episodio fue lo suficientemente desagradable como para disuadir al escritor de Mortal y rosa de volver a la tertulia literaria durante una buena temporada.
De habérselo pedido, Francisco Candel podría haberle dado consejo porque para entonces ya había pasado por eso.
Y no en una, sino en varias ocasiones.
Los personajes de su libro Donde la ciudad cambia su nombre (1957), sobre la Barcelona de los cincuenta, no se vieron muy favorecidos en la ficción y se amotinaron para lincharlo.
“Con esa novela aprendí que la gente te puede matar por lo que dices en un libro”, dijo en una entrevista en este periódico en 2005 con su habitual gracejo.
“Después escribí¡Dios, la que se armó! contando el escándalo. Y se volvió a cabrear la gente”.
Con ese carburante han construido su imaginario desde Homero hasta Tolstói pasando por Cervantes y Shakespeare, todas las generaciones de narradores hasta llegar a la actual: de Emmanuel Carrère a Javier Cercas; de José Saramago o Martin Amis a Enrique Vila-Matas, Antonio Muñoz Molina, Justo Navarro, Javier Marías, Manuel Vicent o Gustavo Martín Garzo.
Con mayor o menor acierto, realidad y ficción se han mezclado siempre.
Y nadie suele reparar en ello.
Hasta que la literatura hiere más allá del punto final de la novela. Hasta que duele.
Babelia publicó el pasado sábado un artículo del cineasta Víctor Erice en el que acusa a Elvira Navarro de “apoderarse del nombre y apellidos” de su exmujer en Los últimos días de Adelaida García Morales (Literatura Random House) con “una falsa reivindicación” de su figura que “no solo banaliza su memoria como escritora, sino —lo que es peor— su identidad como ser humano”.
Publicitado como ficción, el libro no solo toma prestado el nombre real de la autora y su imagen en la portada, incluye también una especie de bibliografía a partir de apariciones de García Morales en prensa y se inspira en una anécdota que protagonizó dos meses antes de morir, cuando pidió a un Ayuntamiento del sur de España 50 euros para poder ir a visitar a su hijo a Madrid.
Todo lo demás, se insiste en la contraportada, es pura invención. “Adelaida García Morales es el motivo, pero no es la protagonista de mi libro, que son dos cosas distintas”, se justificó Navarro.
“Ella pone en marcha el conflicto de las protagonistas y solo la utilizo como paradigma para reflexionar sobre la precariedad y la construcción de la identidad”, añadió.
“El libro evidencia mi posición sobre los límites entre la realidad y la ficción”, aclara por escrito a este periódico.
“El creador es libre, y en el caso de que se pueda dañar a terceros, entonces lo importante es que no haya una confusión sobre lo que es real y lo que es ficción.
Por otra parte, una persona real que haya gozado de fama no deja de ser en cierto modo una construcción de los medios, es decir, una ficción”.
Erice aludía precisamente en su artículo al daño a terceros, en este caso la familia y amigos de la escritora —a quienes no se consultó—, y defendía tajante que “no hay literatura inocente”. Decía Oscar Wilde que “no existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo”, pero ¿debe el escritor imponerse límites cuando juega con realidad y ficción para no herir a las personas que ha convertido en personajes?
¿Vale todo en creación literaria? ¿Hasta qué punto es lícito emplear el nombre propio de una persona e inventar una vida que no se ha investigado?
'Nada' puso a prueba el vínculo entre Carmen Laforet y su familia, que se distanció de ella al sentirse mal retratada
“Nadie pidió a Mörike en su Mozart de camino a Praga ni a Büchner en la obra maestra Lenz que se documentaran ni preguntaran a la familia.
Creo que se está juzgando el libro como si fuera una biografía oficial o periodismo.
Hay un miedo a la literatura, hay un criterio puritano muy arraigado que se da desde Platón hasta hoy que viene a decir que la literatura es mentira y por eso no debe existir.
Y la literatura más fértil es la que más juega al equívoco entre realidad y ficción.
La literatura trabaja donde se detiene la historia”. El debate es más pertinente que nunca si, como dice Anna Caballé, profesora de Literatura Española en la Universidad de Barcelona y crítica en EL PAÍS, “la ficción ha entrado a saco en la vida de la gente”. Legalmente, el derecho a la creación literaria está protegido por la Constitución, que deja claro que toda invención es lícita siempre y cuando no viole “el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia”.
Ahora bien, esa frontera no deja de ser resbaladiza porque “la creación no es un acta notarial”, añade la especialista, “y los límites entre lo que puede escribirse y lo que no son muy abiertos y confusos y movedizos en función de la época y por tanto del umbral de tolerancia moral en el que se vive.
Pero digamos que existe una ética literaria, un sentido de la nobleza a la hora de escribir sobre los otros”
Para mí el límite está en no hacer daño a terceros”, dice Herman Koch, autor de Estimado señor M. (Salamandra), una novela que reflexiona precisamente sobre el complejo matrimonio realidad-ficción a través de un joven que aguarda 40 años para vengarse del escritor que recreó a su manera un asesinato y decidió incriminarlo. “El único límite de un escritor es su propio talento”, disiente Milena Busquets.
“Cuando escribo soy egoísta y mentirosa, lo único que me importa es que el texto sea lo mejor posible.
Solo doy a leer mis textos a mi agente y a mi editor, el único juicio que me importa es el literario”.
Strauss-Khan ganó 50.000 euros en un juicio contra Marcela Iacub que narró la relación entre ambos.
Lo apodó Cerdo
Su tía Eva Blanch la emuló hace unos meses con Corazón amarillo sangre azul (Tusquets), ficción en la que Enma es su cuñada Esther Tusquets, y Ginebra, ella, su sobrina Milena, que dice no haber leído el libro.
“Una novela cuyo objetivo es no ofender a nadie no puede ir bien”, sentencia Blanch.
“Al escribir hay que ausentarse del mundo real e inventarse uno propio.
Desconectar de la realidad. Los personajes reales que han servido de inspiración se alejan, los literarios crecen”, apunta Blanch. “Todo artista se alimenta de lo que vive.
Si haces daño a alguien a quien quieres, eres el primero en pagar las consecuencias.
Si el libro no está bien, será un desastre y no habrá valido la pena. Pero si el libro está bien y tu relación con esa persona es fuerte y aguanta el golpe, sí.
Una amiga me dijo hace poco: ‘Cuando una familia se entera de que un pariente es escritor hace bien en asustarse. ¡Se les ha colado un traidor!”.
Nada puso a prueba la solidez de los lazos de Carmen Laforet y su familia, que se distanció de ella al sentirse mal retratada en esta novela que supuso un revulsivo en la literatura española de la posguerra, pero que también coartó la libertad de la autora, a quien su marido, Manuel Cerezales, le llegó a imponer la prohibición de escribir sobre su vida en pareja al separarse.
En este caso, el conflicto quedó en casa.
En otros, los trapos sucios se han lavado en los tribunales.
El poeta, editor y senador Carlos Barral, por ejemplo, fue procesado por el Supremo por injurias a Francisco García Guillén en Penúltimos castigos, y el controvertido exdirector del Fondo Monetario Internacional Dominique Strauss-Kahn ganó en 2013 la jugosa cifra de 50.000 euros en un juicio contra Marcela Iacub por su papel estelar en La bella y la bestia.
Kahn no salía mentado por su nombre en el libro en el que la ensayista narraba la relación con su antiguo amante, pero se reconoció en un personaje: Cochon (cerdo).
Javier Cercas —autor de El impostor y Anatomía de un instante—, maestro en España del juego realidad-ficción, también ha pasado lo suyo.
Su celebrada Soldados de Salamina, sobre el fusilamiento fallido de Rafael Sánchez Mazas, en la que aparecen como personajes los escritores Andrés Trapiello y Roberto Bolaño, le condujo al banquillo de los acusados.
Curiosamente, el único personaje inventado de toda la narración, la pitonisa de la televisión local de Girona, se le rebeló.
Pilar Abel, la mujer real en la que afirma no haberse inspirado y que presentó una demanda de paternidad para ser reconocida como hija de Salvador Dalí, le llevó a juicio por injurias y calumnias. Cercas fue absuelto en 2006.
La juez consideró que el personaje de ficción no podía identificarse con la mujer de carne y hueso. Pero el daño estaba hecho.
Peor lo pasó aún en 2011 cuando el periodista Arcadi Espada, con quien mantenía una polémica sobre el uso de la ficción, publicó en una columna de opinión la falsa noticia de que Cercas había sido detenido en Madrid en una redada contra una red de prostitución infantil.
“No doy crédito”, dijo entonces. “Esto no es humor, es una calumnia”.
Desde entonces, el escritor está retirado del debate público entre realidad y ficción.
Quedan, eso sí, sus declaraciones pasadas: “Cada novela, cada libro crea sus propias reglas y límites.
Tolstói no le pidió permiso a Napoleón Bonaparte para meterlo en Guerra y paz, Shakespeare mete todo lo que quiere… Lo que pasa es que se puede hacer bien o mal.
La perversidad moral es un resultado de la perversidad formal”. Quedan también sus libros para iluminar la polémica desatada tras la publicación del artículo de Víctor Erice, que reivindica también el poder redentor de la literatura y abre una ventana para detenerse a analizar desde otro ángulo las novedades de las librerías, físicas y virtuales, plagadas de títulos que desafían todo límite.
En ellas coinciden ahora, por ejemplo, Basada en hechos reales (Anagrama), de la escritora francesa Delphine de Vigan, que inventa una especie de doble para plantear la eterna pregunta sobre dónde termina la realidad y empieza la ficción, y El ruido del tiempo (Anagrama), obra de Julian Barnes sobre el célebre compositor Dmitri Shostakóvich y su relación con Stalin.
Y la próxima semana llegará Laurent Binet, premio Goncourt con su primera novela, HHhH, que se atreve ahora con La séptima función del lenguaje, una fábula sobre el poder de las palabras que relata el asesinato ficticio del gran semiólogo francés Roland Barthes.
Estos títulos, como Los últimos días de Adelaida García Morales, son también carne de polémica.
O quizá no.
Porque, como dice Caballé, si los libros de Blanch y Navarro “han encendido algunas luces rojas” es porque “ambas disponen de una escena potente: Esther Tusquets presentándose en casa de su hermano Oscar Tusquets con sus perras dispuesta a morir allí, o bien García Morales pidiendo que una entidad pública le pague un billete de autobús.
A las autoras”, prosigue, “les ha parecido que con esto era suficiente para armar un libro.
Pero la literatura no es eso.
Hemingway expresó muy bien el alcance de la literatura en Muerte en la tarde: ‘Si un escritor en prosa conoce lo suficientemente bien aquello sobre lo que escribe, puede silenciar cosas que conoce, y el lector, si el escritor escribe con suficiente verdad, tendrá de estas cosas una sensación tan fuerte como si el escritor las hubiera expresado”.
Y en los casos antes citados, continúa, “hay un uso espurio de un personaje real y que no por el hecho de que la persona no viva carece de un derecho de memoria”.
Enrique Murillo fue editor de Adelaida García Morales y tiene en su poder el último libro de la escritora, Crónicas del desamparo, y dos cosas muy claras.
Primero, que cuando llegue el momento de publicarlo hablará con su familia porque ha pasado tanto tiempo desde que ella se lo envió que no se considera con el derecho a pasar por alto su opinión.
La segunda cosa que tiene clara es que, si le hubiese llegado a él el manuscrito de Elvira Navarro y le hubiese gustado, “habría decidido publicarlo”.
Eso sí, “no hubiera parado”, dice, “hasta convencerla de que era un error poner ese título por muy comercial que fuera, que lo es como ya se ha notado”.
¿Cuánto ha vendido? Es una incógnita.
Literatura Random House, que ha rehusado participar en este reportaje, no da cifras. “Es”, dicen, “una política de Bertelsmann”, el grupo al que pertenece.
Las editoriales se enfrentan, generalmente, con cautela al fenómeno.
“Es complicadísimo para nosotros porque ficción y no ficción están cada vez más entrelazadas y muchas veces no sabes dónde te encuentras”, dice Sigrid Kraus, editora de Salamandra.
Y cita Ante todo no hagas daño, del neurocirujano Henry Marsh, que cuenta historias reales de operaciones que ha practicado a lo largo de su carrera con una narrativa que fácilmente podría confundirse con la ficción.
“Yo creo que siempre hay que preguntar a los aludidos y que se ha de respetar su opinión”.
El debate se le planteó en su vida personal ante un libro que revelaba el pasado de su abuelo.
Hubo un familiar que no quiso que se publicara, así que se hizo exclusivamente para la familia.
Salamandra trabaja solo con traducciones y prudencia cuando las obras les sitúan en terreno minado.
Kraus cuenta el dilema que se les ha planteado con Historia de la violencia, de Édouard Louis, que verá la luz en 2017.
El autor francés fue víctima de una violación y da en el libro información sobre el agresor, quien le demandó en su país.
La editora de la saga Harry Potter trasladó su dilema al abogado, que concluyó que no había problema en publicar el libro porque los datos eran vagos y hacían inviable la identificación del violador. “Me parece bien que haya debate para que no publiquemos sin pensar”, señala Kraus.
¿Se publica sin pensar? “Internet nos está haciendo daño a todos, lo mismo a las editoriales que a los medios, y a veces nos lanzamos sin parar a reflexionar”.
Es entonces cuando existe el riesgo de que la literatura duela.
Y nadie está a salvo.
Koch está escribiendo un libro sobre un alcalde de Ámsterdam figurado.
“Como personajes secundarios aparecen Françoise Hollande, Barack Obama y Bill Clinton”, dice. “Pero creo que es mejor no avisarles”.
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