El eufemismo “diferencias irreconciliables” alegado por Jolie para pedir el divorcio a Pitt oculta la piel, las vísceras y los pelos que se deja toda pareja en una ruptura.
Brad Pitt y Angelina Jolie. cordon press
Siempre me ha fascinado la capacidad de los americanos, perdón,
estadounidenses, para ponerle un nombre aséptico y políticamente
ultracorrecto a conceptos y situaciones que casi siempre implican sangre
y sudor e, indefectiblemente, lágrimas.
Fuego amigo, peligro inminente, daños colaterales.
Pero si hay uno que me maravilla, por exacto a la par que elusivo, es el de “diferencias irreconciliables” para describir la causa de un divorcio.
A los que, por edad provecta, nos horrorizamos al tiempo que nos erotizamos con la escena cumbre de La guerra de los Rose, con ese Michael Douglas y esa Kathleen Turner en el apogeo de su tormentosa separación –y de su gancho sexual, todo hay que decirlo- pugnando abrazados como lapas para no romperse la crisma encaramados a la lámpara de araña símbolo de sus años de matrimonio, no nos la dan con tamaña elipsis.
¿Diferencias irreconciliables, de qué? En toda ruptura, menos quizá, y está por ver, en la de Pedro Sánchez y Susana Díaz, los dos, o al menos uno de los miembros de la pareja, se dejan piel, vísceras y marañas de pelos en la gatera.
Apuesto que la de Brad Pitt y Angelina Jolie no es ninguna excepción a esa ley de vida.
“Diferencias irreconciliables” es el motivo que ha alegado Jolie para presentar la demanda de divorcio contra Pitt en la Corte de Los Ángeles.
Todo muy legal, todo muy formal, todo muy de mentira.
La verdad, obviamente, solo la conocen ellos.
El paraíso y el infierno, por no hablar del limbo nuestro de cada día, no están ni arriba ni abajo, sino detrás de las cerraduras, ya sean de las chabolas de El Gallinero o las de los chateaux del Loira. Lo que sabemos es lo que ha trascendido.
Que una bellísima actriz de Hollywood, madre de seis bellísimos hijos, le exige el divorcio a su bellísimo esposo y padre de los bellísimos antedichos.
Nada nuevo bajo el firmamento, aunque sea ese donde dicen que hay más estrellas que en el cielo.
Lo nuevo, no tanto en realidad –también se separaron la bellísima Nieves Álvarez y su amantísimo esposo italiano, por no hablar de Carlos y Diana y otros royals herederos o eméritos–, es nuestro sentimiento de estupor y de estafa al respecto. ¿Cómo ha podido pasar?, nos preguntamos.
¿Cómo algo tan ideal y perfecto ha podido acabar en algo tan vulgar y ordinario como un divorcio contencioso?, alucinamos, como si hubiéramos nacido hace un nanosegundo.
El caso es que teníamos todas las pistas sobre el tablero.
Fuego amigo, peligro inminente, daños colaterales.
Pero si hay uno que me maravilla, por exacto a la par que elusivo, es el de “diferencias irreconciliables” para describir la causa de un divorcio.
A los que, por edad provecta, nos horrorizamos al tiempo que nos erotizamos con la escena cumbre de La guerra de los Rose, con ese Michael Douglas y esa Kathleen Turner en el apogeo de su tormentosa separación –y de su gancho sexual, todo hay que decirlo- pugnando abrazados como lapas para no romperse la crisma encaramados a la lámpara de araña símbolo de sus años de matrimonio, no nos la dan con tamaña elipsis.
¿Diferencias irreconciliables, de qué? En toda ruptura, menos quizá, y está por ver, en la de Pedro Sánchez y Susana Díaz, los dos, o al menos uno de los miembros de la pareja, se dejan piel, vísceras y marañas de pelos en la gatera.
Apuesto que la de Brad Pitt y Angelina Jolie no es ninguna excepción a esa ley de vida.
“Diferencias irreconciliables” es el motivo que ha alegado Jolie para presentar la demanda de divorcio contra Pitt en la Corte de Los Ángeles.
Todo muy legal, todo muy formal, todo muy de mentira.
La verdad, obviamente, solo la conocen ellos.
El paraíso y el infierno, por no hablar del limbo nuestro de cada día, no están ni arriba ni abajo, sino detrás de las cerraduras, ya sean de las chabolas de El Gallinero o las de los chateaux del Loira. Lo que sabemos es lo que ha trascendido.
Que una bellísima actriz de Hollywood, madre de seis bellísimos hijos, le exige el divorcio a su bellísimo esposo y padre de los bellísimos antedichos.
Nada nuevo bajo el firmamento, aunque sea ese donde dicen que hay más estrellas que en el cielo.
Lo nuevo, no tanto en realidad –también se separaron la bellísima Nieves Álvarez y su amantísimo esposo italiano, por no hablar de Carlos y Diana y otros royals herederos o eméritos–, es nuestro sentimiento de estupor y de estafa al respecto. ¿Cómo ha podido pasar?, nos preguntamos.
¿Cómo algo tan ideal y perfecto ha podido acabar en algo tan vulgar y ordinario como un divorcio contencioso?, alucinamos, como si hubiéramos nacido hace un nanosegundo.
Esa pareja
era, como todas, una bomba de relojería.
Unas explotan tarde o
temprano, otras alcanzan un ralentí confortable para ambas partes y,
otras, cada vez menos, mantienen la tensión indefinidamente a base de
acelerones y frenazos.
Ahí había una mujer compleja, a ojos vista, y un
hombre complejo, no tan a las claras.
Una mujer con dos divorcios a la
espalda, capaz de adoptar a dos hijos sola antes de procrear otros tres con su último marido, y de mutilarse los pechos, los ovarios y el útero para evitar un cáncer genético
que se llevó a su madre y a su tía por delante.
Y un hombre con un
matrimonio interrumpido a las bravas con otra idolatrada princesa de
Hollywood y una presunta reputación de no hacerle ascos a las
tentaciones femeninas y determinadas drogas blandas. Todo eso había.
Y, entre una y otro, campaban seis críos de varias
razas y edades, de adolescentes a parvulitos, dando toda la guerra que
se les supone por razón de su cargo.
La suerte, cualquier suerte, estaba
echada.
Ahora saldrán todos los trapos sucios.
Todos los dimes y diretes. Que si Brad fue infiel con una actriz francesa.
Que si Brad le da al frasco. Que si Brad gritó y golpeó a los niños en un vuelo privado.
Que si Angelina ha colmado el vaso de su discutible paciencia. Que si Angelina es inflexible. Que si a Angelina hay que echarle de comer aparte.
Lo de casi siempre, vamos.
Lo nuevo, insisto, es nuestro infantil rasgado de vestiduras.
Henos aquí, ilusos, haciéndonos cruces de lo que estaba cantado. Mientras las redes se llenan de memes con más o menos gracia con los divinos Brad y Angelina volviendo al mercado de enésima mano, los humanos suspiramos por el enésimo final desgraciado del enésimo cuento de príncipes y princesas.
Todos los dimes y diretes. Que si Brad fue infiel con una actriz francesa.
Que si Brad le da al frasco. Que si Brad gritó y golpeó a los niños en un vuelo privado.
Que si Angelina ha colmado el vaso de su discutible paciencia. Que si Angelina es inflexible. Que si a Angelina hay que echarle de comer aparte.
Lo de casi siempre, vamos.
Lo nuevo, insisto, es nuestro infantil rasgado de vestiduras.
Henos aquí, ilusos, haciéndonos cruces de lo que estaba cantado. Mientras las redes se llenan de memes con más o menos gracia con los divinos Brad y Angelina volviendo al mercado de enésima mano, los humanos suspiramos por el enésimo final desgraciado del enésimo cuento de príncipes y princesas.
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