En otras culturas periodísticas (y políticas) los políticos no dejan a los informadores con la palabra en la boca.
En España hay la costumbre que hizo famoso a Manuel Fraga
Iribarne, que amaba Inglaterra pero no sus modales.
Fue ministro de Información, nada menos; sus ruedas de prensa eran como las notas de su ministerio y como las notas de sus memorias, escuetas como el estilo militar que reinaba.
Cuando respondía y no abroncaba era día de fiesta en su corazón, pero casi nunca era día de fiesta en su corazón.
Ni en democracia cambió sus modales.
Las cosas han cambiado algo, pero no tanto.
El presidente en funciones inventó el concepto de plasma para acentuar su lejanía, se somete a preguntas en el extranjero, y poco entre nosotros, y no se muestra en general contento con lo que le preguntan excepto si le resultan cómplices las cuestiones.
Hay un dicho que hizo famoso Mario Benedetti: “Cuando teníamos las respuestas nos cambiaron las preguntas”.
Eso es lo que hace Rajoy, y no solo él.
Los políticos devuelven la pregunta o le dan la vuelta para responder lo que les da la gana.
Esas circunstancias han acostumbrado mal a los políticos y a los periodistas.
Como estos no obtienen respuestas que puedan resultar interesantes para el público, hacen varias por si aciertan con alguna en la diana de la política.
En otras culturas periodísticas (y políticas) las preguntas se hacen una a una, los políticos las entienden como parte imprescindible de su oficio y no dejan a los periodistas con la palabra en la boca.
Aquí, donde ahora hay una rueda de prensa cada vez que se produce una reunión, los políticos convocan a los periodistas hasta para leerles un comunicado.
Pasó el domingo con César Luena, del PSOE, que cumplió con la expectación habida después de los resultados electorales en Euskadi y Galicia leyendo un comunicado que bien pudo haber sido enviado por Internet.
Gabriel García Márquez dijo en 1995 en la Escuela de Periodismo UAM/EL PAÍS que él odiaba las conferencias de prensa porque todos iban a ellas con preguntas ya hechas mil veces, “no saben que está prácticamente todo dicho”.
Las preguntas ya hechas, y las respuestas ya repetidas, habría que añadirle al maestro.
Y habría que juntar a estos hábitos uno que es muy nuestro, de los periodistas: juntar preguntas o lanzar excursos interminables con los que apabullamos al que tiene que responder.
Una pregunta sencilla vale más que mil palabras.
Y desconcierta más que un discurso.
Esa otra costumbre, la del papelito que prohíbe las preguntas, ha oscurecido la relación de los periodistas políticos con sus fuentes naturales, y es lógico que cuando tienen la oportunidad de hacer una pregunta hacen hasta cuatro concatenadas por ver si rompen el muro de lugares comunes reiterativos con que los acogen los preguntados.
Así que a los periodistas no se les debía culpar del amontonamiento, pero es cierto que si huyeran de él las respuestas serían al menos más comprometidas o más nítidas, o en todo caso menos barrocas.
Fue ministro de Información, nada menos; sus ruedas de prensa eran como las notas de su ministerio y como las notas de sus memorias, escuetas como el estilo militar que reinaba.
Cuando respondía y no abroncaba era día de fiesta en su corazón, pero casi nunca era día de fiesta en su corazón.
Ni en democracia cambió sus modales.
Las cosas han cambiado algo, pero no tanto.
El presidente en funciones inventó el concepto de plasma para acentuar su lejanía, se somete a preguntas en el extranjero, y poco entre nosotros, y no se muestra en general contento con lo que le preguntan excepto si le resultan cómplices las cuestiones.
Hay un dicho que hizo famoso Mario Benedetti: “Cuando teníamos las respuestas nos cambiaron las preguntas”.
Eso es lo que hace Rajoy, y no solo él.
Los políticos devuelven la pregunta o le dan la vuelta para responder lo que les da la gana.
Esas circunstancias han acostumbrado mal a los políticos y a los periodistas.
Como estos no obtienen respuestas que puedan resultar interesantes para el público, hacen varias por si aciertan con alguna en la diana de la política.
En otras culturas periodísticas (y políticas) las preguntas se hacen una a una, los políticos las entienden como parte imprescindible de su oficio y no dejan a los periodistas con la palabra en la boca.
Aquí, donde ahora hay una rueda de prensa cada vez que se produce una reunión, los políticos convocan a los periodistas hasta para leerles un comunicado.
Pasó el domingo con César Luena, del PSOE, que cumplió con la expectación habida después de los resultados electorales en Euskadi y Galicia leyendo un comunicado que bien pudo haber sido enviado por Internet.
Gabriel García Márquez dijo en 1995 en la Escuela de Periodismo UAM/EL PAÍS que él odiaba las conferencias de prensa porque todos iban a ellas con preguntas ya hechas mil veces, “no saben que está prácticamente todo dicho”.
Las preguntas ya hechas, y las respuestas ya repetidas, habría que añadirle al maestro.
Y habría que juntar a estos hábitos uno que es muy nuestro, de los periodistas: juntar preguntas o lanzar excursos interminables con los que apabullamos al que tiene que responder.
Una pregunta sencilla vale más que mil palabras.
Y desconcierta más que un discurso.
Esa otra costumbre, la del papelito que prohíbe las preguntas, ha oscurecido la relación de los periodistas políticos con sus fuentes naturales, y es lógico que cuando tienen la oportunidad de hacer una pregunta hacen hasta cuatro concatenadas por ver si rompen el muro de lugares comunes reiterativos con que los acogen los preguntados.
Así que a los periodistas no se les debía culpar del amontonamiento, pero es cierto que si huyeran de él las respuestas serían al menos más comprometidas o más nítidas, o en todo caso menos barrocas.
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