Otros desaparecidos no son tan jóvenes ni tan guapos ni tan poderosos y no les echamos tanta cuenta.
Tengo dos adolescentes, apiadaos de nosotras.
De mí, por madre trabajadora, hiperprotectora y ansiosa —valgan las redundancias—, bregando con dos mujercitas que exigen pista libre en la calle al tiempo que wifi y alpiste en casa.
De ellas, por hijas tan modelo como rebeldes, hartas de pan y hambrientas de vida —valgan los oxímoron—, lidiando a la vez con la vieja de su madre y sus hormonas salvajes; las hormonas de las tres, se entiende.
Solo quien la vive en vivo sabe de qué va esa película.
Esa aventura, esa comedia, ese dramón, ese thriller. Ese parto continuo, con sus dolores y sus gozos.
La desaparición de Diana Quer López-Pinel en una noche de fiesta ha puesto bajo la lupa la intimidad de una familia de aquí y ahora. Por eso, si no somos de fibra óptica, además de conmovernos y angustiarnos, nos fascina.
Otros desaparecidos no son tan jóvenes ni tan guapos ni tan poderosos y no les echamos tanta cuenta.
Pero en este caso todos tenemos una opinión y, a veces, apesta.
No hay más que ver los comentarios que suscita cualquier novedad al respecto.
Que si una chica nunca debería ir sola por semejante paraje. Que si esos pantalones a media nalga que llevan 9,5 de cada 10 chavalas son inapropiados.
Que si la madre, que si el padre, que si la hermana.
Siempre hay alguien mostrándonos el recto camino desde el púlpito de su superioridad moral y de la otra.
Yo lo que veo es a una madre y a un padre y a una hermana acusando la ausencia de una mujer mayor de edad que sigue siendo la niña de sus ojos.
Mientras los periodistas aireamos sus dimes y diretes sin plantearnos si los vendemos porque nos los compran o si nos lo compran porque los vendemos, muchos probos ciudadanos creen que eso nunca les pasaría a ellos.
Bien: a mí podría pasarme.
Diana podría ser mi hija. Por eso, como con las mías, rezo lo que recuerdo con fervor de atea para que la película no acabe de mala manera.
De mí, por madre trabajadora, hiperprotectora y ansiosa —valgan las redundancias—, bregando con dos mujercitas que exigen pista libre en la calle al tiempo que wifi y alpiste en casa.
De ellas, por hijas tan modelo como rebeldes, hartas de pan y hambrientas de vida —valgan los oxímoron—, lidiando a la vez con la vieja de su madre y sus hormonas salvajes; las hormonas de las tres, se entiende.
Solo quien la vive en vivo sabe de qué va esa película.
Esa aventura, esa comedia, ese dramón, ese thriller. Ese parto continuo, con sus dolores y sus gozos.
La desaparición de Diana Quer López-Pinel en una noche de fiesta ha puesto bajo la lupa la intimidad de una familia de aquí y ahora. Por eso, si no somos de fibra óptica, además de conmovernos y angustiarnos, nos fascina.
Otros desaparecidos no son tan jóvenes ni tan guapos ni tan poderosos y no les echamos tanta cuenta.
Pero en este caso todos tenemos una opinión y, a veces, apesta.
No hay más que ver los comentarios que suscita cualquier novedad al respecto.
Que si una chica nunca debería ir sola por semejante paraje. Que si esos pantalones a media nalga que llevan 9,5 de cada 10 chavalas son inapropiados.
Que si la madre, que si el padre, que si la hermana.
Siempre hay alguien mostrándonos el recto camino desde el púlpito de su superioridad moral y de la otra.
Yo lo que veo es a una madre y a un padre y a una hermana acusando la ausencia de una mujer mayor de edad que sigue siendo la niña de sus ojos.
Mientras los periodistas aireamos sus dimes y diretes sin plantearnos si los vendemos porque nos los compran o si nos lo compran porque los vendemos, muchos probos ciudadanos creen que eso nunca les pasaría a ellos.
Bien: a mí podría pasarme.
Diana podría ser mi hija. Por eso, como con las mías, rezo lo que recuerdo con fervor de atea para que la película no acabe de mala manera.
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