El largometraje reformula la historia de un personaje con síndrome de Asperger como una suerte de ser mágico capaz de transformar el destino de quienes le rodean.
Quinto largometraje como director del prolífico guionista Éric Besnard, Pastel de pera con lavanda
se cierra con un rótulo en el que se lee: Basado en un cuento de hadas
real.
El rótulo encierra una paradoja y probablemente funcione también como una falsa pista, porque el cineasta, lejos de transformar en relato cinematográfico una historia real, lo que intenta ahí es dar fe de la exhaustiva labor de documentación sobre el autismo que, en colaboración con su propia esposa psicóloga, le sirvió para construir el personaje que encarna Benjamin Lavernhe: un enigma con síndrome de Asperger que el relato reformulará como una suerte de hombre mágico capaz de transformar las miradas —y de paso, el destino— de quienes le rodean.
En Pastel de pera con lavanda, una granjera viuda que intenta defenderse del acoso de los bancos vendiendo merveilles (el dulce del título) en el mercado local colisiona (literalmente) con Pierre, un tipo entre la gelidez de la base de datos andante y el desvalimiento del niño perdido que acabará definiéndose como su improbable interés romántico.
Besnard invierte un cierto esfuerzo en que el sentimentalismo no se desborde, pero no logra camuflar que lo que está ofreciendo responde, punto por punto, a ese modelo de película balsámica, tranquilizadora y empeñada en no buscarse problemas —y en no planteárselos al público— que el reciente cine francés está explotando hasta el agotamiento.
Besnard intenta hacer una película sensorial, pero cae en ese modelo de imagen que linda con la cursilería publicitaria de un anuncio de yogures o de esa miel industrial que se disfraza de miel de aldea.
En ocasiones, la cámara sigue la mano de Pierre sobrevolando los tallos de ese edénico entorno campestre, redundando en uno de esos tópicos visuales que necesitarían de otro tipo de talento para ser redimibles.
El rótulo encierra una paradoja y probablemente funcione también como una falsa pista, porque el cineasta, lejos de transformar en relato cinematográfico una historia real, lo que intenta ahí es dar fe de la exhaustiva labor de documentación sobre el autismo que, en colaboración con su propia esposa psicóloga, le sirvió para construir el personaje que encarna Benjamin Lavernhe: un enigma con síndrome de Asperger que el relato reformulará como una suerte de hombre mágico capaz de transformar las miradas —y de paso, el destino— de quienes le rodean.
En Pastel de pera con lavanda, una granjera viuda que intenta defenderse del acoso de los bancos vendiendo merveilles (el dulce del título) en el mercado local colisiona (literalmente) con Pierre, un tipo entre la gelidez de la base de datos andante y el desvalimiento del niño perdido que acabará definiéndose como su improbable interés romántico.
Besnard invierte un cierto esfuerzo en que el sentimentalismo no se desborde, pero no logra camuflar que lo que está ofreciendo responde, punto por punto, a ese modelo de película balsámica, tranquilizadora y empeñada en no buscarse problemas —y en no planteárselos al público— que el reciente cine francés está explotando hasta el agotamiento.
Besnard intenta hacer una película sensorial, pero cae en ese modelo de imagen que linda con la cursilería publicitaria de un anuncio de yogures o de esa miel industrial que se disfraza de miel de aldea.
En ocasiones, la cámara sigue la mano de Pierre sobrevolando los tallos de ese edénico entorno campestre, redundando en uno de esos tópicos visuales que necesitarían de otro tipo de talento para ser redimibles.
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