Quique Setién pilota un equipo que llega a lo más alto de la tabla 38 años después y evoca los años dorados de una escuela futbolística singular.
Las Palmas está en lo alto de la tabla de Primera División y eso no sucedía desde hace 38 años cuando comenzó el campeonato con tres victorias, ocho goles a favor y tres en contra.
Ahora le han bastado dos partidos para sumar un gol más y volver a un liderato que muestra para el club un futuro de esperanza y al tiempo ayuda a evocar un glorioso pasado porque el equipo regresa al escaparate del éxito con una señas de identidad que siempre fueron bandera, por más que durante décadas esa enseña se exhibiera lejos de la isla.
Valerón, David Silva, Manuel Pablo, Juanito, Alexis, Rubén Castro, Vitolo o Jesé partieron en su día para perpetuar el mito del futbolista canarión, pelotero de calle, de cabeza levantada, pausa, técnica depurada y gambeta sudaméricana.
“Las Palmas es un buen destino para mí, un sitio donde me entienden”, no cesa de apuntar Quique Setién, el técnico que ha tomado el relevo de Miguel Muñoz, entrenador del equipo aquel otoño de 1978.
Setién nació y se curtió en un entorno muy diferente, pero entiende el juego como si lo hubiese conocido en Vegueta o Las Canteras. “Ahora a los niños les enseñan a hacer coberturas, a bascular y presionar, pero no les dejan regatear.
Y siempre se privilegia al que es fuerte y alto”, apunta cuando se le pregunta por el fútbol que nace. Así que el pasado mes de abril se acabó de convencer de que estaba en el lugar adecuado: en el primer minuto de un importante partido en casa contra el Valencia, Aythami cedió el balón a Javi Varas, el portero lo controló y se orientó hacia el flanco opuesto para jugar con Lemos, el otro central.
Por el camino se interpuso Rodrigo, se quedó la pelota y adelantó a los levantinos.
No brotó ni un reproche desde la grada. Las Palmas remontó aquel marcador tras una exhibición de fútbol de ataque combinativo.
“La respuesta de la gente fue algo maravilloso”, confesaba días después el técnico, que paladeó durante bastante tiempo aquella tarde.
Había llegado al equipo porque en la octava jornada le habían mostrado la puerta de salida a Paco Herrera, el entrenador que había llevado al club a Primera después de trece años de abstinencia, una alerta sobre la exigencia que le aguardaba.
Lo salvó con suficiencia, ganó cuatro partidos de los 17 primeros que dirigió en la liga, pero después solo perdió cuatro de 13, tres de ellos cuando ya la temporada estaba sustanciada.
Y aún así no renovó hasta obtener unas garantías que tienen que ver con su manera de ver el fútbol y la vida. Setién de define como un tipo especial, poco digerible por cualquier directivo de estómago delicado. “Entenderme a mí no es fácil porque los resortes que me mueven no pasan por grandes aspiraciones. Me basta con ser feliz y entrenar a gusto, que las cosas se acomoden a mi manera de ser”, reconoce.
Lejos de la popularidad y del aplauso fácil, vecino a una sinceridad no siempre bien ponderada en el mundo de la pelota, tantas veces incomprendido, Setién estuvo muy próximo a ese ideal de felicidad durante su estancia en Lugo, un destino inopinado para un exfutbolista con pedigrí.
Estaba en el mercado y nadie le llamaba. Lo hizo Carlos Mouriz, durante años director general de un club que languidecía entre Tercera y Segunda B.
En esa categoría llegó Setién. Agoreros y expertos le dijeron que en ese contexto y con los jugadores de ese nivel, no podía llevar el balón al piso y jugarlo desde atrás.
Mouriz le creyó. Subió a Segunda, lo mantuvo durante tres temporadas y cuando llegó un nuevo dueño con el que no podía entenderse hizo la maleta.
Ya lo había hecho tiempo atrás en el Racing, el club de su vida, tras la irrupción de Piterman.
“Mi idea de fútbol es innegociable, no voy a cambiar mi forma de jugar nunca”, avisó nada más llegar.
Así que bajó el balón al piso, pidió apoyos para avanzar con la pelota, moverla y someter al rival en su campo, demandó a cada futbolista que asumiera la responsabilidad de buscar al compañero y trató de que entendiesen el beneficio de salir desde el fondo con el balón controlado.
Quien sienta miedo y perciba la pelota como objeto del que deshacerse no tiene futuro en su equipo.
Y a partir de ahí en Las Palmas hay una historia que defender, un legado.
Aquel equipo líder en 1978 venía de ser finalista en la Copa del Rey y un año atrás había acabado cuarto en la liga con un grupo pilotado por jugadores de la casa y trufado, en cada línea, por cuatro inolvidables argentinos, Carnevalli, Wolff, Brindisi y Morete.
Con ellos había remontado Las Palmas la desgracia que sucedió a sus mejores años.
En 1968 el equipo, con Luis Molowny al mando, acabó tercero y un año después fue subcampeón de Liga.
Dos de los mejores futbolistas de aquel grupo, Juan Guedes y Tonono, fallecieron por enfermedad mientras estaban en activo, tres y siete años después.
A Guedes le llamaban El Mariscal, zurdo de poderosa zancada y mentón alzado en la carrera.
Tonono era un central elegante, dueño del espacio, tan preciso para salir al corte que le apodarón El Omega. El Maestro era Germán Dévora, un diez con gol.
Estuvo sobre el césped durante aquella década y ahora es el presidente de honor de la entidad.
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