El sabio ignorante se comporta en todas las cuestiones que ignora “con
toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio”.
LO BUENO de no leer es que, digas lo que digas, casi siempre te
parece que lo que dices es muy original.
Lo malo de leer es que, digas
lo que digas, en cuanto te descuides acabas descubriendo que incluso las
cosas que te parecen más originales ya se habían dicho mucho antes de
que tú las dijeses. Conclusión: si quieres seguir sintiéndote muy
inteligente, no leas, amigo lector, no leas.
Hace unas semanas publiqué en esta columna un artículo titulado La barbarie de la literalidad,
donde anuncié la invasión del mundo por una nueva especie: los tontos
cultos;
pues bien, hace 90 años Ortega escribió un texto titulado La barbarie del ‘especialismo’, donde anunció la invasión del mundo por una nueva especie: los sabios ignorantes.
No es lo mismo, de acuerdo, pero se parece.
Para Ortega, el sabio ignorante era el especialista, es decir, el hombre que sabe
muy bien su mínimo rincón del universo, pero ignora de raíz todo el
resto, lo que lo convierte en un sabio superficial y un ignorante
profundo, incapaz de dotar de un sentido genérico a su ínfima parcela de
conocimiento; también lo convierte en el prototipo del hombre-masa, uno
de los conceptos más divulgados y peor entendidos de Ortega, porque no
se refiere a una clase social sino a una clase de hombre caracterizado
por la falta de humildad intelectual y por la incapacidad para escuchar y
para someterse a instancias superiores: el sabio ignorante se comporta
en todas las cuestiones que ignora “no como un ignorante, sino con toda
la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio”. Hace un año
pasé seis semanas felices en Oxford, dictando un ciclo de conferencias.
Dos cosas me llamaron la atención: la primera es que a mis rollos
literarios asistían todo tipo de gentes, incluidos filósofos,
historiadores, antropólogos o politólogos, lo que resulta casi
impensable en la universidad española; la segunda es que el propio
diseño de la universidad es una declaración de principios contra la
barbarie del “especialismo”: la prueba es que no está organizada por
departamentos o facultades –es decir, por especialidades–, sino por colleges
donde conviven expertos en todas las materias y donde uno desayuna con
un biólogo, come con un latinista y cena con un matemático.
Nadie está
diciendo que no haya que especializarse; lo que digo es que no basta con
saber mucho de una cosa: hay que saber mucho de una cosa y un poco de
muchas, porque sólo en el contexto de éstas tiene un sentido aquélla.
Por lo demás, para Ortega el sabio ignorante estaba confinado al ámbito
de la ciencia; hoy, en cambio, los tontos cultos están por doquier,
empezando por las llamadas ciencias sociales y humanas. De hecho, la
misma denominación delata la tontería culta, porque uno de los síntomas
inequívocos de ésta son las pretensiones de cientificidad;
la expresión
ciencias sociales (no digamos humanas) contiene casi un oxímoron: sólo
en un sentido lato o metafórico se puede hablar de ciencia cuando se
trata de la sociedad (no digamos de los hombres) y casi nada tiene de
científico el estudio de los fenómenos sociales (no digamos humanos).
La política, por ejemplo.
Ninguna peluquera tiene un juicio más certero
sobre física o matemáticas que el más humilde físico o matemático, pero
Maite, mi peluquera de Verges, acertó de lleno el resultado de las
últimas elecciones generales cuando todos los politólogos se
equivocaron. Hablo en serio: lean El juicio político de los expertos,
un libro donde Philip E. Tetlock demuestra con datos abrumadores que
los aciertos de los especialistas no superan los de gente corriente y
bien informada.
Esto no significa que no haya que escuchar a los
expertos; lo que significa es que, salvo cuando se trata de ciencias
auténticas, nadie puede ahorrarle a nadie el trabajo de forjarse un
juicio propio.
Y, por cierto, que después de todo la democracia no es
tan mala idea.
Nadie puede ahorrárnoslo.
Y menos que nadie, amigo lector, los sabios
ignorantes o los tontos cultos, que son de lejos la peor especie de
tontos e ignorantes, porque ni siquiera sospechan lo que son y por tanto
no pueden poner remedio a su tara.
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