Juan
García Hortelano, Carlos Barral, Gabriel García Márquez, Mario Vargas
Llosa, Isabel Mirete, Salvador Clotas y J. M. Castellet, 1970.
Fotografía cortesía de Planeta de Libros.
Publicado por Raúl Cazorla
Juan
García Hortelano, Carlos Barral, Gabriel García Márquez, Mario Vargas
Llosa, Isabel Mirete, Salvador Clotas y J. M. Castellet, 1970.
Fotografía cortesía de Planeta de Libros.
1. Los rivales
Dar
premios es fácil, lo complicado es que nos pongamos de acuerdo en los
elegidos —como los trabajadores de la tienda de discos de Alta fidelidad,
que componían listas en torno a los criterios más disparatados— y, si
bien no existen razones para que los libros, los discos, las pelis,
compitan entre sí, aunque no exista tal cosa como «La mejor novela
española de los últimos cincuenta años», supongo que hacen falta de vez
en cuando carteles, anuncios de neón, campanadas. Quién teme al premio
feroz, me pregunté una vez, cuando en principio solo parece haber
ventajas en los concursos:
ganan los premiados, los medios tienen un
estupendo evento informativo, la editorial consigue la carta de la
promoción, los lectores escuchan nuevos nombres.
Los únicos que pierden,
claro, son los no premiados, qué tontería más obvia, pues esta falta de
reconocimiento público se convierte en ocasiones en causa de ostracismo
editorial, criba de lectores o, peor aún, un progresivo silencio
literario según pasan los años.
A
la hora de seleccionar el título de este artículo, yo ya había decidido
mucho tiempo antes, sin pasar por ningún complejo sistema de selección,
cuál era, a mi juicio, la mejor novela española de los últimos
cincuenta años («española» se usa aquí solamente con su valor de
gentilicio, por supuesto). Hice trampas, pues.
Mi objetivo no es la
tiranía de los nombres —la jerarquía en la literatura es absurda—, sino
conseguir su atención sobre esta novela, que hablemos de por qué es
excepcional y merece más lectores, aunque hayan pasado cuarenta y cuatro
años desde su publicación.
No hace falta consenso, al fin y al cabo:
esto no es una lección de anatomía, solo juegos de palabras.
Para
aligerar la trifulca, para que este texto no fuera un repaso al canon
de los últimos cuarenta años, por el que aún tiene que pasar tiempo, me
he centrado en los grandes títulos de los sesenta (solo a partir de
1966) y setenta, el periodo de la gran eclosión de la narrativa española
a mi juicio, impulsada por el boom editorial de la narrativa latinoamericana, y las décadas de la gran transformación social y cultural de la Península.
Empecemos con los santones.
Tiempo de silencio de Luis Martín Santos,
quizá la novela más radical estilísticamente publicada en los sesenta
en España, se queda fuera del debate porque su primera edición es de
1961; Cela publicó durante esas décadas dos de sus novelas más reconocidas, San Camilo, 1936 (1969) y Oficio de tinieblas 5 (1973); Miguel Delibes, mucho más prolífico, publicó entre otras la famosa Cinco horas con Mario (1966; Las ratas
es de 1962).
Cualquiera de estas merecería el título, supongo, pero ya
hemos dicho que a los consagrados no les hace falta más publicidad
gratuita, así que, ¿para qué seguir?
Además, creo ya haber insinuado lo
suficiente que este premio obedece a mi falible criterio, y la verdad es
que ni Cela, que es un prodigioso maestro de la lengua castellana, ni
Delibes, un narrador nato con un prodigioso oído para el castellano,
están entre mis clásicos personales. A cada cual, lo suyo, que decía Sciascia.
Una de las que puntúan más alto de aquellos años para mí es Parte de una historia (1967), de Ignacio Aldecoa,
la última novela de su autor antes de su muerte en 1969.
Me sorprende
que no sea más conocida: prodigioso relato ambientado en una isla de
pescadores cercana a Isla Mayor (trasunto ficticio de Lanzarote), está
escrita en una prosa cuidadísima, afilada como un cuchillo, que no cae
nunca en topicazos retóricos ni en simplicidades.
Más famoso como
cuentista, Aldecoa demostró con Parte de una historia que
dominaba el género de la novela (corta) con una soltura apabullante. Lo
que acaso se viera en algún momento como defecto (es una especie de
diario de viaje y, por tanto, se sale del realismo social imperante) se
ha convertido en una de sus grandes virtudes: una novela sobre el
destino inevitable (el individual y también el colectivo) contada con
atmósferas de trazos opresivos y nítidos.
La novela galardonada más previsible sería Si te dicen que caí (1970), de Juan Marsé,
quizá la mejor novela de los últimos cincuenta años si esto fuera la
lista de un jurado académico y no la de un solo lector
. Después de haber
publicado varias novelas magníficas, Marsé decide dejarse la piel en
esta y darlo todo.
Aquí, con una prosa en su plenitud, está concentrado
el microcosmos de su literatura: la necesidad de la invención y del
juego conjugada con la recuperación de la memoria, a menudo también
recreada y ficticia; los personajes desamparados, los buscavidas, los
que pelean por saber quiénes son; y, sobre todo, un narrador portentoso
que fabula entre los recuerdos y la ficción, entre la ilusión de la fuga
y la realidad más descarnada de la posguerra.
A Marsé, en cualquier
caso, no le faltan lectores ni reconocimiento, labrado con un largo
historial narrativo, así que sigo pensando que el premio le hace falta
más al otro.
Imagino que también debería entrar en la disputa cualquiera de las novelas de Benet de este periodo, Volverás a Región (1967) y Una meditación (1970),
aunque yo tengo debilidad por esta última, con esa frase de una
musicalidad hipnótica con la que empieza:
«De entre todas las quintas de
la vega del Torce, al norte de Región, la de mi abuelo, con ser de las
más modestas, era una de las mejor emplazadas».
Maravillosa
descomposición del hilo narrativo, con una voz que juega a la digresión
constante y a las oraciones interminables, Una meditación es una
piedra de sol de nuestra lengua, menos reconocida de lo que se merece,
pese a que a mi juicio pierde por KO contra la ganadora si se valoran
otros factores que debe tener una gran novela, como olfato para rebuscar
en la basura y ahondar en el corazón de los humanos.
A Benet, el grand style, como él siempre reivindicó, le pierde, para bien y para mal.
De las que he leído de Francisco Umbral, otra bestia parda de los setenta, la que más me impresionó con diferencia fue Mortal y rosa (1975),
un bellísimo artefacto a medio camino entre el diario, el libro de
apuntes y el ensayo literario.
Curioso que sea el libro que mejor ha
sobrevivido al prolífico Umbral, un estilo más que un narrador, quizá
porque las páginas escritas a raíz de la muerte de su hijo pequeño están
escritas con una rabia contra la literatura que trasciende la retórica y
el jugueteo verbal que tanto encandilaba a Umbral.
Además, un libro a
veces se cruza en nuestra biografía, tiene el peso de una amistad o de
un suceso, y adquiere un valor de lupa desde la que mirar los placeres y
los días; en mi caso me pasó con Mortal y rosa, así que no soy, no puedo ser, neutral con él.
¿Y Goytisolo?
El eterno desplazado, el más secreto, pese a ser un inmenso dotado para
los vericuetos de la lengua, Goytisolo lleva años haciendo una obra
rigurosa, encarnada en la libertad de la poesía más que en la narración.
De los setenta es nada menos que la trilogía del mal, que incluye esa
belleza llamada Reivindicación del conde Don Julián (1970), de la
que solo recuerdo, sin embargo, la espesura de los signos y un viaje,
bastante solipsista, hacia uno mismo.
Altamente recomendable para
lectores escogidos.
No es mi caso, me temo.
Por cierto, que en 1975 se publicó La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, de la que alguien ha dicho que es la gran novela de los últimos cuarenta años.
Yo, en cambio, que leí en la adolescencia El misterio de la cripta embrujada (1978), y guardo esa lectura como un tiempo de felicidad absoluta, me he quedado a medias con La verdad varias veces. Prometo volver.
Y,
en fin, seguro que hay muchos otros, todos grandes, que ahora no me
vienen a la cabeza o que a lo mejor no he leído, que es lo más probable,
pero, después de todo, esto ya estaba decidido de antemano: de estos
años prodigiosos para la literatura española, la más grande, la más
ambiciosa, la que sacó todo el talento que llevaba su autor dentro, es El gran momento de Mary Tribune, de Juan García Hortelano
. No me digan que no estaba cantado.
2. Juan
Juan García Hortelano, el editor Jaime Salinas y Mario Benedetti, 1982. Fotografía cortesía de Alfaguara.
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