¿Qué es eso del
Batallón Vasco Español?”,
inquirió el rey Juan Carlos al líder de Fuerza Nueva, Blas Piñar. Podía
haber sido una pregunta capciosa, pero más bien era así: la cúpula del
Estado no tenía mucha información sobre
la guerra sucia en plena Transición.
En paralelo, el ministro de la Presidencia, José Manuel Otero Novas,
alertaba a Alfonso Suárez de la resistencia de las organizaciones
paramilitares contraterroristas a someterse al Gobierno y el temor a que
se creara un Estado dentro del Estado. Suárez le decía que estaba en
ello, intentando eliminar una que se conocía como Batallón Vasco
Español.
Había de todo: aparatos parapoliciales, paramilitares, el Ejército,
la ultraderecha, la extrema izquierda anarquista y comunista, el
independentismo vasco, catalán y canario... Silenciada la mayoría de las
veces o usada como espantapájaros,
la violencia política se cobró unos 700 muertos entre 1975 y 1982, en unas 3.200 acciones conflictivas. ¿No influyó todo ello en los resultados políticos? Esa es la pregunta que plantea en
La Transición española: el voto ignorado de las armas
(Pasado & Presente) el historiador Xavier Casals. Y una de las
primeras respuestas es de las que solo se dan en España: sí, el temor a
una involución rebajó las expectativas de la reforma política y moderó
la oposición, pero la desestabilización que buscaba la violencia acabó,
mutatis mutandis, estabilizando el país.
“La violencia generó una gran paradoja: buscaba radicalizar la
situación pero acabo alejando a los extremismos de uno y otro bando, los
dejó fuera del proceso, por lo que se apostó por los partidos que daban
estabilidad; y, por otro lado, los partidarios de la reforma exageraron
esa realidad violenta para jugar a su favor, lo que facilitó la
consolidación de Suárez”, resume Casals. Su trayectoria (es autor, entre
otros títulos, de
La tentación neofascista en España) y la
bibliografía empleada ahora (más de 500 referencias y 133 páginas de
notas) le llevan a afirmar que “la Transición tuvo un punto de azarosa,
pero no hubo una teoría conspirativa, un gran diseño de todo desde las
alcantarillas del Estado: cada episodio tuvo su dinámica propia”.
La matanza de Atocha
Quizá no hubo conspiración, pero lo parece: cada acción violenta
acabó beneficiando el proceso democrático.
El paradigma quizá fue, en el caso de la ultraderecha, la matanza de Atocha (1977),
que solo aceleró lo que se quería impedir: la legalización del Partido
Comunista de España.
El carlismo quedó tocado y hundido con el episodio
sangriento de Montejurra (mayo de 1976): se les vetó concurrir a las
primeras elecciones de 1977 y llegaron muy afectados y divididos a las
de 1979.
El atentado anarquista en la sala Scala de Barcelona en 1978
aceleró la implosión del movimiento.
Aquel mismo año, el intento de
asesinato (con visos de ser orquestado desde el aparato policial del
Estado) del líder del movimiento independentista canario, Antonio
Cubillo, evitó que el proceso de autodeterminación de las islas saltara
al panorama internacional de la ONU.
El Grapo quedó bajo sospecha como
“grupo raro” con el secuestro del político Antonio María de Oriol y el
militar Emilio Villaescusa, pero más criminalizado y residual acabo el
independentismo catalán violento, con los sangrientos secuestros del
empresario Josep Maria Bultó (1977) y del exalcalde de Barcelona Joaquim
Viola y su esposa (1978).
El golpe de Estado del 23-F resultó también
una vacuna contra la deriva pretoriana del Ejército: tras él aguantó sin
más sobresaltos un Gobierno tan débil de la UCD como el de Calvo
Sotelo, cuando hasta entonces el ruido de sables permanente más el
golpismo de papel de la ultraderecha hacían irrespirable la situación,
según Casals.
“Mayormente, son casualidades: el Gobierno no controlaba todo esto
porque los hechos así lo demuestran, pero sí revela que había una
autonomía importante de determinados aparatos del Estado, difíciles de
perfilar y con elementos oscuros que permitieron desde extorsiones a
atentados fabricados desde las entrañas del poder”, resume Casals, que
lo achaca a “querer hacerse una Transición democrática manteniendo todo
el antiguo aparato policial del Estado franquista”
.
El paradigma de ello
sería la figura del comisario Roberto Conesa, turbia estrella de la
lucha antiterrorista de la época.
La traducción política de esa violencia puede incluso entreverse en
la Constitución. Así, la actitud pretoriana del Ejército explicaría su
presencia garante en los artículos 2 y 8.1 de la Ley Fundamental,
mientras que ETA generó, en particular, el 55.2 (la suspensión de
derechos fundamentales por temas de terrorismo).
También parecen
evidentes los réditos en lo económico: Canarias, Euskadi y Navarra,
conflictiva cartografía durante la Transición, gozan hoy de un trato
fiscal distinto, y se deja una puerta abierta a la unión entre Navarra y
el País Vasco, que contrasta con el cerrojo para Cataluña, Valencia y
Baleares, como constata el artículo 145.1. “No se puede documentar una
causa-efecto, pero sin duda abre una reflexión sobre el peso del voto
violento”, cree Casals.
Son muchos los aspectos a estudiar porque la violencia en la
Transición ha quedado un poco en la cuneta historiográfica.
“La
Transición tiene su mito fundacional en la propia Transición, por lo que
no puede darse protagonismo a la violencia: como tal mito, ha de ser
ejemplar y exportable”. Hay hoy más documentación, pero aun así falta
“poder acceder a archivos de los Servicios de Información del Estado o
recuperar papeles como el sumario sobre Montejurra, perdido, o tener una
buena biografía de Conesa”.
Acabadas las 800 páginas del libro, uno no sabe qué vertiente
refuerza de la actual discusión sobre si la Transición fue la única
posible o un lamentable pacto a la baja.
“¿Cómo se podía hacer una
ruptura democrática teniendo un Ejército que ya en 1971 tenía planes
secretos para tomar el poder y frenar la subversión?
Creo que el
resultado fue francamente estimable; visto lo visto, la Transición salió
bien de precio”.
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