David Douglas Duncan
tiene un centenar de años, una partida de nacimiento de Misuri, Kansas,
un hogar en la Costa Azul francesa, un oído por el que apenas oye y dos
ojos con los que fue testigo de la Segunda Guerra Mundial y de las
guerras de Corea y de Vietnam.
Pero David Douglas Duncan tiene, sobre
todo, una Leica con la que pudo captar durante décadas todo aquello que
veía.
Algunos de esos momentos en los que la tierra parece detenerse y
solo la imagen congelada en la fotografía evita que nada ni nadie se
caiga de la maqueta
. Así sucede en esta ocasión.
En la escena se cruzan dos universos. Es 1957 y viajamos en blanco y negro a La Californie, la villa en la que Pablo Picasso vivía entonces con Jacqueline Roque los
años más felices de su vida.
Ahí, de hecho, en la fotografía, está él.
Pequeño, con sus setenta y cinco años, con su escaso pelo blanco, con
pantalón negro y jersey blanco arremangado, con su sempiterno pitillo
Gitanes colgando de la boca.
Ahí está el pintor, el artista, estirando
el brazo derecho, la mano nerviosa, dispuesto, con prisa, con ansia, por
coger algo.
Desde La
Californie se divisaba abajo, en la línea de mar, la costa de Antibes.
El Mediterráneo francés al que a aquel norteamericano de un metro
noventa de altura que era el actor Gary Cooper
tanto le gustaba ir a bucear.
Aquello no tenía nada que ver con su
pueblo natal de Helena, en Montana, en la frontera con Canadá,
territorio a comienzos de siglo de vaqueros, de ladrones de caballos, de
cazadores de lobos y de indios.
Ahí, de hecho, en la fotografía,
también está él.
Con traje claro de lino y con camisa de rayas.
Con sus
cincuenta y seis años. Con su pelo cano. Y con esas manos enormes entre
las que ahora sostiene un objeto que observa.
Como lo observa también
Picasso. Y no es cualquier objeto. Es una pistola. Y no una cualquiera.
Un revólver. Y tampoco uno cualquiera. Un Colt 45.
El de los cowboys. El del Séptimo de Caballería.
Ese con el que, dicen, Samuel Colt, su inventor, había hecho a los hombres iguales.
En la
imagen ambos miran el giro del tambor del arma.
Sus seis balas.
Y la
rotación imprevista en la que se han encontrado dos estrellas que
orbitaban por universos diferentes y paralelos
. O quizá no.
Picasso
andaba aquella época con cambio de vida
. Había comprado La Californie.
Iniciaba su relación con Jacqueline, con quien se casaría cuatro años
después y viviría hasta su muerte, a la que pintaría centenares de
cuadros convirtiéndola en su musa más prolífica.
En aquella época además
de pintar se dedicaba a la cerámica, que había descubierto en el taller
Madoura pocos años antes.
Pero en su retiro francés, el artista
español, el vanguardista europeo, soñaba también con las historias del
Lejano Oeste y adoraba la leyenda de Bufallo Bill.
Cooper
ya era un mito.
El héroe surgido de la Norteamérica de posguerra.
El
hombre que mejor representaba los ideales más puros de su país.
El actor
que había ganado dos Óscar, en 1942 (Sergeant York) y en 1953 (High Noon).
Pero Cooper era también una estrella accidental.
Empezó en el cine
porque a su padre, juez, lo trasladaron a Los Ángeles y él se metió a
trabajar como extra por cinco dólares la jornada.
Después ascendería a
especialista, por diez. Y pocos años después a actor, todavía en ese
cine mudo, convertido en Gary Cooper porque ya había otros dos Frank Cooper,
como realmente se llamaba, en la industria.
Pero a él lo que le gustaba
de verdad era pintar.
Y a ello quería dedicarse hasta que se topó con
las cámaras, las películas y ese cine por fin sonoro al que supo
adaptarse y conquistar.
Aquel
día en La Californie no era la primera vez que se encontraban.
Los había
presentado en el cabo de Antibes años atrás Douglas Duncan, buen amigo
de ambos, consciente de la admiración mutua que se profesaban.
A Cooper
le gustaba viajar al verano francés con su esposa Verónica Balfe y con su hija Maria.
Un año antes visitaba también al español en su taller de cerámica y los retrataba entonces juntos Lee Miller, la mujer que le robó la bañera a Hitler, la fotógrafa de guerra con la que dicen que el pintor intimó más allá del objetivo.
Si se
mira fijamente la fotografía puede escucharse también la conversación
.
Cooper es un gran tirador. Ha disparado siempre
. Comparte jornadas de
caza con su amigo Ernest Hemingway,
quien le ha enseñado a beber en bota y con quien compite por ver quién
bebe más mientras cantan o fuman.
Cooper es un vaquero de verdad metido a
vaquero de película.
Le cuenta a Picasso cómo cargar el revólver, como
sostenerlo, cómo apuntar y cómo disparar.
«Tú no aprietas el gatillo, es
el gatillo el que te aprieta a ti».
Después colocan en el jardín media
docena de latas.
Picasso fuma su pitillo y sostiene el revólver con la
mano derecha como le acaba de enseñar su amigo.
Dispara y falla
. Las
palomas huyen despavoridas.
Dispara y vuelve a fallar. Cuando le toca el
turno al americano, como me contó Douglas Duncan, testigo silencioso
con su Leica, él también dispara y falla.
A propósito. «¡Qué diablos!»,
suelta entonces el actor, «es mucho más sencillo en las películas».
Y
ríen.
Aquel
día en La Californie Cooper recordaba el consejo de Douglas Duncan y le
había hecho caso. «A Picasso le gustan los regalos exóticos…», me contó
el fotógrafo que le dijo al actor.
Y este se presentó en la villa blanca
del pintor con aquel Colt 45 y con el sombrero Stetson que había
llevado en 1945 en la película Saratoga Trunk donde interpretaba al jugador tejano Clinton Maroon.
Picasso y Cooper se entendían.
Eran como dos niños. Así los recuerda aun hoy Maria,
la hija del actor
. Ella se queda con las risas de aquellos momentos,
con cómo en aquellos encuentros a ambos les gustaba bromear.
Cooper le
hablaba a Picasso de toreo, afición también compartida, o le preguntaba
en qué estaba trabajando y le pedía consejo sobre sitios buenos a los
que ir a cenar en Cannes.
A Picasso le gustaba poner a prueba a sus
invitados. «Creo que no le atraía la gente con demasiado ego», me
confesó Maria Cooper sobre el pintor.
El español vestía el sombrero de cowboy
que le habían regalado y el norteamericano le correspondía luciendo la
capa y el sombrero cordobés que su anfitrión tenía en el estudio
. O
ambos lucían gafas de broma con falsos ojos dibujados y posaban juntos
en mitad del taller.
Cooper
era un mito ya del cine. Vivía los últimos años de su vida, aunque aquel
día en La Californie aun no lo sabía
. Hasta 1959 no le detectarían el
cáncer de páncreas y hasta 1960 no le operarían en dos ocasiones.
A
finales de aquel año regresarían el dolor y el cáncer y el médico le
anunciaría que le quedaban menos de seis meses.
Cuando aquella primavera
le dieron su tercer Óscar, el honorífico, y fue su amigo James Stewart quien
acudió a recogerlo por él, el mundo descubrió que su estrella se
apagaba.
El 13 de mayo de 1961 murió.
Durante los últimos años de su
vida se abrazó al catolicismo y acompañó a su esposa y a su hija a la
iglesia. A Maria le decía entonces: «Quiero mejorar, pero si esta es la
voluntad de Dios está bien así». Solo pocas semanas antes de morir le
escuchó quejarse una vez. «¡Joder! Justo ahora que empezaba a saber lo
que es actuar», le dijo.
Hasta
entonces nunca había ido a la iglesia con ellas.
Se quedaba cada domingo
en su taller trabajando en sus maquetas de aviones, fabricando flechas o
arreglando sus coches.
Cooper era un hombre solitario, silencioso y
callado
. «Un ciudadano medio que se ha convertido en una estrella»,
solía definirse él. «¿Qué le pide a un guion?», le había preguntado en
una ocasión un joven actor buscando el consejo del maestro. «Días
libres», la respondió él.
Nada del ego desorbitado de una estrellas.
Nada de ese ego que Picasso, como recordaba Maria, rehuía.
De La
Californie, aquel día que Picasso aprendió a disparar, los Cooper se
marcharon con dos cerámicas, dos fotografías y un cuadro.
Dos años antes
habían iniciado su propia colección de arte y poseían ya obras de Renoir y Gauguin.
Picasso guardó aquel Stetson de vaquero y su nuevo Colt.
Aún luciría en
varias ocasiones el sombrero que le habían regalado
. De solo un año más
tarde es la fotografía en la que el francés André Villers
retrata al pintor con camisa marinera de rayas, con el sombrero puesto,
fumando, claro, su Gitanes, y desenfundando el Colt.
De 1960 es otra
imagen de Douglas Duncan en la que el artista posa esta vez con un
enorme penacho de plumas que también le había llevado Cooper durante
otra visita
. Picasso ha descolgado entonces el rabo de toro regalo de Luis Miguel Dominguín
que cuelga en su estudio, se lo ha colocado bajo el penacho a modo de
larga coleta negra, ha fruncido el ceño y mira ahora de perfil
convertido, como decía, en el apache Gerónimo.
Ya sabía entonces, como le había contado su amigo Gary Cooper, que en las películas es todo siempre mucho más sencillo.
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