Cinesias Entreating Myrrhina to Coition, de Aubrey Beardsley, (DP)
Ese
acto íntimo. El de desnudarse. El de la entrega. El acto de mostrar lo
hermoso y lo feo.
De sacar al seductor o al monstruo.
O a los dos.
Ese
momento de dejarse llevar. Y de tener miedo. De dar. De adentrarse en lo
profundo.
De abrirse. Ese acto de derramarse poco a poco. Midiéndolo.
Buscando su ritmo. Su momento. Su consagración. El placer. O el dolor de
no alcanzarlo.
Ese campo de batalla en el que luchar hasta quedarse
vacío.
Para llenar los ojos del que te mira. Ese subir y ese bajar como
de montaña rusa.
Ese lanzarse hacia la meta. Y saber que la meta no es
la meta.
Que lo importante es lo otro.
Y el otro. Hacerlo. Y seguir. Y
parar. Y volver.
Esa vibración de hechizo cuando todo cuadra.
Cuando las
piezas encajan. Cuando al avanzar sientes que estás en el camino.
Y
volver tras tus pasos hacia el principio del hilo. Y dejarse caer hacía
el final. Sin red.
Sin pensar en el impacto. Con el corazón abierto.
Descarnando el alma.
Ese
acto que tanto se parece al otro.
El acto de escribir. De entregarse a
las palabras como el que se abandona en un cuerpo ajeno. De cabalgar
para poseer.
De dejarse ir para volver a uno mismo. Ese acontecimiento
entre la generosidad y el exhibicionismo.
Sacarlo todo o esconderlo.
Escribir y follar. Follar y escribir.
Como si fueran lo mismo. Porque lo
son. Porque somos en la vida como somos en el sexo.
Porque nuestra
identidad palpita en nuestras letras.
Porque la página en blanco y las
sábanas por revolver hablan siempre de nosotros: de cómo somos cuando de
verdad surgimos, telúricos y esenciales, de nuestro epicentro.
«Escribir un poema se parece a un orgasmo».
Lo dijo Ángel González
que comprendió que la tinta mancha tanto como el semen
. Que hay que
manosear las palabras como quien acaricia la carne.
Que la iluminación
de las supuestas musas es solo una versión de la epifanía de los
cuerpos.
González lo contaba sencillo y resignado, con unos versos que
eran como una noche de sexo sin erecciones: secos y desabridos, entre la
parodia y la vergüenza
. «Les hago lo de siempre y, pese a todo, ved: no
pasa nada». Pero sí pasaba.
El poeta había comprendido que buscar el
placer era como buscar la sílaba perfecta.
¿Sabes
lo que quiero decir, amada Nora?
Deseo que me abofetees, incluso que me
azotes.
No como un juego, querida, lo deseo de verdad sobre mi carne
desnuda.
Deseo que seas férrea, férrea, amor, con tus orgullosos pechos
rebosantes y tus muslos macizos.
Desearía que me fustigaras, Nora, amor.
Y amaría hacer algo que te disgustara, aunque fuera trivial, quizá uno
de esas sucias costumbres mías que te hacen reír: y después escuchar que
me llamas desde tu habitación y encontrarte sentada en un sillón con
tus piernas bien abiertas, tu rostro ruborizado por la ira y una vara en
la mano.
Y me señalarías lo que he hecho y con un movimiento cargado de
rabia me llevarías hacia ti para hundir mi cara en tu regazo.
Entonces
sentiría tus manos rasgándome los pantalones y colándose en mi ropa,
sacándome la camisa, hasta forcejear entre tus brazos fuertes y ya sobre
tus piernas ver que te inclinas sobre mí —como si fueras una nodriza
furiosa ante el culo de un niño— y tus grandísimas tetas casi me tocan
mientras siento tu azote, tu azote, tu azote vicioso en mi carne desnuda
y trémula.
Perdóname, mi amor, todo esto es estúpido.
Empiezo a
escribir la carta tranquilamente y la acabo terminando en mi estilo más
loco.
Joyce
era consciente de lo que le pasaba a su prosa cuando la pasión le
arrastraba.
Lo mismo que le sucedía cuando su cuerpo se rendía al de
Nora. Nora amada. Noretta.
Mi Nora. Nora mía. Mi niña querida. Sucia
Nora. Nora inocente y descarada dejándose escribir.
Y el hombre del
parche, coprófilo y perverso glosando sus deleites clandestinos.
Basta
con leer sus escarceos amatorios para comprender que su sexo era como su
prosa: un laberinto plagado de juegos, escandaloso y oscuro, entre el
onanismo, la dominación y la fusta.
Una corriente de fantasías donde no
caben los puntos ni las comas, donde no hay prudencia que se traduzca en
pausa.
Un lugar, el del sexo, donde Joyce no busca que le entiendan.
Sólo quiere ser él pese a todo. Pese a todos. Junto a Nora.
El verbo se hace carne y la carne orgasmo en esos autores que no pueden evitar crear como aman. Así es Jack Kerouac,
fornicador insaciable que teclea sin descanso su novela en un rollo.
Lujurioso y adicto, escribe sin arrepentimientos, sin pausas, en una
continua acometida, de frase en frase y de cuerpo en cuerpo.
James Joyce
intentaría demostrar que el camino se puede hacer en sentido inverso
.
Que las letras pueden acariciar hasta estallar sobre la piel. Allí
estaba el escritor hermético desnudando sus frases para excitar a su
«dulce putita Nora». Nunca Joyce fue tan explícito como cuando jugó a
que su literatura se convirtiera en lubricante. «Te habrán impresionado
las cosas sucias que te escribo». Aunque a Nora Barnacle no parecía asustarle nada.
«Acaso
sea esto la libertad y el dominio —que durante largos y penosos años de
trabajo enceguecido me fueron negados.
Demasiado conmovido ahora para
explicar a qué me refiero.
Tiene que ver con todo lo que está en mi
naturaleza y, en consecuencia, con mi trabajo».
Es noviembre de 1947.
Kerouac acaba de volver de California y sigue buscando frenético su
identidad, esta vez en las páginas de sus diarios. Ha llegado a la
conclusión de que vivir es explorar.
Y explorar es un verbo que lo lleva
todo, desde los diccionarios hasta las terminaciones nerviosas de
decenas de amantes
. Kerouac vive en la yema de sus dedos: sobre el
teclado, sobre el tacto de los otros.
Esta
noche voy a escribir a lo grande y amar a lo grande y a estrangular
esta locura.
Estoy atrapando estos malditos cambios de propósito en
carne viva, con las manos y arrojándolos a los vientos, así de fácil.
Desafío todo lo que se atreva a mirarme a los ojos de esa manera, lo
desafío en defensa de mi ser: acaso por el gusto de la variedad.
Por
el gusto de la variedad va Jack Kerouac de cama en cama.
Girando como
esa peonza enloquecida que recorrió todos los bares del Village, todos
los pecados.
Con la rotación perpetua del rodillo de su Underwood. Decía
que a veces no podía trabajar porque le llenaba una corriente narrativa
demasiado espesa para fluir.
Esa misma corriente de vida lasciva y
densa que le hacía precipitarse en otros cuerpos, en otras copas, en la
cadena de un cigarro que se apaga encendiendo el siguiente, en las
puertas abiertas de los paraísos artificiales.
«Con todas las almas que
quedan por explorar a lo largo de la vida y ojalá pudieras vivir cien
vidas ¡o tener la energía de cien vidas en ti! Desde siempre ésta ha
sido una de mis ideas favoritas».
Tener cien vidas y gastarlas.
Derramando tinta o saliva o sudor o semen. Darlo todo y acabar pronto.
Acabar también la vida antes de cumplir cincuenta años.
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