Pasa al despacho de Trotski. La escena del crimen. Está casi igual al día en que fue asesinado. Su bastón de madera. Su manta de dormir la siesta. El martes 20 de agosto de 1940, Esteban llegó de la escuela a casa unos minutos después de que su abuelo hubiera recibido el pioletazo mortal de Ramón Mercader. “Cuando escuchó mis pasos, les dijo a los guardias: “Mantengan a Sieva alejado. No debe ver esta escena”, recuerda. En un recodo del jardín, dos policías sujetaban al asesino enviado por Moscú. “En ese momento no lo reconocí”, dice. “Tenía la cara ensangrentada y emitía extraños chillidos y aullidos”. En su despacho del Instituto Nacional de Cancerología, Patricia Volkov comenta sobre el trauma de su padre: “Él guarda un enorme rencor a Mercader. Ahora habla mucho más sobre aquello, pero cuando éramos pequeñas nunca sacaba el tema”. Ella cree que tal vez la herencia de su bisabuelo sea su capacidad organizativa. La prueba podría ser la oficina de su gemela Natalia. A un lado tiene un panel de videovigilancia desde el que controla las salas de microdatos del Instituto Nacional de Estadística. Los investigadores que reciben permiso para usarlas deben acceder sin teléfono, ni USB, ni siquiera un folio. El que no cumple las reglas pierde de por vida el derecho a entrar. “Lo que está en juego aquí es la confidencialidad de los datos y la infraestructura estadística del país. Y no estoy jugando”, dice Natalia. Trotski, su segunda mujer y su hijo, en 1928. Album
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