En 1972 la aduana inglesa era tan tupida como la aduana de Israel o de Miami. Ahora vuelve la oscuridad.
Un hombre habla con dos policías en un puente de Knightsbridge en imagen de los años 50
En 1972 la aduana inglesa era tan tupida como la aduana de Israel o de Miami y ahora la niebla viene otra vez.
Entonces los emigrantes éramos sospechosos naturales, como los inmigrantes que vienen por Lesbos o como los árabes en cualquier parte, o como los negros del apartheid mental que sigue funcionando en el mundo.
Entonces los emigrantes éramos sospechosos naturales, como los inmigrantes que vienen por Lesbos o como los árabes en cualquier parte, o como los negros del apartheid mental que sigue funcionando en el mundo.
Esa historia de las dos ciudades que siempre funcionó en el Reino Unido mantenía límites de pobreza en Oxford o en Nottingham, y seguía nutriendo las historias contadas por los jóvenes airados que hubieran lanzado por el váter a sir Keith como los Beatles tiraron de la cisterna para ahuyentar a un caballero inglés en Qué noche la de aquel día.
Londres era una prolongación más desenfadada de ese recibimiento, pero había tantas restricciones horarias, tantas imposiciones perfectamente british que daban ganas de hacer lo que en efecto hicieron los Beatles con aquel caballero que se parecía a sir Keith.
Había extremistas de derechas, como Enoch Powell, que llevaba la patria en la solapa, como ahora la lleva Nigel Farage, que mintió para parecer más independiente y más caballero. El hombre que ha dicho que ha ganado “la gente decente”.
Esa Inglaterra que prolonga Farage se llevó un susto cuando se aclaró la niebla, Europa hizo más fácil, y más útil, más ligera, la llegada de los emigrantes, y en general el país, este Reino Unido ceñudo y nublado, empezó a sentir latidos de Italia, de España, de Portugal (de Portugal siempre tuvo algo) o de Francia, sobre todo de París.
Las calles, el metro, los restaurantes, las cafeterías, los pubs y sus horarios, alcanzaron un nivel de relajación que reproducía, incluso en invierno, las postales turísticas de las capitales de esos países.
Londres descubrió que puede haber luz en invierno y se convirtió en una fiesta europea después de que Edward Heath, aquel conservador bonachón al que le dieron tortas por todas partes en su cara risueña, los llevara más allá de la niebla a la que ahora regresan.
No es una hecatombe, pero sí es una desgracia.
Es decir, Londres (sobre todo) había alcanzado una gracia que perdió desde que Guillermo Cabrera Infante certificara que el swinging London de los Beatles y de Mary Quant había dejado caer casi todas sus letras. Sngng Lndn.
Es una desgracia y una pena. Alan Sillitoe, que era de Nottingham y escribió, con aquel recuerdo de la bruma y de las minas, La soledad del corredor de fondo, tenía una casa de dos pisos, típicamente inglesa, cerca de Hampstead, donde lo entrevisté en 1977.
Todo era inglés en él, y era un hombre decaído y triste; tenía sobre sí la pesadumbre que venía de aquella Inglaterra que lo vio nacer y que, como a él, había convertido en airados a los que vivieron una guerra cruel y una posguerra miserable, de la que Europa (y las colonias, y el esfuerzo de muchos de sus proletarios, y el arrojo de algunos políticos) los alivió.
Ahora el Reino Unido se alivia de Europa.
No pierden ellos, tan solo; perdemos nosotros, y perdemos mucho porque que regrese la niebla al Reino Unido nos priva de un mundo entero, y no solo de un país, de un socio.
Nos quita del camino también el país en el que vivieron Bertrand Russell, Michael Foot, Harold Wilson y Jo Cox.
Un país al que vuelve sir Keith Joseph disfrazado de Nigel Farage.
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