Encuentro conmovedor que los humanos nos hayamos inventado todos estos cuentos fundacionales que son las religiones.
NUNCA fui muy religiosa, ni siquiera en la niñez, y me considero
agnóstica desde hace muchísimos años. Y no digo atea, aunque me sienta
muy cerca, porque tampoco tenemos pruebas irrefutables de la
inexistencia de los dioses (de algún tipo de principio que alguien pueda
llamar dios) y la vida es indudablemente un gran misterio. Eso sí, soy
bastante anticlerical, aunque sé bien que hay muchos frailes y monjas,
lamas e imames, sacerdotes y sacerdotisas que se dejan la piel y a veces
la vida por los demás con generosidad admirable.
Pero mi
anticlericalismo, que es recio y en ocasiones rabioso, tiene que ver con
el poder de las instituciones religiosas, con el abuso de ese poder y
con las aberraciones a las que pueden llegar los clérigos de los
diversos aparatos eclesiales, desde las hogueras de la Inquisición hasta
las carnicerías del Isis.
Sin embargo, la historia de las religiones siempre me ha fascinado.
Encuentro profundamente conmovedor que los humanos, en nuestro dolor,
nuestra indefensión y nuestra infinita pequeñez, nos hayamos inventado
todos esos cuentos fundacionales que son las religiones, esas figuras
sobrenaturales a las que pedir ayuda y consuelo.
Como niños abandonados
en la oscuridad, hemos tenido que imaginar que en algún lugar había unos
padres capaces de guiarnos, unos padres que conocían todas las
respuestas del inmenso, demoledor enigma de la vida.
Y esos cuentos que
nos hemos ido contando dicen mucho de quiénes somos, de lo que tememos y
de lo que queremos.
Por eso me apena la ignorancia absoluta de los mitos religiosos de
nuestra cultura por parte de los jóvenes.
El otro día vi Exodus, la
interesante película de Ridley Scott sobre la vida de Moisés, con una
amiga de 20 años muy inteligente y muy culta.
Pues bien, a pesar de que
es una chica extraordinaria para su edad, no tenía ni idea de la
historia, apenas le sonaba vagamente que había un mar que se abría y ni
siquiera sabía que Moisés era el de los Diez Mandamientos.
Y así, en tan sólo un par de generaciones perderemos un cúmulo de
referencias legendarias, arquetípicas y simbólicas que nuestros
antepasados se han ido transmitiendo los unos a los otros durante
milenios.
Por no hablar de que infinidad de cuadros, poemas, obras
dramáticas y narrativas de nuestra tradición resultarán incomprensibles.
No sé, me parece que hay parte de la izquierda que se hace cierto lío
con estos temas. Yo creo que el laicismo es un logro monumental de la
civilización, del progreso y del pensamiento humano; pero el laicismo
consiste en la independencia absoluta del Estado de toda influencia
religiosa, no en olvidar nuestros mitos o en rechazar tradiciones
sincréticas tan bellas como las procesiones de Semana Santa, por
ejemplo.
Hay un chiste maravilloso que expresa a la perfección la emoción
agridulce que despierta en mí la cuestión religiosa:
un par de ratitas
van por la calle y de pronto una de ellas mira hacia el cielo y ve pasar
un murciélago. Arrobada, pone los ojos como platos y exclama: “Oh, Dios
mío, ¡un ángel!”.
En esa pobre rata nos veo a nosotros, con la tierna, inocente necesidad
de inventarnos bellos milagros, pero también con la embrutecedora
ignorancia de no saber que esa criatura celestial no es más que un
mamífero placentario quiróptero.
Pero, aun así, el suspiro extasiado de
la ratita encierra algo hermoso.
Las religiones organizadas han sido
demasiadas veces en la historia el origen de las atrocidades más
espantosas (y lo siguen siendo, como en el yihadismo); pero en el
impulso religioso básico del ser humano hay también un anhelo de bondad,
de fraternidad y de belleza.
El otro día me encontré en el parque del
Retiro a una mujer de unos setenta años que vendía gorros, pulseras y
diademas de punto que ella misma tricotaba.
Era extranjera, no sé de
dónde, y obviamente muy pobre, tanto por su ropa, limpia pero raída,
como por los malos y feos hilos con los que tejía. Su rostro era
hermoso.
Debía de haber sido muy bella y tenía una sonrisa que iluminaba
el lugar.
Le compré una pulserita por cuatro euros y le di las gracias
por su arte.
Y entonces sonrió y me dijo: “Que tus dioses te protejan”.
Sí: en estos momentos de locura y de odio, ojalá nos protegieran a todos
nuestros buenos dioses, nuestros ideales, nuestra voluntad de ser
mejores.
“Que tus dioses te protejan”, me deseó la preciosa anciana.
Y ¿saben qué? Me sentí verdaderamente bendecida.
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