No hay que imitarlos en nada................................................................. Javier Marías
Es pertinente se deje de rendir homenaje a militares y políticos que participaron en la sublevación de Franco.
Al final unos y otros se han echado las culpas, como sucede siempre que
alguien mete la pata en este país.
Y, por supuesto, nadie dimite jamás
de su cargo, un rasgo más, entre muchos, que el autoproclamado “nuevo”
partido Podemos comparte sobre todo con el PP.
Pero lo cierto es que el
Ayuntamiento de Carmena hizo el encargo: contrató y pagó a la Cátedra de
la Memoria Histórica (?) de la Universidad Complutense, formada por
cinco historiadores muy raros y dirigida por Mirta Núñez, la elaboración
de un primer listado de “calles franquistas”, para cambiarlas.
Si he subrayado “primer” es porque eso indica que por lo menos tendría
que venir un segundo, y eso que el inicial computa nada menos que 256,
número que en principio parece excesivo teniendo en cuenta que, ya hacia
1980, algunos de los más conspicuos nombres franquistas desaparecieron,
por fortuna, de nuestro callejero: la Gran Vía dejó de llamarse José
Antonio; la Castellana, Generalísimo; Príncipe de Vergara, General Mola;
la glorieta de San Vicente, Ramiro Ledesma, etc. Aun así, es obvio que
algunos quedan, y, en efecto, es pertinente que en cualquier sitio de
España se deje de rendir homenaje a militares y políticos que
participaron en la sublevación de Franco y en la criminal represión
desatada a partir de entonces
. Como tampoco sería admisible la
celebración de individuos “republicanos” que se mancharon las manos de
sangre en las zonas que controlaron durante la Guerra.
Si he
entrecomillado “republicanos” es porque entre los presuntos defensores
de la República hubo muchos que pretendieron cargársela con el mismo
ahínco que los sublevados, sólo que desde el otro extremo.
Pero ese “primer” listado no se ha limitado a señalar a los Generales
Varela, Yagüe, Aranda, Dávila o Fanjul, todos merecedores de castigo y
no de premio, sino a numerosos escritores, artistas y personalidades que
en algún momento de la larguísima dictadura le mostraron su apoyo o no
fueron combativos con ella.
Gente a la que no era imputable ningún
delito (o sólo de opinión) y que probablemente recibió una calle o una
plaza por sus méritos artísticos o literarios y no por su adhesión al
régimen o su tolerancia con él.
Sus obras nos pueden gustar más o menos,
y sus figuras caernos simpáticas o antipáticas, pero a estas alturas
nadie que no sea cerril discute la valía de Pla, Dalí, D’Ors, Mihura,
Jardiel Poncela, Cunqueiro, Manuel Machado o Gerardo Diego. Tampoco los
logros, en sus respectivos campos, de Manolete, Bernabéu, Lázaro
Galdiano, Turina, Juan de la Cierva o Marquina.
La mentalidad y el tono
con que se ha configurado esa lista son policiales e inquisitoriales:
mentalidad de delator, o, si se prefiere, de “comisario del pueblo”.
El 27 de mayo de 1937, en plena Guerra, mi padre publicó un artículo en el Abc
madrileño (esto es, republicano), “La revolución de los nombres”.
Entonces era un joven de casi veintitrés años, soldado de la República.
En esa pieza señalaba cómo “desde que estalló la rebelión ya no hay
medio de saber cómo se llama nada.
Cuando se lee algún periódico
faccioso” (es decir, franquista) “de cualquier ciudad, se puede ver que
cualquier desfile, procesión o manifestación sale de la plaza de Calvo
Sotelo, pasa por las calles de Franco y Falange Española, luego por la
Avenida de Queipo de Llano para seguir por la calle de Alemania y
terminar en la alameda de José Antonio Primo de Rivera.
El orden cambia
según se trate de Salamanca, Zaragoza o Sevilla; pero los nombres
permanecen”.
Y añadía: “Y es de todo punto lamentable que imitemos en
esto a los rebeldes, porque no hay que imitarlos en nada”.
Y así, cuenta
cómo en Madrid la calle Mayor ha perdido su nombre en favor de Mateo
Morral, anarquista que atentó contra Alfonso XIII … y mató a veinticinco
personas, pero no al Rey; cómo el Prado, Recoletos y Castellana han
pasado a llamarse Avenida de la Unión Proletaria; cómo Príncipe de
Vergara (título de Espartero, general anticarlista y liberal) también ha
caído por ignorancia. “Y lo más grave, lo intolerable”, seguía mi
padre, “es el nombre elegido para sustituirlo: Avenida del 18 de julio.
¿Es que nosotros podemos celebrar esa fecha, en que empezó una de las
más grandes tristezas de la historia española? ¿Podemos conmemorar el
día en que el pueblo español, que se disponía a mejorar sus destinos en
la paz de un Gobierno suyo como el del Frente Popular, se vio obligado a
llenarse de sangre en una guerra tremenda?
También cuenta cómo en Valencia la calle de Caballeros ha pasado a ser
Metalurgia (!), o cómo el pueblo de San Juan, en Alicante, se llama
ahora Floreal … Todo esto suena de otro mundo, y sin embargo … Hace casi
ochenta años que el joven que fue mi padre escribió este artículo
. Lo
hizo en un país en guerra, partido y lleno de odio, en el que un bando
imitaba al otro, cuando “a los rebeldes no hay que imitarlos en nada”.
¿Tiene algún sentido que volvamos a hablar del callejero al cabo de
tanto tiempo, cuando además no hay guerra, ni hay dos bandos?
Hay una
parte de España, parece, nostálgica de nuestros peores tiempos y
nuestras peores costumbres, desde luego de las más idiotas. Eso es
siempre inevitable.
Lo malo es que esos nostálgicos del encono y la
animadversión tengan capacidad decisoria y mando en plaza, sean del lado
que sean.
Todavía está en nuestra mano no dárselos, ni la capacidad ni
el mando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario