¿Por qué el talento ha de ser proporcional? Jamás lo ha sido.
Los Óscars hace ya mucho que me parecen una de las mayores
injusticias del año.
Se suelen conceder a películas espantosas (a menudo pretenciosas); los de interpretación van a parar a alardes circenses que nada tienen que ver con el oficio de actuar: al actor histriónico y pasado de rosca; a la actriz que se afea o adelgaza o engorda hasta no parecer ella; al actor que hace de transexual o de disminuido físico o psíquico; a la actriz que logra una aceptable imitación de alguien real, un personaje histórico no muy antiguo para que el público pueda reconocerlo
. Cosas así. Como he dicho alguna vez, hoy sería imposible que ganaran el Jack Lemon de El apartamento, el James Stewart de La ventana indiscreta o el Henry Fonda de Falso culpable, que interpretaban a hombres corrientes.
Tampoco es que ganaran en su día, por cierto; Cary Grant no fue premiado nunca y John Wayne sólo al final de su carrera, a modo de consolación, por un papel poco memorable
. En fin, Hitchcock no se llevó ninguno como director, y con eso ya está dicho todo sobre el ojo de lince de los tradicionales votantes de estos galardones.
Pero todo ha ido a peor: al menos John Ford consiguió cuatro en el pasado.
La estupidez no ha hecho sino ir en aumento en este siglo XXI. Pero qué se le va a hacer, son los premios cinematográficos más famosos y a los que más atención se presta, y sólo por eso me ocupo del Asunto que ha dominado la edición de este año.
Como sabrán, la ceremonia ha sido boicoteada por numerosos representantes negros porque, por segunda vez consecutiva, no hubiera ningún nominado de su raza en las cuatro categorías de intérpretes, ergo: racismo.
A continuación se han unido a la queja los latinos o hispanos, por el mismo motivo.
Y supongo que no tardarán en levantar la voz los asiáticos, los árabes, los indios y los esquimales (ah no, que estos dos últimos términos están prohibidos).
Y que llegará el momento en que se mire si un candidato “negro” lo es de veras o sólo a medias, como Halle Berry u Obama, uno de cuyos progenitores era sospechosamente blanco.
Los hispanos protestarán si entre sus candidatos hay mayoría de origen mexicano o puertorriqueño (protestarán los que desciendan de cubanos o uruguayos, por ejemplo).
Los asiáticos, a su vez, denunciarán discriminación si entre los nominados hay sólo chinos y japoneses, y no coreanos ni vietnamitas, y así hasta el infinito.
En la furia anti-Óscars de este año se han hecho cálculos ridículos, que, según los calculadores, demuestran la injusticia y el racismo atávicos de la industria cinematográfica: mientras los actores blancos han ganado 309 estatuillas, los negros sólo 15, los latinos sólo 5, 2 los indios y 2 los asiáticos.
Es como decir que la música clásica es racista y machista porque en el elenco de compositores que han pasado a la historia y de los que se programan y graban obras, la inmensa mayoría son varones blancos.
La pregunta obvia es esta: ¿acaso hubo negros, o gente de otras razas, que en la Europa de los siglos XVII, XVIII y XIX –el lugar y la época por excelencia de esa clase de música– se dedicaran a competir con Monteverdi, Vivaldi, Bach, Haendel, Mozart, Beethoven y Schubert? ¿Acaso a lo largo de la historia del cine hubo muchos cineastas negros? Sucede lo mismo con las mujeres.
Es lamentable que a lo largo de centurias éstas fueran educadas para el matrimonio, los hijos y poco más, pero así ocurrió, luego es normal que el número de pintoras, escultoras, arquitectas, compositoras e incluso escritoras (en la literatura se aventuraron mucho antes que en otras artes) haya sido insignificante en el conjunto de la historia.
¿Que el mundo ha sido injusto con su sexo? Sin duda alguna.
Se suelen conceder a películas espantosas (a menudo pretenciosas); los de interpretación van a parar a alardes circenses que nada tienen que ver con el oficio de actuar: al actor histriónico y pasado de rosca; a la actriz que se afea o adelgaza o engorda hasta no parecer ella; al actor que hace de transexual o de disminuido físico o psíquico; a la actriz que logra una aceptable imitación de alguien real, un personaje histórico no muy antiguo para que el público pueda reconocerlo
. Cosas así. Como he dicho alguna vez, hoy sería imposible que ganaran el Jack Lemon de El apartamento, el James Stewart de La ventana indiscreta o el Henry Fonda de Falso culpable, que interpretaban a hombres corrientes.
Tampoco es que ganaran en su día, por cierto; Cary Grant no fue premiado nunca y John Wayne sólo al final de su carrera, a modo de consolación, por un papel poco memorable
. En fin, Hitchcock no se llevó ninguno como director, y con eso ya está dicho todo sobre el ojo de lince de los tradicionales votantes de estos galardones.
Pero todo ha ido a peor: al menos John Ford consiguió cuatro en el pasado.
La estupidez no ha hecho sino ir en aumento en este siglo XXI. Pero qué se le va a hacer, son los premios cinematográficos más famosos y a los que más atención se presta, y sólo por eso me ocupo del Asunto que ha dominado la edición de este año.
Como sabrán, la ceremonia ha sido boicoteada por numerosos representantes negros porque, por segunda vez consecutiva, no hubiera ningún nominado de su raza en las cuatro categorías de intérpretes, ergo: racismo.
A continuación se han unido a la queja los latinos o hispanos, por el mismo motivo.
Y supongo que no tardarán en levantar la voz los asiáticos, los árabes, los indios y los esquimales (ah no, que estos dos últimos términos están prohibidos).
Y que llegará el momento en que se mire si un candidato “negro” lo es de veras o sólo a medias, como Halle Berry u Obama, uno de cuyos progenitores era sospechosamente blanco.
Los hispanos protestarán si entre sus candidatos hay mayoría de origen mexicano o puertorriqueño (protestarán los que desciendan de cubanos o uruguayos, por ejemplo).
Los asiáticos, a su vez, denunciarán discriminación si entre los nominados hay sólo chinos y japoneses, y no coreanos ni vietnamitas, y así hasta el infinito.
En la furia anti-Óscars de este año se han hecho cálculos ridículos, que, según los calculadores, demuestran la injusticia y el racismo atávicos de la industria cinematográfica: mientras los actores blancos han ganado 309 estatuillas, los negros sólo 15, los latinos sólo 5, 2 los indios y 2 los asiáticos.
Es como decir que la música clásica es racista y machista porque en el elenco de compositores que han pasado a la historia y de los que se programan y graban obras, la inmensa mayoría son varones blancos.
La pregunta obvia es esta: ¿acaso hubo negros, o gente de otras razas, que en la Europa de los siglos XVII, XVIII y XIX –el lugar y la época por excelencia de esa clase de música– se dedicaran a competir con Monteverdi, Vivaldi, Bach, Haendel, Mozart, Beethoven y Schubert? ¿Acaso a lo largo de la historia del cine hubo muchos cineastas negros? Sucede lo mismo con las mujeres.
Es lamentable que a lo largo de centurias éstas fueran educadas para el matrimonio, los hijos y poco más, pero así ocurrió, luego es normal que el número de pintoras, escultoras, arquitectas, compositoras e incluso escritoras (en la literatura se aventuraron mucho antes que en otras artes) haya sido insignificante en el conjunto de la historia.
¿Acaso a lo largo de la historia del cine hubo muchos cineastas negros?
¿Que se
les impidió dedicarse a lo que quizá muchas habrían querido? Desde
luego. Es una pena y una desgracia, pero nunca sabremos cuántas grandes
artistas se ha perdido la humanidad, porque lo cierto es que no las hubo, con unas pocas excepciones. ¿Clara
Schumann, Artemisia Gentileschi, Vigée Lebrun? Claro que sí, pero son
muy escasas las de calidad indiscutible. Muchas más en literatura: las
Brontë, Jane Austen, Dickinson, George Eliot, Madame de Staël, Pardo
Bazán, Mary Shelley, e innumerables en el siglo XX, cuando ya se
incorporaron con normalidad absoluta. Pues lo mismo ha sucedido con los
negros de las películas: durante décadas tuvieron papeles anecdóticos y
apenas hubo directores de esa raza.
Si hoy constituyen el 13% de la
población estadounidense, que se hayan llevado el 4,5% de todos los
Óscars otorgados no es tan infame teniendo en cuenta que el primero a
actor principal (Sidney Poitier) no llegó hasta 1963.
Pero dejo para el
final la pregunta que hoy nadie se hace: en algo que supuestamente mide
el talento, ¿por qué éste ha de ser proporcional? Jamás lo ha sido, ni
por sexo ni por raza ni por países ni por lenguas.
¿Cabría la posibilidad de que los nominados al Óscar de un año fueran
todos no-blancos? Sin duda. No veo por qué no la habría de que otro año
todos fueran de raza blanca, si son los que han destacado.
La única vez
que un libro mío ha sido finalista de un importante premio
estadounidense, compitió con cuatro novelas de mujeres, de las cuales
dos eran blancas, una medio japonesa y otra africana. Ganó esta última,
y, que yo sepa, nadie acusó de sexismo ni de racismo a los miembros del
jurado.
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