Oscar Wilde. Foto: DP.
Un irlandés baja por la escalinata del
puerto de Nueva York.
No le ha gustado el viaje, aunque sofoca el
malestar que se ha instalado en su estómago con una reflexión
recurrente: atrás queda la gris Londres, atrás queda la vieja Europa.
Sus ojos ya contemplan América como al burdel más allá de la medianoche,
con la sensación de ser quien nunca fuiste durante unas horas.
Echa la
vista atrás. La porción de agua que se despliega ante él es demasiado
extensa como para no llevar a cabo su plan. Odia el mar, pero a la vez
se siente tranquilo junto a él.
Días más tarde, unas líneas aparecen en
la gaceta Pall Mall.
Me siento decepcionado con el Sr. Wilde. Firmado: el océano Atlántico.
Él ya es consciente de que, si quiere
ganar, no han de importarle las cartas.
Alguien importante ha financiado
su viaje por el Nuevo Mundo a cambio de ofrecer una serie de
conferencias por el país.
¿Cómo no aceptar el trato sin mirar atrás? Es
una oportunidad única.
Le esperaba una caminata por medio país
charlando sobre pérfidas decoraciones, modas horteras y quién sabe
cuántas tendencias más.
Pero, claro, a nadie le importaba esto.
Como
casi siempre, a Oscar se le juzgaba por el continente y no por el contenido.
Los resultados no tardan en llegar.
Los
locales se abarrotan solo para comprobar si la lengua de oro de la que
todos hablan es tan apetecible como se cuenta por ahí
. Que los
americanos contemplaran con ternura a un tipo capaz de convertir el
verbo en algo más que una simple herramienta no es casualidad.
Estaba a
punto de estallar la ambiciosa expansión del país y las olas de
innovación que pudieran llegar del extranjero eran estudiadas al
milímetro (especialmente todo lo que oliese a diplomacia).
Así desembarcó Wilde en los Estados
Unidos, con una intelectualidad minoritaria a sus pies y con un pueblo
todavía ruralizado.
No le resultaría difícil a un viejo zorro como él
sacarle partido a la novedad.
Y digo viejo zorro porque, a pesar de no
haber cumplido los treinta aún, su pacto con el diablo no había
funcionado y su alma envejecía a marchas forzadas, sin contar con
retratos que aliviaran el desgaste al que le condenaba la única relación
con la que se sintió a gusto: su relación con el pecado.
El primer alboroto llegó casi con la
escalinata bajo sus pies. El fotógrafo que tomó las primeras
instantáneas del escritor irlandés en América demandó a un periódico por
la reproducción ilícita de las mismas. El tipo ganó el juicio
instaurando el copyright fotográfico en Estados Unidos.
Mientras, el New York Times lo
había definido como «estético y pálido joven con traje y cabello
ondulado» después de su primera conferencia.
De alguna manera, aquello
recordaba a la promoción que más tarde harían con cierta bailarina
española: «No canta, no baila, no se la pierdan». Era como colocar el dedo de Wilde sobre el gatillo.
Y él era de los que disparaban.
Poco tiempo después, deslizó doscientas libras por el bolsillo de Phineas Taylor Barnum,
el célebre empresario circense, para que le permitiera ser retratado a
lomos de Jumbo, el famoso elefante.
La imagen de Wilde sosteniendo un
clavel dio la vuelta al país.
Se había metido a la prensa en el mismo
bolsillo de donde nunca debió salir aquel clavel al que más tarde
volveremos.
La fiebre Wilde se expandía como una
epidemia
. En Boston, todo el auditorio aparece vestido a la manera del
pálido joven de traje y cabello ondulados. Pelucas, disfraces,
maquillajes…
Claro, el irlandés respondió apareciendo embutido en un
oscuro traje decimonónico.
Para él, todo es un juego. Disfruta con el
farol, porque es con una mala jugada entre manos cuando le sobrecoge la
sensación de ser él quien maneja la partida.
Pero nadie contaba con su jugada maestra.
Aquella que solo él conocía.
Vino de saúco en Camden
A esas alturas, ya había conseguido
escapar de los círculos intelectuales americanos (esos que se habían
arrodillado frente a Wilde párrafos atrás) un viejo de luenga barba y
rostro afable, un tipo extraño que rara vez se adaptaba a la tendencia
marcada.
Walt Whitman había abandonado la escuela
siendo un crío y cometía faltas gramaticales que un angloparlante de
seda como Wilde nunca hubiera permitido.
O, mejor dicho, errores
gramaticales que no hubiera permitido si el que los comete no pasa,
todavía hoy, por ser uno de los mayores innovadores poéticos de la
historia.
A pesar de su escasa formación
académica, a menudo se le podía ver caminando sobre la nieve hasta
llegar a la biblioteca central de la ciudad.
Allí devoraba algunos de
los apellidos más ilustres de la literatura universal.
También acudía a
la ópera y al teatro. Era, por decirlo rápido, un animal cultural, una
bestia que producía sabiduría sin necesidad de haberla recibido antes.
Esa bestia también se cruzaba a menudo
por las sábanas de su cama en Camden.
La bisexualidad que se desprende
de su abundante correspondencia y, por supuesto, de su sugerente poesía,
estalla a través del deseo por el hombre joven, de rasgos, si se me
permite la expresión, aniñados. Es su conquista favorita.
De nuevo
camina por Nueva York, esta vez alquilando habitaciones de hotel: ahora
para él y su sobrino, ahora para él y su hijo adoptivo.
Todas cuentan solo con una cama.
Recuerdo cómo una vez estábamos acostados una transparente
……………..mañana de estío igual a esta,
cómo pusiste tu cabeza sobre mis caderas y delicadamente
……………..la volviste hacia mí,
y apartaste la camisa de mi pecho, y hundiste tu lengua
……………..hasta mi corazón desnudo.
Precisamente, lo que más atraía al joven
Oscar Wilde de aquel barbudo sexagenario era el erotismo que desprendía
su poesía, la capacidad de sugerir tanto con tan pocos recursos.
Él
sabe que no puede dejar de conocer a Whitman como más tarde lo supieron Lorca o Ginsberg.
La diferencia es que Wilde había llegado a tiempo.
Por eso, quiso detener su gira una
noche, solo una noche, para poder contemplar los ojos que tantas veces
había imaginado bajo el frío dublinés.
Aspiraba el aroma americano a
través de los versos de Whitman y de Emerson. «Hay algo
muy griego y sensato en la poesía de Whitman; es muy universal, muy
comprensible», había contestado Wilde a un periódico de Filadelfia.
«Espero poder conocerlo pronto».
Solo quedaba esperar. Wilde se había
mostrado como a Whitman más le gustaban los hombres: sugerente. Lo que
el europeo no sabía es que el vino de saúco que tanto amaba su adorado
poeta ya estaba preparado.
Alguien golpea la puerta de la
habitación de hotel que Wilde ocupa en uno de los barrios más céntricos
de Filadelfia.
El mensajero trae consigo una carta. Oscar observa la
letra afilada del remitente:
Walt Whitman estará disponible desde las dos hasta las tres y media de esta tarde y estará complacido de ver al señor Wilde.
No podía creerlo. Como solía aparentar
en su poesía, se presentaba a sí mismo mediante la lejanía de la tercera
persona. Ausente
. Añorado. Sabía muy bien con quién estaba tratando.
Wilde ya no era el desconocido poeta que
había llegado a Estados Unidos poco antes. Unas cuantas palabras
acompañadas del gesto oportuno le habían puesto en el mapa («No debería
necesitar ninguna introducción más que un buenos días», había vaticinado Russell Lowell). Pero con Walt no sería lo mismo.
¿Qué pensaría la bohemia de Londres si
supiera que un joven Oscar Wilde estaba a punto de cumplir el sueño que
todo poeta europeo guardaba consigo?
Walt Whitman. Foto: George C. Cox (DP)
El beso de Walt Whitman
A Wilde no le gustaba utilizar los
nudillos para llamar a la puerta. La hilera de adosados en aquel terruño
junto al río, la niebla perenne en Nueva Jersey.
Él era la estética,
acarició el clavel para no olvidarlo. Al otro lado de la puerta lo
esperaba un hombre vetusto pero sorprendentemente atlético. «Vengo a
usted como un poeta que llega al poeta que siempre conoció», confiesa el
irlandés.
Whitman, entretenido con el halago, colocó su espada sobre la
nuca del recién llegado: «Te llamaré Oscar».
Sorprendentemente, no hablaron de
poesía.
Al menos, no de poesía desde un punto de vista formal. Walt, el
hombre que había inventado el marketing en la literatura al colocar una foto suya en la primera edición de Hojas de hierba
(¿la portada más famosa de la historia?), quiso llevar la conversación a
ese terreno, a la literatura como producto.
Y ahí encontró un filón en
Wilde, que había conseguido colocarse en la estantería de América
gracias a una serie de movimientos que poco tenían que ver con el gusto
poético.
La botella de vino de saúco ya había sido descorchada («hubiera bebido si al menos fuera vinagre»,
mintió el irlandés ya en Europa), por lo que, pronto, las
conversaciones se desviaron hacia el amor entre hombres, la calumnia del
amor heterosexual, el gusto por Narciso.
A la reunión había acudido un
tercer hombre, el editor John Marshall Stoddart, amigo
de ambos. Este contemplaba la conversación desde el ojo del huracán,
sabiendo que pronto estallaría la tormenta y que no estaba a tiempo de
salvarse.
El encuentro estuvo plagado de contacto.
Contacto entre una generación que moría a través del verso libre y otra
que nacía alrededor del esteticismo. Contacto entre dos culturas, la
norteamericana y la británica, que tendían a no comprenderse.
Contacto,
incluso, físico, pues tan pronto Wilde acariciaba la rodilla de Whitman
como Whitman abrazaba el joven torso de Wilde.
Stoddart decidió que aquel preámbulo había llegado demasiado lejos:
—Voy a dar un paseo. Os dejo solos durante una hora.
—Pueden ser dos o incluso tres —apuntaló Whitman.
El editor encaró la puerta de salida, no
sin antes comprobar lo que por el rumor de pasos ya sospechaba: los dos
amigos subían por la escalera en busca del tercer piso.
Días después, Whitman criticó
abiertamente las portadas que los periódicos neoyorquinos le habían
dedicado a Oscar Wilde.
Este movimiento dejó encarrilada la creación de
aquello sobre lo que habían charlado en Camden: un producto literario.
Por su parte, Wilde definió mejor que nadie el viaje, el encuentro y la
posterior reacción:
Todavía tengo el beso de Walt Whitman en mis labios.
Por supuesto, el viaje de Wilde por Estados Unidos aún no había terminado. Según Roy Morris Jr.,
recorrió quince mil millas y más de ciento cuarenta ciudades
. Dejó
frases para la historia.
Definiciones para la historia. California le
pareció «Italia sin arte». Chicago, una «monstruosidad amurallada con
cajas de pimienta».
Del propio pueblo, dijo: «Estados
Unidos es el único país que ha pasado de la barbarie a la decadencia sin
civilización de por medio».
Abandonó el país entre reconocimientos.
Alguien dijo de él que «es el inglés más famoso en Estados Unidos después de la reina Victoria». Después de un año de gira, el puerto gris de Liverpool le recibía nuevamente.
Liquidó sus botas desgastadas.
Se afeitó su larga melena y se colocó una camisa negra, intentando imitar al mismísimo Lord Byron.
El otro Oscar Wilde había muerto. Eso sí, el nuevo Wilde le había
robado algo a aquel joven irlandés que se había quedado para siempre en
América
Era un beso con sabor a saúco..
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