Dijo
el sabio que todas las generaciones se creen el eje de la historia.
Un
sentimiento absurdo que no conduce a nada bueno conforme se envejece
.
Los viejos rockeros nunca mueren, pero dan mucho mal.
En el caso que nos
ocupa, el del boom español de la heroína de finales de los
setenta y principios de los ochenta, no es extraño encontrarnos con el
delirio de que todo aquello respondía a un plan maestro.
Había que
anular a esa juventud contestataria, una amenaza potencial para el
sistema, y los poderes fácticos introdujeron la heroína a gran escala
donde más revolucionaria era.
Hay mucha egolatría en esa percepción de
la propia generación.
Hasta cierto mesianismo.
Un exceso tanto en la
atribución de peligrosidad para la jerarquía social como en la falta de
asunción de responsabilidad en las consecuencias del consumo
irresponsable de drogas
. Pero es un mito asumido por mucha gente.
Por
los supervivientes que se quieren dar lustre, por el yonqui que en esa
teoría pasa a ser una víctima, herido de guerra nada menos, y por los
palmeros de las conspiraciones políticas que, a fuerza de repetirlo con
toda naturalidad y pleno convencimiento, se la cuelan a los que vienen
detrás.
Comentamos en su día cuando apareció Fariña de Nacho Carretero, la guía sobre el narcotráfico gallego de cocaína, que había que complementar su lectura con ¿Nos matan con heroína? (Libros Crudos, 2015) de Juan Carlos Usó,
otro trabajo meticuloso y desapasionado que recorre los años duros de
la epidemia del caballo con el fin expreso de desmontar la aludida
leyenda urbana de que esta droga fue empleada como arma de Estado.
Un
asunto, nos explica, por el que pasó «de puntillas» cuando publicó su Drogas y cultura de masas; España 1855-1995 y al que quería meter mano seriamente.
Este
trabajo comienza con un repaso histórico a las acusaciones de
intoxicación a gran escala de un pueblo.
Porque los nacionalistas vascos
no fueron los primeros. Karl Marx y Friedrich Engels
ya acusaron a Inglaterra en el siglo XIX de inundar China de opio
. Eso
sí, Usó añade el matiz de que la propia Inglaterra era entonces una gran
importadora de opio turco e indio y que su venta era libre en las
farmacias del reino como opio, láudano o morfina.
De modo que cuando
llegaron noticias del decreto imperial chino que imponía penas de muerte
por estrangulamiento a todo traficante o usuario de opio, la
información fue recibida «con asombro y estupor» por la opinión pública
británica.
El autor explica que antes de un «plan maquiavélico» para
apoderarse del Imperio chino mediante un «envenenamiento sistemático de
la población», habría que preguntarse por qué el opio ya
causaba antes tanta pasión entre los chinos. Si no tendría que ver con
su necesidad de evadirse de una vida plagada de miseria y penurias
. O
también con la mera necesidad del Gobierno británico de nivelar su
balanza comercial con China.
En cualquier caso, cuando Marx y Engels
protestaron, condenaron al «asesino inglés» pero también al «suicida chino»
. Lo plantearon como una responsabilidad compartida.
Después la heroína pasó a ser un «arma terrible del fascismo japonés», su empleo contra el enemigo «un refinamiento de crueldad»
y, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, las acusaciones se dieron
la vuelta y recayeron sobre la antigua víctima, los chinos, que ahora
pasaban a verdugos.
Vicisitudes de hacerse comunista.
Primero, se decía,
el maoísmo pretendía minar la sociedad occidental distribuyendo
opiáceos por todo el orbe, como si fueran supervillanos de tebeo.
Después, que los norcoreanos, maoístas de pro, empleaban narcóticos para
que sus tropas obedecieran órdenes ciegamente. En 1960, Estados Unidos
llegaba a acusar formalmente a Cuba de ayudar a China en su plan para
inundar Estados Unidos de drogas
. Nuestro diario ABC habló de «opio rojo»
hasta 1970, aunque en 1972 lo que se puso de manifiesto fue que la CIA
estaba implicada en operaciones de narcotráfico en las guarrerías que
tenían montadas por Indochina.
¿Cuál fue el papel geopolítico de la heroína en aquellos años? Usó nos responde:
La
guerra de Vietnam obró el efecto de poner en contacto directo a la
mayor zona productora de heroína del planeta con el principal país
consumidor del producto en aquellos momentos.
Y esto fue así en sentido
literal, hasta el punto de que durante años la heroína procedente el
sudeste asiático entraba en Estados Unidos en los ataúdes que se
utilizaban para repatriar los cadáveres de los soldados norteamericanos.
Por no mencionar el hecho de que la Central Intelligence Agency (CIA),
al igual que había hecho anteriormente su equivalente francés, el
Service de Documentation Extérieure etde Contre-Espionnage (SDECE),
aprovechó la coyuntura que ofrecía el conflicto bélico para involucrarse
en el tráfico de opio y heroína con el fin de financiar operaciones
encubiertas y apoyar económicamente a guerrillas, paramilitares y
ejércitos irregulares de signo anticomunista.
En
este mismo sentido habría que entender las operaciones que los
servicios de inteligencia americanos desarrollaban en su propio
territorio.
El programa CointelPro, dedicado expresamente a «incrementar
el faccionalismo, causar confusión y conseguir deserciones» en grupos antisistema para «exponer, desbaratar, descarriar, desacreditar o de lo contrario neutralizar»
sus actividades
. El ejemplo más comentado es el de los Panteras Negras,
que fueron un objetivo del CointelPro, pero como también lo fueron el
Ku Klux Klan, el Partido Comunista de EE.UU., el Partido Nazi Americano y
otros.
La droga podía estar presente en esta guerra sucia, pero más
bien para fabricar acusaciones o forzar detenciones. Hasta llegaron a
plantar marihuana en el jardín de alguno, cita el libro
. Un uso de la
droga que dista mucho del fomento interesado y consciente del
envenenamiento de un grupo social. No obstante, sobre el evidente
elevado consumo de heroína en los barrios negros,
Usó sostiene que el
caballo ya circulaba por sus calles desde hacía décadas y que, tras
consumarse las escisiones en los Panteras Negras y desarticularse el
movimiento, el lugar que dejó su red asistencial la ocuparon matones y
camellos que se convirtieron en los nuevos modelos a imitar, lo que
agravó el problema.
El
quid de la cuestión es que lo que causaba el consumo de heroína era la
demanda, que ya existía
. Había factores culturales que la estimulaban y
la llegada de miles de soldados que se habían enganchado en el sudeste
asiático también contribuyó.
Pero fundamentalmente, lo que se esfuerza
por subrayar el autor, es que el factor verdaderamente determinante para
que existiera esa demanda era la prohibición:
«El valor simbólico que
se le atribuye a la heroína viene determinado por su condición de fruto
prohibido. Podemos decir que en Estados Unidos durante los setenta era
una sustancia rodeada de un glamur y una fama que fue perdiendo en los
ochenta para pasar a ser percibida como una droga de zombis y de
perdedores… Sin embargo, la heroína no es un arma, sino un fármaco
proscrito y exiliado a la fuerza de su lugar de origen: las farmacias».
La heroína y la empanada mental
Dijo
el sabio que todas las generaciones se creen el eje de la historia. Un
sentimiento absurdo que no conduce a nada bueno conforme se envejece.
Los viejos rockeros nunca mueren, pero dan mucho mal. En el caso que nos
ocupa, el del boom español de la heroína de finales de los
setenta y principios de los ochenta, no es extraño encontrarnos con el
delirio de que todo aquello respondía a un plan maestro. Había que
anular a esa juventud contestataria, una amenaza potencial para el
sistema, y los poderes fácticos introdujeron la heroína a gran escala
donde más revolucionaria era. Hay mucha egolatría en esa percepción de
la propia generación. Hasta cierto mesianismo. Un exceso tanto en la
atribución de peligrosidad para la jerarquía social como en la falta de
asunción de responsabilidad en las consecuencias del consumo
irresponsable de drogas. Pero es un mito asumido por mucha gente. Por
los supervivientes que se quieren dar lustre, por el yonqui que en esa
teoría pasa a ser una víctima, herido de guerra nada menos, y por los
palmeros de las conspiraciones políticas que, a fuerza de repetirlo con
toda naturalidad y pleno convencimiento, se la cuelan a los que vienen
detrás.
Comentamos en su día cuando apareció Fariña de Nacho Carretero, la guía sobre el narcotráfico gallego de cocaína, que había que complementar su lectura con ¿Nos matan con heroína? (Libros Crudos, 2015) de Juan Carlos Usó,
otro trabajo meticuloso y desapasionado que recorre los años duros de
la epidemia del caballo con el fin expreso de desmontar la aludida
leyenda urbana de que esta droga fue empleada como arma de Estado. Un
asunto, nos explica, por el que pasó «de puntillas» cuando publicó su Drogas y cultura de masas; España 1855-1995 y al que quería meter mano seriamente.
Este
trabajo comienza con un repaso histórico a las acusaciones de
intoxicación a gran escala de un pueblo. Porque los nacionalistas vascos
no fueron los primeros. Karl Marx y Friedrich Engels
ya acusaron a Inglaterra en el siglo XIX de inundar China de opio. Eso
sí, Usó añade el matiz de que la propia Inglaterra era entonces una gran
importadora de opio turco e indio y que su venta era libre en las
farmacias del reino como opio, láudano o morfina. De modo que cuando
llegaron noticias del decreto imperial chino que imponía penas de muerte
por estrangulamiento a todo traficante o usuario de opio, la
información fue recibida «con asombro y estupor» por la opinión pública
británica. El autor explica que antes de un «plan maquiavélico» para
apoderarse del Imperio chino mediante un «envenenamiento sistemático de
la población», habría que preguntarse por qué el opio ya
causaba antes tanta pasión entre los chinos. Si no tendría que ver con
su necesidad de evadirse de una vida plagada de miseria y penurias. O
también con la mera necesidad del Gobierno británico de nivelar su
balanza comercial con China. En cualquier caso, cuando Marx y Engels
protestaron, condenaron al «asesino inglés» pero también al «suicida chino». Lo plantearon como una responsabilidad compartida.
Después la heroína pasó a ser un «arma terrible del fascismo japonés», su empleo contra el enemigo «un refinamiento de crueldad»
y, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, las acusaciones se dieron
la vuelta y recayeron sobre la antigua víctima, los chinos, que ahora
pasaban a verdugos. Vicisitudes de hacerse comunista. Primero, se decía,
el maoísmo pretendía minar la sociedad occidental distribuyendo
opiáceos por todo el orbe, como si fueran supervillanos de tebeo.
Después, que los norcoreanos, maoístas de pro, empleaban narcóticos para
que sus tropas obedecieran órdenes ciegamente. En 1960, Estados Unidos
llegaba a acusar formalmente a Cuba de ayudar a China en su plan para
inundar Estados Unidos de drogas. Nuestro diario ABC habló de «opio rojo»
hasta 1970, aunque en 1972 lo que se puso de manifiesto fue que la CIA
estaba implicada en operaciones de narcotráfico en las guarrerías que
tenían montadas por Indochina.
¿Cuál fue el papel geopolítico de la heroína en aquellos años? Usó nos responde:
La
guerra de Vietnam obró el efecto de poner en contacto directo a la
mayor zona productora de heroína del planeta con el principal país
consumidor del producto en aquellos momentos. Y esto fue así en sentido
literal, hasta el punto de que durante años la heroína procedente el
sudeste asiático entraba en Estados Unidos en los ataúdes que se
utilizaban para repatriar los cadáveres de los soldados norteamericanos.
Por no mencionar el hecho de que la Central Intelligence Agency (CIA),
al igual que había hecho anteriormente su equivalente francés, el
Service de Documentation Extérieure etde Contre-Espionnage (SDECE),
aprovechó la coyuntura que ofrecía el conflicto bélico para involucrarse
en el tráfico de opio y heroína con el fin de financiar operaciones
encubiertas y apoyar económicamente a guerrillas, paramilitares y
ejércitos irregulares de signo anticomunista.
En
este mismo sentido habría que entender las operaciones que los
servicios de inteligencia americanos desarrollaban en su propio
territorio. El programa CointelPro, dedicado expresamente a «incrementar
el faccionalismo, causar confusión y conseguir deserciones» en grupos antisistema para «exponer, desbaratar, descarriar, desacreditar o de lo contrario neutralizar»
sus actividades. El ejemplo más comentado es el de los Panteras Negras,
que fueron un objetivo del CointelPro, pero como también lo fueron el
Ku Klux Klan, el Partido Comunista de EE.UU., el Partido Nazi Americano y
otros. La droga podía estar presente en esta guerra sucia, pero más
bien para fabricar acusaciones o forzar detenciones. Hasta llegaron a
plantar marihuana en el jardín de alguno, cita el libro. Un uso de la
droga que dista mucho del fomento interesado y consciente del
envenenamiento de un grupo social. No obstante, sobre el evidente
elevado consumo de heroína en los barrios negros, Usó sostiene que el
caballo ya circulaba por sus calles desde hacía décadas y que, tras
consumarse las escisiones en los Panteras Negras y desarticularse el
movimiento, el lugar que dejó su red asistencial la ocuparon matones y
camellos que se convirtieron en los nuevos modelos a imitar, lo que
agravó el problema.
El
quid de la cuestión es que lo que causaba el consumo de heroína era la
demanda, que ya existía. Había factores culturales que la estimulaban y
la llegada de miles de soldados que se habían enganchado en el sudeste
asiático también contribuyó. Pero fundamentalmente, lo que se esfuerza
por subrayar el autor, es que el factor verdaderamente determinante para
que existiera esa demanda era la prohibición: «El valor simbólico que
se le atribuye a la heroína viene determinado por su condición de fruto
prohibido. Podemos decir que en Estados Unidos durante los setenta era
una sustancia rodeada de un glamur y una fama que fue perdiendo en los
ochenta para pasar a ser percibida como una droga de zombis y de
perdedores… Sin embargo, la heroína no es un arma, sino un fármaco
proscrito y exiliado a la fuerza de su lugar de origen: las farmacias».
En
España, como en Gran Bretaña, también fue legal. En las farmacias de
Barcelona se podía encontrar «morfina, éter, hachís, opio y cocaína» y, según el artículo «Los que envenenan. La felicidad está en un tarro de la farmacia» de Mateo Santos, de 1915, en el diario radical Germinal, los adictos eran «pobres borrachos de ideal», que seguían la «pose» bohemia de «determinados espíritus selectos» de aquella época como Verlaine, Baudelaire, Carrere, Bonafoux, etc… Con una oferta ilimitada, la demanda estaba reducida. Como explica Usó:
Nunca
hubo mayor oferta de heroína —y de cualquier otra droga— que antes de
su prohibición, ya que estaba disponible —totalmente pura y a precios
bastante asequibles— en todas las farmacias, y sin embargo no parece que
su consumo fuera tan problemático como después de que se generalizaran
las políticas prohibicionistas. Para que se dé un aumento del consumo de
un producto, sea el que sea, no basta con la existencia de una oferta
abundante, hay que estimular la demanda.
En
España, conforme la demanda iba aumentando durante los setenta, la
heroína o los opiáceos no entraron siempre de contrabando.
La gran
mayoría se consiguieron en las propias farmacias.
Entre 1975 y 1977, al
menos la mitad de las cantidades que intervino la policía procedían de
las boticas. Sin embargo no eran noticias que tuviesen demasiada
relevancia durante la Transición, cuando en política todos los días
pasaba algo.
El consumo fue repuntando en silencio, mientras el país
estaba en vilo con el ruido de sables, el terrorismo, la legalización
del PCE y toda aquella efervescencia política.
No
obstante,
Usó sugiere una serie de hitos históricos en la cultura
popular que pudieron influir en el crecimiento de la demanda.
En 1976 se
publicó en España Yonqui de William Burroughs, con un detallado y colorido chute en primer plano en la portada.
En 1977 llegó al mercado español Rock and Roll Animal de Lou Reed con la leyenda en portada «Versión original íntegra incluyendo el tema “Heroin”».
La prensa contracultural, como las revistas Ajoblanco, Ozono y muy especialmente Star —que
incluía testimonios de heroínomanos sobre su cotidiano día a día—
empezaron a tratar el tema sin moralismo. ¿Qué ocurrió? En palabras de
Usó: «Sin
que sepamos muy bien por qué, un número indeterminado de jóvenes
decidió empezar a inyectarse antes incluso de tener acceso a la primera
dosis de heroína». Hasta el escalofriante o, cuando menos, grimoso uso
de la jeringuilla para drogarse «estaba perfectamente interiorizado en
un imaginario colectivo que, antes de llegar el consumo masivo, ya había
sido aleccionado culturalmente».
Siguiendo
con la cronología, el año clave fue 1978, cuando la prensa empezó a dar
un tratamiento sensacionalista al problema de la heroína que sufrían
otros países europeos, pero todavía no España. «El miedo y la
exageración alimentaron el interés y la fascinación de los jóvenes». Se
extendió la convicción entre los jóvenes y adolescentes, especialmente
interesados en «conductas arriesgadas», de que «algo muy caro, perseguido y peligroso, alberga placeres inmensos».
El
primer consumo empezó a darse entre jóvenes de la alta sociedad.
De
hecho, las primeras cantidades confiscadas por la policía en
Bizkaia fueron en la margen derecha, donde están los barrios bien. Luego
sí que es cierto que el consumo se fue extendiendo y también que la
heroína empezó a emplearse en los barrios obreros como antes se tomaba
alcohol «para embriagarse, para pertenecer a un grupo social, para
adquirir una imagen intimidatoria asociada a conceptos como temeridad,
fortaleza o resistencia», explica.
En las clases populares,
muchos jóvenes, tras ver a sus padres pringar toda una vida sin
recompensas muy atractivas, habían tomado la decisión de buscarse la
vida en lugar de ganársela
. La forma de vida del adicto al caballo
encajó como un guante en estos esquemas.
Entre
1979 y 1981, la población reclusa creció más de un 50%.
En 1984, España
fue el país de todo el mundo con más atracos a bancos: 6 239. Un total
de 4 014 millones de pesetas.
«El dinero fácil permitió un consumo
exagerado», alude Usó.
Si bien es cierto que el lamentable
espectáculo al que asistieron los españoles en las calles de sus
barrios, junto con la aparición del sida, hicieron que a partir de
mediados de la década los que se incorporaran al consumo endovenoso
fueran solo aquellos que la heroína formaba parte de su ambiente.
De
forma simultánea, los cuerpos de Policía y Guardia Civil se iban
corrompiendo con esa sustancia tan lucrativa. Se registraron numerosos
casos en todo el país, pero el aspecto más escandaloso fue el pago con
droga a confidentes, un delito tipificado.
Esta mala praxis, por
referirnos a ella benevolentemente, estuvo tan extendida que hasta el
luego ministro de Defensa Eduardo Serra propuso regular estas retribuciones en especie para proteger con una cobertura legal a los agentes que las hicieran.
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