Él era tan italiano y desorganizado, y yo tan nórdica y exacta. (Ingrid Bergman)
«Querido señor Rossellini: Vi sus filmes Roma, ciudad abierta y Paisà,
y me gustaron mucho. Si necesita usted una actriz sueca que habla muy
bien el inglés, que no ha olvidado su alemán, que chapurrea un poco el
francés, y que en italiano solo conoce “ti amo”, estoy dispuesta a
acudir y hacer un film con usted».
Es una de las misivas más célebres de
la correspondencia cinematográfica. Ingrid Bergman se despedía «con todo mi afecto» de Roberto Rossellini.
Efectivamente, había visto Roma, ciudad abierta
en el World Theater de la calle Cuarenta y Nueve Oeste de Nueva York, y
la impresión que le causó el filme fue toda una revelación.
Sí, era
posible hacer un cine desde la sencillez y el naturalismo. Desde
emociones esenciales y el ennoblecimiento del sacrificio de los
humildes.
Para la actriz, que siempre había huido del artificio
maquillado y las falsas refulgencias de alhajas, el descubrimiento del
cine de Rossellini supuso la constatación de que su concepto de la
interpretación dramática tenía un correlato estético y un vívido reflejo
cinematográfico.
«Sentí que me había enamorado de Roberto antes de
conocerle en persona. ¡Me enamoré de él simplemente viendo su
película!», reconoció la protagonista de Casablanca.
Ingrid Bergman llegó a Hollywood de la mano del avispado productor David O. Selznick.
Este hacía tiempo que buscaba una nueva Greta Garbo.
La escena sueca era una buena cantera europea y Selznick, con un olfato
infalible para los diamantes en bruto, se fijó en esa joven candorosa y
rutilante que había protagonizado el éxito escandinavo Intermezzo.
El productor, no obstante, se encontró con el rechazo de la actriz
cuando le sugirió algunos cambios de imagen y un pulido según las
artificiosidades cosméticas marca de la meca del cine.
Así fue como de
la necesidad se hizo virtud, y Bergman, mediante una hábil campaña
publicitaria, pasó a convertirse en la estrella natural, «la muchacha de
la puerta de al lado».
Gracias a su talento confabulado con un
atractivo imanador, el éxito fue acrecentando su popularidad y cuenta
corriente (controlada con celo luterano por su marido Petter Lindstrom). A las órdenes de Hitchcock protagonizó Recuerda, Encadenados (obra maestra del cineasta) y Atormentada.
Por aquel entonces y para desesperación de Hitch, quien se había
enamorado de la actriz inaugurando su conocida y tortuosa obsesión por
las rubias de sus filmes, Bergman mantenía una relación con Robert Capa.
El fotógrafo era todo lo contrario a su cicatero y glacial marido. Capa
significaba la pasión, la libertad, el talento artístico, la apertura a
nuevos horizontes físicos e intelectuales.
No tenía ni un duro, se
bebía hasta el agua de las macetas y su vida estaba marcada por la
improvisación constante.
Pero ella se enamoró con furores.
Solo un
pequeño detalle inclinó la balanza de la relación hacia la amistad. Capa
no estaba para matrimonios.
En
cualquier caso, a él le debe la recomendación de una película
imprescindible de un director italiano novísimo y valiente.
Nada que ver
con el cartón-piedra a la que ella estaba acostumbrada. Nada que ver
con el oropel de falsas incandescencias de Hollywood.
Solo realidad a
pie de calle. Verismo descamisado y con lamparones. Un tranche de vie, querida.
La película se titula Roma, ciudad abierta y Roberto Rossellini es su director.
Con él llegó el escándalo
Las
mujeres suecas son las más impresionables del mundo, porque tienen unos
maridos totalmente fríos. El amor que reciben es un bálsamo analgésico
en lugar de un tónico. (Roberto Rossellini)
Después de ver Paisà
en 1948, Ingrid Bergman lo tiene clarísimo. Quiere hacer una película
con el tal Rossellini.
Su marido (lo cortés no quita lo valiente) la
anima a escribirle una carta. La célebre carta con la coqueta coletilla
del «ti amo», palabras finales del filme Arco del triunfo, que la
actriz acaba de rodar.
La envía el 30 de abril y Rossellini la recibe
el 8 de mayo, día de su cuarenta y dos cumpleaños.
En la novela L’ année des volcans, el escritor François-Guillaume Lorrain
recrea la relación de Bergman y Rossellini, y con especial gracia
describe el momento en el cual el director recibe la carta.
No tiene ni
idea de quién es la tal Ingrid Bergman.
Le suena vagamente la película Casablanca,
pero no ha visto ninguno de sus trabajos.
Al cineasta le gusta más
hacer películas que verlas. Y además, detesta el cine norteamericano.
«Una fábrica de salchichas que hace unas salchichas excelentes», gustaba
comentar sarcástico en referencia a la industria de Hollywood.
Pese
a todo y como siempre, Rossellini iba escaso de dinero. Necesitaba
financiación y ya había iniciado algún tanteo con Selznick.
Así pues, la
carta de Bergman resultó oportunísima.
El director respondió raudo y
zalamero con un telegrama: «Querida señora Bergman. Acabo de recibir con
gran emoción su carta que resulta llegar el día de mi cumpleaños como
su más preciado regalo.
Es absolutamente cierto que he soñado en hacer
un filme con usted, y desde este momento haré todo lo que esté en mi
mano para que este sueño se haga realidad tan pronto como sea posible.
Le escribiré una larga carta para expresarle mis ideas, con mi
admiración.
Por favor acepte la expresión de mi gratitud junto con mis
mejores saludos».
El 15 de mayo, el director le envía una carta a Bergman esbozándole la historia de Stromboli.
A Bergman le entusiasma. Una mujer extranjera enfrentada a una turba
beata, chismosa e infame.
Una historia de sacrificio con toques
místicos. Como la de su querida doncella de Orleans. Decía Hitchock con
malicia despechada que a Bergman solo le interesaba interpretar a Juanas
de Arco.
Sea como sea, el pícaro Rossellini dio en diana, motivando el
primer encuentro entre ambos en el verano de 1948 en París. Donald Spoto,
en la biografía de la actriz, describe el almuerzo: «Su aspecto no
tenía nada de extraordinario; llevaba un traje arrugado y al menos dos
tallas más grande, y explicó esto a Ingrid diciéndole que siempre estaba
de dieta. Lo comprendía, dijo ella con una risa».
Y la risa rompió el
hielo.
El
17 de enero de 1949, después de recoger el premio de la crítica en
Nueva York, Rossellini llega a Hollywood.
Había dejado tirado a la
actriz Ana Magnani, su amante por aquel entonces (bueno, más
preciso sería decir una de sus múltiples amantes). Era conocida la
intemperancia violenta y la celopatía de la romana, que no evitaba los
excesos melodramáticos salpimentados con el rompimiento de vajilla y el
tiro a la cara de bandejas de espaguetis.
La realidad imitaba al arte.
Así que Roberto optó una mañana por salir a por tabaco y no volver nunca
más al hotel donde se alojaba la Magnani.
En Hollywood, el reputado director de Roma, ciudad abierta
une su desconocimiento del inglés con cierta impericia social y una
indiferencia absoluta por los figurones de Hollywood. No es,
precisamente, la alegría de la fiesta que Billy Wilder organiza en su casa. Necesitado de dólares, Rossellini proyecta Alemania, año cero en casa del productor Samuel Goldwyn.
Al pobre cofundador de la rugiente Metro-Goldwyn-Mayer le produce una
depresión absoluta la historia del pequeño nazi suicida.
Agarra bien
fuerte su cartera. Finalmente, Howard Hughes, propietario de RKO, pone la pasta para Stromboli, Terra di Dio. Poco después, la volcánica Magnani anuncia el nuevo proyecto en el que está trabajando: se titula Vulcano y su argumento es sospechosamente parecido al de Stromboli. Entrañable mujer.
«Durante
largo tiempo, más quizá del que nunca me admití a mí misma, algo había
muerto dentro de mí. Nunca supe qué era exactamente. Faltaba algo en mi
trabajo, en mi vida en casa…, de hecho en toda mi vida. Sin embargo,
fuera lo que fuese lo que estaba mal, no era lo suficiente como para
forzar un cambio. Hasta Roberto», explica Bergman en sus memorias.
Hasta Roberto. El divorcio entre la actriz y el ambicioso Lindstrom fue más bien desagradable.
Y los platos rotos los pagó su hija Pia.
Durante buena parte de su infancia y la totalidad de la adolescencia en
contadas ocasiones estuvo con su madre.
Como nos olvidamos ayer noche
los hábitos de moralista en el burdel, nos abstendremos de los juicios
de valor.
Solo podemos decir que los divorcios los carga el diablo. En
cambio, Rossellini tuvo pocos problemas para separarse de su esposa Marcella De Marchis.
De hecho se trataba de un matrimonio derruido años atrás.
Ingrid
y Roberto pudieron casarse mediante un rocambolesca boda por poderes
oficiada en México mientras ellos permanecían en una iglesia de Roma.
Al
cabo de poco tiempo se filtró la noticia —el taimado Hughes pasó la
bomba de relojería a la depredadora plumilla Louella Parsons— del
embarazo de Ingrid Bergman.
Y el escándalo estalló. Todo el puritanismo
yanqui en masa se alzó en contra de la actriz, que, según una versión
distorsionada de los hechos, había abandonado a esposo e hija para vivir
en pecado con un italiano filocomunista.
No ayudó a sofocar las iras de
los reaccionarios la imagen de castidad que Bergman había proyectado en
películas como Las campanas de Santa María o Juana de Arco. «La chica de al lado» era ahora a ojos pacatos una viciosa Jezabel.
Su carrera en Hollywood parecía estar acabada.
Bajo el volcán
Roberto, tout le monde va se dire, mais quel est le saligaud qui a éclairé cette merde? (François-Guillaume Lorrain, L’ année des volcans)
Bergman
se centró en su trabajo con Rossellini. Tampoco tenía más opción, pues
su nuevo marido no la dejaba participar en otras películas que no fueran
las suyas. Fellini, Visconti, De Sica mostraron
interés en rodar con la estrella de Hollywood, pero toparon siempre con
la rotunda negativa de Roberto. A sus celos añadía una desorganización
vital y una inestabilidad emocional considerables. Si arrancaba los
proyectos enérgico, pronto el director se mostraba aburrido y apático.
Era en esos momentos cuando montaba en uno de sus coches de carreras y
se perdía quemando asfalto o desaparecía varios días con su caña de
pescar al hombro.
Para
la disciplinada actriz fue una etapa decepcionante. Los rodajes sin
guion (con unos diálogos garabateados por el director momentos antes de
las tomas), sin ensayos ni planificación exasperaban a los actores
profesionales, que además tenían que actuar con espontáneos y soportar
largos parones ociosos. Todo aquello del neorrealismo nada tenía que ver
con la monótona pero segura cadena de montaje de la industria de
Hollywood.
Tampoco los resultados comerciales eran halagüeños. Stromboli, Europa 51, Te querré siempre y La Paura fueron un fracaso y supusieron un duro revés para las mermadas finanzas de la pareja. Aquel brillante director de Roma, ciudad abierta para muchos había sido un puro espejismo.
Solo años después, y gracias a la vindicación de los chicos de la Nouvelle Vague, la obra de Rossellini volvió a la primera línea del cine mundial
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