Un estudio con pianistas de jazz descubre que improvisar un solo triste activa el módulo cerebral del placer.
Fue un error histórico. Cuando Rick le pidió que volviera a cantarla, Sam no debió repetir As time goes by, sino Knock on wood,
toca madera, que es casi la primera que canta en toda la película, y
que le habría ahorrado a Bogart tres cuartos de botella de whisky de
centeno y un broncazo con su ex. Porque ni Sam era el mismo músico, ni
Rick el mismo oyente mientras sonaban esas dos canciones, que
representan las dos caras de la vida.
Es parte del misterioso nexo entre la música y las emociones que la neurología ha empezado a desentrañar.
Melinda McPherson, Charles Limb y sus colegas de la Facultad de
Medicina Johns Hopkins, en Baltimore, y la Universidad de California en
San Francisco no han utilizado Casablanca para investigar la
relación entre la creatividad musical y las emociones, sino a 12
pianistas de jazz de carne y hueso.
Les han enseñado fotos en que una actriz aparece o bien triste, o alegre, o con un gesto neutro impenetrable, y les han pedido que improvisen un solo de piano que case con esas emociones. Mientras tocaban, espiaron su cerebro mediante resonancia magnética funcional (fMRI), la técnica que destripa los secretos más ocultos de la mente humana.
Los resultados, que presentan en Scientific Reports, son nítidos, aunque complejos, como todo lo que atañe a nuestro cerebro.
Por un lado, el mero hecho de improvisar un solo apaga el llamado córtex prefrontal dorsolateral (DLPFC en sus siglas inglesas), una región en lo alto de la frente que ha evolucionado en los últimos millones de años (un pestañeo en las escalas geológicas), y que tarda décadas en madurar durante el desarrollo personal.
Esta región se ocupa de muy altas funciones intelectuales, como la memoria operativa, la flexibilidad cognitiva y el razonamiento abstracto.
Es curioso que haya que apagarla para improvisar un solo de piano, como si el músico de jazz tuviera que viajar al pasado de la especie para hacer su trabajo.
Más curioso aún es que el apagado de esta parte alta de la frente sea mucho más drástico en las improvisaciones alegres que en las tristes, como si expresar la alegría fuera una tarea menos ejecutiva, menos intelectual o más antigua –evolutivamente— que expresar la tristeza.
Apagar el DLPFC, según los autores de la investigación, permite a los músicos entrar en un estado “de flujo”, dejarse transportar por las emociones que les produce su propia música.
Y los datos revelan que ese automatismo mental ocurre con mucha más potencia al interpretar un solo alegre que uno triste.
Interpretar un solo triste, por otro lado, tiene también sus compensaciones, pero en una zona cerebral mucho más antigua, la llamada sustancia negra (o substantia nigra en latín), una región mesencefálica enterrada en las profundidades reptilianas de nuestra cabeza, las que evolucionaron e la noche de los tiempos y se ocupan hoy –como ya hacían entonces— de los mecanismos de recompensa, y por tanto también son responsables de las adicciones a las drogas, al juego, al sexo y a todo lo demás
. Contra toda intuición, esta trampa darwiniana de la recompensa se activa al tocar un solo triste, pero no al tocar uno alegre.
“La emoción y la creatividad están estrechamente vinculadas”, concluyen los científicos, “y los mecanismos neurológicos que subyacen a la creatividad dependen del estado emocional”.
De hecho, los autores piensan que la capacidad del arte para experimentar y comunicar las emociones es probablemente la razón fundamental “de la omnipresencia del arte en todas las culturas a lo largo de la historia humana”.
Tal vez sea importante enfatizar que los 12 pianistas de jazz implicados en el estudio son músicos profesionales muy experimentados.
Los resultados habrían sido muy distintos con un pianista de jazz novato, que normalmente está tan preocupado por atinar con las alteraciones del acorde de séptima y la escala menor melódica que tiene que tocar el piano con todo el cerebro, y casi con todo el cuerpo.
También Sam era un músico experimentado.
Qué pena que se equivocara de canción.
¿O lo hizo para obtener una recompensa de su cerebro reptiliano?
Es parte del misterioso nexo entre la música y las emociones que la neurología ha empezado a desentrañar.
Es como si expresar la alegría fuera una tarea
menos 'ejecutiva', menos intelectual o más antigua –evolutivamente— que
expresar la tristeza
Les han enseñado fotos en que una actriz aparece o bien triste, o alegre, o con un gesto neutro impenetrable, y les han pedido que improvisen un solo de piano que case con esas emociones. Mientras tocaban, espiaron su cerebro mediante resonancia magnética funcional (fMRI), la técnica que destripa los secretos más ocultos de la mente humana.
Los resultados, que presentan en Scientific Reports, son nítidos, aunque complejos, como todo lo que atañe a nuestro cerebro.
Por un lado, el mero hecho de improvisar un solo apaga el llamado córtex prefrontal dorsolateral (DLPFC en sus siglas inglesas), una región en lo alto de la frente que ha evolucionado en los últimos millones de años (un pestañeo en las escalas geológicas), y que tarda décadas en madurar durante el desarrollo personal.
Esta región se ocupa de muy altas funciones intelectuales, como la memoria operativa, la flexibilidad cognitiva y el razonamiento abstracto.
Es curioso que haya que apagarla para improvisar un solo de piano, como si el músico de jazz tuviera que viajar al pasado de la especie para hacer su trabajo.
Más curioso aún es que el apagado de esta parte alta de la frente sea mucho más drástico en las improvisaciones alegres que en las tristes, como si expresar la alegría fuera una tarea menos ejecutiva, menos intelectual o más antigua –evolutivamente— que expresar la tristeza.
Apagar el DLPFC, según los autores de la investigación, permite a los músicos entrar en un estado “de flujo”, dejarse transportar por las emociones que les produce su propia música.
Y los datos revelan que ese automatismo mental ocurre con mucha más potencia al interpretar un solo alegre que uno triste.
Interpretar un solo triste, por otro lado, tiene también sus compensaciones, pero en una zona cerebral mucho más antigua, la llamada sustancia negra (o substantia nigra en latín), una región mesencefálica enterrada en las profundidades reptilianas de nuestra cabeza, las que evolucionaron e la noche de los tiempos y se ocupan hoy –como ya hacían entonces— de los mecanismos de recompensa, y por tanto también son responsables de las adicciones a las drogas, al juego, al sexo y a todo lo demás
. Contra toda intuición, esta trampa darwiniana de la recompensa se activa al tocar un solo triste, pero no al tocar uno alegre.
“La emoción y la creatividad están estrechamente vinculadas”, concluyen los científicos, “y los mecanismos neurológicos que subyacen a la creatividad dependen del estado emocional”.
De hecho, los autores piensan que la capacidad del arte para experimentar y comunicar las emociones es probablemente la razón fundamental “de la omnipresencia del arte en todas las culturas a lo largo de la historia humana”.
Tal vez sea importante enfatizar que los 12 pianistas de jazz implicados en el estudio son músicos profesionales muy experimentados.
Los resultados habrían sido muy distintos con un pianista de jazz novato, que normalmente está tan preocupado por atinar con las alteraciones del acorde de séptima y la escala menor melódica que tiene que tocar el piano con todo el cerebro, y casi con todo el cuerpo.
También Sam era un músico experimentado.
Qué pena que se equivocara de canción.
¿O lo hizo para obtener una recompensa de su cerebro reptiliano?
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