El desánimo se extiende por la clase media de EE UU. La desigualdad, el malestar con las élites y el alza de una sociedad multirracial marcarán la designación del próximo presidente.
¿Qué tienen que ver los suicidios y las muertes por sobredosis en
Estados Unidos con el fenómeno Donald Trump? La respuesta breve: nada.
El magnate y showman Trump anunció su candidatura a la nominación republicana a la Casa Blanca en junio de 2015
. En seguida se encaramó en lo alto de los sondeos.
El aumento de la mortalidad entre estadounidenses de mediana edad data de mucho antes, de principios de la década pasada.
El magnate y showman Trump anunció su candidatura a la nominación republicana a la Casa Blanca en junio de 2015
. En seguida se encaramó en lo alto de los sondeos.
El aumento de la mortalidad entre estadounidenses de mediana edad data de mucho antes, de principios de la década pasada.
En un estudio publicado en otoño de 2015,
el último Nobel de Economía, Angus Deaton, y la economista Anne Case
revelaron los efectos de la epidemia de heroína y el consumo del alcohol
en un segmento de población determinado: los blancos sin estudios
universitarios, el grupo más golpeado por el aumento de la mortalidad.
La respuesta más larga a la pregunta del principio: mucho.
El malestar de los blancos sin estudios superiores —malestar con las élites políticas, con las desigualdades económicas, con los cambios acelerados en las costumbres y la composición étnica del país, con sus propias vidas— es un dato central en la campaña para suceder a Barack Obama en las elecciones presidenciales del 8 de noviembre.
El lunes 1 de febrero, en el pequeño Estado de Iowa, arranca el ciclo de caucus (asambleas electivas) y elecciones primarias que, de ahora a junio, servirá para elegir a los delegados que en las convenciones demócrata y republicana designarán al candidato de cadapartido para la Casa Blanca.
Políticos como Trump han capitalizado la insatisfacción de la clase trabajadora blanca, según Case. “Está claro que muchos blancos americanos en este grupo demográfico sienten que están en crisis”, ha escrito Case en la publicación Quartz, “y que los candidatos, en el intento de hacerse con lo que será un bloque de votantes sustancial en 2016, están modelando sus programas electorales pensando en un público que se siente cada vez más invisible”.
El desánimo no es monopolio de los partidarios de Trump, el candidato que ha trastocado las normas del juego político con una retórica contraria a Washington, a los inmigrantes, a los musulmanes y a los jefes de su propio partido, el republicano.
Es transversal, aunque posiblemente esté más acentuado entre los conservadores.
Tampoco es seguro que el desánimo sea el único sentimiento de los
estadounidenses hoy. Es posible, como dice William Frey, el demógrafo
que mejor ha auscultado las transformaciones de EE UU en los años de
Obama, que exista una mayoría silenciosa que no comparte la angustia y
el pesimismo de los ciudadanos y políticos que más se escuchan en
campaña.
“Quizá haya otro grupo de personas que ahora no estemos oyendo, quizá sean más moderados”, dice Frey.
Pero ahora se oye, a la derecha, a Trump, o al senador texano Ted Cruz, que atizan el miedo a los inmigrantes y a todo tipo de angustias existenciales para EE UU.
Y, a la izquierda, el senador por Vermont Bernie Sanders desafía a la favorita demócrata, Hillary Clinton, con un discurso socialdemócrata clásico contra las desigualdades y los abusos de Wall Street.
Trump y Sanders no tienen nada que ver, ni en la ideología ni en el
talante.
Pero ambos son periféricos en sus partidos y recogen el enfado del electorado con el establishment —llámese Wall Street, Washington, medios de comunicación o aparatchiks de los partidos: instituciones impotentes para gestionar un mundo dislocado— y la indignación con el statu quo: una recuperación económica que, en las cifras, es excepcional (tasas de paro cercanas al pleno empleo, crecimiento sostenido, déficit bajo control), pero que las clases trabajadoras no han notado.
La respuesta más larga a la pregunta del principio: mucho.
El malestar de los blancos sin estudios superiores —malestar con las élites políticas, con las desigualdades económicas, con los cambios acelerados en las costumbres y la composición étnica del país, con sus propias vidas— es un dato central en la campaña para suceder a Barack Obama en las elecciones presidenciales del 8 de noviembre.
El lunes 1 de febrero, en el pequeño Estado de Iowa, arranca el ciclo de caucus (asambleas electivas) y elecciones primarias que, de ahora a junio, servirá para elegir a los delegados que en las convenciones demócrata y republicana designarán al candidato de cadapartido para la Casa Blanca.
Políticos como Trump han capitalizado la insatisfacción de la clase trabajadora blanca, según Case. “Está claro que muchos blancos americanos en este grupo demográfico sienten que están en crisis”, ha escrito Case en la publicación Quartz, “y que los candidatos, en el intento de hacerse con lo que será un bloque de votantes sustancial en 2016, están modelando sus programas electorales pensando en un público que se siente cada vez más invisible”.
El desánimo no es monopolio de los partidarios de Trump, el candidato que ha trastocado las normas del juego político con una retórica contraria a Washington, a los inmigrantes, a los musulmanes y a los jefes de su propio partido, el republicano.
Es transversal, aunque posiblemente esté más acentuado entre los conservadores.
Trump y Sanders no tienen nada que ver.
Pero los dos son periféricos en sus partidos y recogen el enfado del electorado
“Quizá haya otro grupo de personas que ahora no estemos oyendo, quizá sean más moderados”, dice Frey.
Pero ahora se oye, a la derecha, a Trump, o al senador texano Ted Cruz, que atizan el miedo a los inmigrantes y a todo tipo de angustias existenciales para EE UU.
Y, a la izquierda, el senador por Vermont Bernie Sanders desafía a la favorita demócrata, Hillary Clinton, con un discurso socialdemócrata clásico contra las desigualdades y los abusos de Wall Street.
Pero ambos son periféricos en sus partidos y recogen el enfado del electorado con el establishment —llámese Wall Street, Washington, medios de comunicación o aparatchiks de los partidos: instituciones impotentes para gestionar un mundo dislocado— y la indignación con el statu quo: una recuperación económica que, en las cifras, es excepcional (tasas de paro cercanas al pleno empleo, crecimiento sostenido, déficit bajo control), pero que las clases trabajadoras no han notado.
¿Qué tienen que ver los suicidios y las muertes por sobredosis en
Estados Unidos con el fenómeno Donald Trump? La respuesta breve: nada.
El magnate y showman Trump
anunció su candidatura a la nominación republicana a la Casa Blanca en
junio de 2015. En seguida se encaramó en lo alto de los sondeos. El
aumento de la mortalidad entre estadounidenses de mediana edad data de
mucho antes, de principios de la década pasada.
En un estudio publicado en otoño de 2015,
el último Nobel de Economía, Angus Deaton, y la economista Anne Case
revelaron los efectos de la epidemia de heroína y el consumo del alcohol
en un segmento de población determinado: los blancos sin estudios
universitarios, el grupo más golpeado por el aumento de la mortalidad.
La respuesta más larga a la pregunta del principio: mucho. El malestar de los blancos sin estudios superiores —malestar con las élites políticas, con las desigualdades económicas, con los cambios acelerados en las costumbres y la composición étnica del país, con sus propias vidas— es un dato central en la campaña para suceder a Barack Obama en las elecciones presidenciales del 8 de noviembre. El lunes 1 de febrero, en el pequeño Estado de Iowa, arranca el ciclo de caucus (asambleas electivas) y elecciones primarias que, de ahora a junio, servirá para elegir a los delegados que en las convenciones demócrata y republicana designarán al candidato de cada partido para la Casa Blanca.
Políticos como Trump han capitalizado la insatisfacción de la clase trabajadora blanca, según Case. “Está claro que muchos blancos americanos en este grupo demográfico sienten que están en crisis”, ha escrito Case en la publicación Quartz, “y que los candidatos, en el intento de hacerse con lo que será un bloque de votantes sustancial en 2016, están modelando sus programas electorales pensando en un público que se siente cada vez más invisible”.
El desánimo no es monopolio de los partidarios de Trump, el candidato que ha trastocado las normas del juego político con una retórica contraria a Washington, a los inmigrantes, a los musulmanes y a los jefes de su propio partido, el republicano. Es transversal, aunque posiblemente esté más acentuado entre los conservadores.
Tampoco es seguro que el desánimo sea el único sentimiento de los
estadounidenses hoy. Es posible, como dice William Frey, el demógrafo
que mejor ha auscultado las transformaciones de EE UU en los años de
Obama, que exista una mayoría silenciosa que no comparte la angustia y
el pesimismo de los ciudadanos y políticos que más se escuchan en
campaña.
“Quizá haya otro grupo de personas que ahora no estemos oyendo, quizá sean más moderados”, dice Frey.
Pero ahora se oye, a la derecha, a Trump, o al senador texano Ted Cruz, que atizan el miedo a los inmigrantes y a todo tipo de angustias existenciales para EE UU. Y, a la izquierda, el senador por Vermont Bernie Sanders desafía a la favorita demócrata, Hillary Clinton, con un discurso socialdemócrata clásico contra las desigualdades y los abusos de Wall Street.
Trump y Sanders no tienen nada que ver, ni en la ideología ni en el
talante.
Pero ambos son periféricos en sus partidos y recogen el enfado del electorado con el establishment —llámese Wall Street, Washington, medios de comunicación o aparatchiks de los partidos: instituciones impotentes para gestionar un mundo dislocado— y la indignación con el statu quo: una recuperación económica que, en las cifras, es excepcional (tasas de paro cercanas al pleno empleo, crecimiento sostenido, déficit bajo control), pero que las clases trabajadoras no han notado.
Los salarios se han estancado, las deslocalizaciones industriales han dejado ciudades semivacías en el Medio Oeste y la generación de los millenials, los nacidos después de 1980, afronta la perspectiva de ser la primera, desde la II Guerra Mundial, que vivirá peor que sus padres. Por primera vez desde principios de los años setenta, los hogares de ingresos medios ya no son mayoritarios en EE UU, según un estudio del Pew Research Center.
El número de estadounidenses en hogares de altos y bajos ingresos supera ya al de ingresos medios, signo de una sociedad más desigual en la que la clase media —el gran motor de la cohesión social: el territorio donde la american way of life (el estilo de vida americano) podía desplegarse en plenitud— se encoge y pierde su centralidad en la vida estadounidense.
Un sondeo reciente de la revista Esquire y la cadena NBC revela que la mitad de los estadounidenses están más enojados que el año pasado y que los blancos son el grupo étnico más enfadado, más que los negros y los hispanos.
La respuesta más larga a la pregunta del principio: mucho. El malestar de los blancos sin estudios superiores —malestar con las élites políticas, con las desigualdades económicas, con los cambios acelerados en las costumbres y la composición étnica del país, con sus propias vidas— es un dato central en la campaña para suceder a Barack Obama en las elecciones presidenciales del 8 de noviembre. El lunes 1 de febrero, en el pequeño Estado de Iowa, arranca el ciclo de caucus (asambleas electivas) y elecciones primarias que, de ahora a junio, servirá para elegir a los delegados que en las convenciones demócrata y republicana designarán al candidato de cada partido para la Casa Blanca.
Políticos como Trump han capitalizado la insatisfacción de la clase trabajadora blanca, según Case. “Está claro que muchos blancos americanos en este grupo demográfico sienten que están en crisis”, ha escrito Case en la publicación Quartz, “y que los candidatos, en el intento de hacerse con lo que será un bloque de votantes sustancial en 2016, están modelando sus programas electorales pensando en un público que se siente cada vez más invisible”.
El desánimo no es monopolio de los partidarios de Trump, el candidato que ha trastocado las normas del juego político con una retórica contraria a Washington, a los inmigrantes, a los musulmanes y a los jefes de su propio partido, el republicano. Es transversal, aunque posiblemente esté más acentuado entre los conservadores.
Trump y Sanders no tienen nada que ver. Pero los dos son periféricos en sus partidos y recogen el enfado del electorado
“Quizá haya otro grupo de personas que ahora no estemos oyendo, quizá sean más moderados”, dice Frey.
Pero ahora se oye, a la derecha, a Trump, o al senador texano Ted Cruz, que atizan el miedo a los inmigrantes y a todo tipo de angustias existenciales para EE UU. Y, a la izquierda, el senador por Vermont Bernie Sanders desafía a la favorita demócrata, Hillary Clinton, con un discurso socialdemócrata clásico contra las desigualdades y los abusos de Wall Street.
Pero ambos son periféricos en sus partidos y recogen el enfado del electorado con el establishment —llámese Wall Street, Washington, medios de comunicación o aparatchiks de los partidos: instituciones impotentes para gestionar un mundo dislocado— y la indignación con el statu quo: una recuperación económica que, en las cifras, es excepcional (tasas de paro cercanas al pleno empleo, crecimiento sostenido, déficit bajo control), pero que las clases trabajadoras no han notado.
Los salarios se han estancado, las deslocalizaciones industriales han dejado ciudades semivacías en el Medio Oeste y la generación de los millenials, los nacidos después de 1980, afronta la perspectiva de ser la primera, desde la II Guerra Mundial, que vivirá peor que sus padres. Por primera vez desde principios de los años setenta, los hogares de ingresos medios ya no son mayoritarios en EE UU, según un estudio del Pew Research Center.
El número de estadounidenses en hogares de altos y bajos ingresos supera ya al de ingresos medios, signo de una sociedad más desigual en la que la clase media —el gran motor de la cohesión social: el territorio donde la american way of life (el estilo de vida americano) podía desplegarse en plenitud— se encoge y pierde su centralidad en la vida estadounidense.
Un sondeo reciente de la revista Esquire y la cadena NBC revela que la mitad de los estadounidenses están más enojados que el año pasado y que los blancos son el grupo étnico más enfadado, más que los negros y los hispanos.
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