El mundo de los toros tiene un problema de relación con la sociedad que lo rodea.
No cabe mayor expresión del mal, en la iconografía contemporánea, que un torero exponiendo a su bebé delante de una vaquilla en cuyo lomo se aprecia el rastro de una hemorragia.Así es que Francisco Rivera sería un epígono de Saturno, devorando a sus propios hijos y atribuyéndose un designio divino: torero por la gracia de Dios.
Exageramos las cosas, claro, porque el debate es hiperbólico en sí mismo.
Se acusa a Rivera de un comportamiento temerario. Y se moviliza incluso la Oficina del Defensor del Menor con la iniciativa de una investigación subordinada a la iracundia social.
No hay mucho que investigar: un torero profesional "inicia" a su hija en un tentadero doméstico
. Y reivindica para hacerlo una tradición familiar.
El problema es que las razones particulares se convierten en asunto general cuando la imagen traspasa el umbral de las redes sociales y adquiere de inmediato un valor incendiario.
Así es que Francisco Rivera sería un epígono de Saturno, devorando a sus propios hijos y atribuyéndose un designio divino: torero por la gracia de Dios.
Exageramos las cosas, claro, porque el debate es hiperbólico en sí mismo
. Se acusa a Rivera de un comportamiento temerario. Y se moviliza incluso la Oficina del Defensor del Menor con la iniciativa de una investigación subordinada a la iracundia social.
No hay mucho que investigar: un torero profesional "inicia" a su hija en un tentadero doméstico. Y reivindica para hacerlo una tradición familiar.
El problema es que las razones particulares se convierten en asunto general cuando la imagen traspasa el umbral de las redes sociales y adquiere de inmediato un valor incendiario.
Tan incendiario que el debate no se plantea ya en la estricta irresponsabilidad de un padre a quien se le debe, por lo visto, retirar la custodia de su hija, sino en una causa general a la tauromaquia, caricaturizándose la escena como un pecado original del que se resiente un mundo arcaico, anacrónico, montaraz, impropio de la asepsia contemporánea y del edén en que cohabitan las mascotas y los niños.
El mundo de los toros, víctima de la endogamia propia y de la demagogia ajena, tiene un problema de relación con la sociedad que lo rodea.
Lo prueba el escándalo iconoclasta de Francisco Rivera.
Lo demuestra el linchamiento hacia el matador, tan agresivo que se le ha deseado la muerte lenta. O sea, que no habría mejor manera de velar por la niña, al parecer, que dejarla huérfana en una suerte de ajusticiamiento.
No creo que Rivera, relajado en un entrenamiento, haya puesto en peligro a la criatura.
Y sí creo que se ha equivocado al publicar la imagen. Porque la ha descontextualizado.
Ha pretendido extrapolarla fuera de su finca y de su vida como un testimonio entrañable de la estirpe -la foto heredada de padres a hijos- y como una expresión orgullosa de sus valores, cuando la opinión pública, en realidad, se ha puesto bastante de acuerdo en considerar al torero una especie de protoinfanticida.
Se han movilizado sus compañeros. "Je suis Fran Rivera", sobrentienden las imágenes con las que presumen de precocidad en la iniciación de sus retoños.
No iban a aislar ellos a su compañero en el cadalso social, pero esta reacción solidaria se expone a una cierta estética y dinámica clandestinas, como si los toreros hubieran pasado de la categoría de héroes a la de perseguidos.
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