Bowie creó a Ziggy Stardust y cambió las reglas en un momento de crisis musical.
Aquel hombre de las estrellas que esperaba en el cielo fue una epifanía
. Imaginen el panorama: los Beatles se habían separado y John Lennon y Paul McCartney andaban tirándose los trastos, Bob Dylan había dado la espalda a su propio mito y se refugiaba en el folk más campestre mientras tenía ínfulas de novelista y actor, los Rolling Stones iban camino de su decadencia grandilocuente con el fatídico concierto de Altamont como punto de inflexión, la eufórica contracultura de los sesenta se desintegraba mientras aparecían los cadáveres de Brian Jones, Janis Joplin, Jimi Hendrix o Jim Morrison y, tan sangrante como todo eso, era ver a Elvis Presley, el detonador de todo, como una marioneta que sentía lástima de sí mismo en el retiro dorado de Las Vegas.
El sueño de la cultura juvenil, del pop y el rock’n’roll, de la irreverencia moral y la rebeldía intelectual, parecía haber llegado a su fin.
Pero, entonces, aquel hombre del espacio se puso en contacto con el planeta Tierra. El sueño no solo volvió a vislumbrarse entre la bruma de los decadentes setenta, sino que alcanzó otra dimensión.
Corría el año 1972
. Aquel hombre de las estrellas, encarnado por David Bowie, se llamaba Ziggy Stardust, era bisexual y lucía una exquisita imagen andrógina.
Era el protagonista de The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, el álbum con el que Bowie alcanzaría la fama y, sobre todo, metería de nuevo un chutazo de inocencia a un pop herido de muerte.
Con rasgos propios de otra galaxia, como ese rostro pálido, pelo rojizo, mirada de cobre y una indescriptible mancha de mercurio, el extraterrestre poseía un magnetismo nunca antes visto para un adolescente. Qué demonios: para nadie.
Si bien es cierto que Marc Bolan puso la purpurina en el pop y pregonó antes el glam-rock, fue Bowie quien cambió las reglas. Inteligente y ambicioso a partes iguales, el verdadero triunfo de aquel joven salido de un laboratorio de arte fue modificar el concepto de la cultura pop.
Que Ziggy Stardust se haya convertido en un personaje inmortal casi es secundario con respecto a la otra gran conquista de su alter ego: el atractivo y presumido Bowie edificó toda una obra a partir de una imagen
. Admirador de ese Bob Dylan de finales de los sesenta, camaleónico y moderno, y de la visión crepuscular de Velvet Underground, el músico era puro teatro.
Aquel astronauta con historias de galaxias lejanas y apocalipsis, motivados en parte por los colocones de heroína de su creador, llevó más que nunca al pop a la dimensión de la fábula.
Su representación teatral, cargada de simbolismo, chocaba con la tradición del rock’n’roll y la contracultura, tan comprometida con el presente y su entorno.
Inspirándose en 2001: Una odisea en el espacio, de Stanley Kubrick, y mezclando elementos de ciencia ficción con pasajes autobiográficos, Bowie anunciaba el futuro de la música pop.
Y al mismo tiempo era una especie de nuevo superhéroe.
En el mundo bipolar y paranoico de la guerra fría, obsesionado por el espacio, Ziggy Stardust era catártico.
Tenía mucho de distopía, que en Reino Unido, a través de su literatura, hundía sus raíces hasta Tomás Moro con su libro Utopía para hablar de la posibilidad de un lugar imaginario, un espacio no existente donde habita una sociedad idealizada, a la que cantaba ese extraterrestre con su pop bañado de soul, que algunos llamaron plastic soul.
Como quiera que se llamase esa música chisporroteante, de arrabal y llena de alma, cualquier adolescente desorientado y aislado podía conectar con su deslumbrante espíritu de querer soñar otro mundo mejor.
En los setenta, nadie necesitaba unos nuevos Beatles.
Poco quedaba para constatarlo definitivamente con la explosión del punk. Bowie supo verlo y anticiparse.
Lo cantaba en Starman, en ese estribillo que estremece ahora más que nunca cuando Ziggy ha viajado a la última galaxia:
“Hay un hombre de las estrellas esperando en el cielo.
Le gustaría venir y saludarnos, pero probamente nos vuelva locos. Nos ha dicho que no seamos tontos, que todo esto vale la pena. Ha dicho: ‘Dejen que los niños se diviertan”.
Era el mensaje del rock’n’roll de siempre, del pop original. Aquel hombre de las estrellas llegó para enloquecer a una legión incontable de niños y, de paso, salvar el pop, esa promesa de presente infinito que volvió a tener sentido.
. Imaginen el panorama: los Beatles se habían separado y John Lennon y Paul McCartney andaban tirándose los trastos, Bob Dylan había dado la espalda a su propio mito y se refugiaba en el folk más campestre mientras tenía ínfulas de novelista y actor, los Rolling Stones iban camino de su decadencia grandilocuente con el fatídico concierto de Altamont como punto de inflexión, la eufórica contracultura de los sesenta se desintegraba mientras aparecían los cadáveres de Brian Jones, Janis Joplin, Jimi Hendrix o Jim Morrison y, tan sangrante como todo eso, era ver a Elvis Presley, el detonador de todo, como una marioneta que sentía lástima de sí mismo en el retiro dorado de Las Vegas.
El sueño de la cultura juvenil, del pop y el rock’n’roll, de la irreverencia moral y la rebeldía intelectual, parecía haber llegado a su fin.
Pero, entonces, aquel hombre del espacio se puso en contacto con el planeta Tierra. El sueño no solo volvió a vislumbrarse entre la bruma de los decadentes setenta, sino que alcanzó otra dimensión.
Corría el año 1972
. Aquel hombre de las estrellas, encarnado por David Bowie, se llamaba Ziggy Stardust, era bisexual y lucía una exquisita imagen andrógina.
Era el protagonista de The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, el álbum con el que Bowie alcanzaría la fama y, sobre todo, metería de nuevo un chutazo de inocencia a un pop herido de muerte.
Con rasgos propios de otra galaxia, como ese rostro pálido, pelo rojizo, mirada de cobre y una indescriptible mancha de mercurio, el extraterrestre poseía un magnetismo nunca antes visto para un adolescente. Qué demonios: para nadie.
Si bien es cierto que Marc Bolan puso la purpurina en el pop y pregonó antes el glam-rock, fue Bowie quien cambió las reglas. Inteligente y ambicioso a partes iguales, el verdadero triunfo de aquel joven salido de un laboratorio de arte fue modificar el concepto de la cultura pop.
Que Ziggy Stardust se haya convertido en un personaje inmortal casi es secundario con respecto a la otra gran conquista de su alter ego: el atractivo y presumido Bowie edificó toda una obra a partir de una imagen
. Admirador de ese Bob Dylan de finales de los sesenta, camaleónico y moderno, y de la visión crepuscular de Velvet Underground, el músico era puro teatro.
Aquel astronauta con historias de galaxias lejanas y apocalipsis, motivados en parte por los colocones de heroína de su creador, llevó más que nunca al pop a la dimensión de la fábula.
Su representación teatral, cargada de simbolismo, chocaba con la tradición del rock’n’roll y la contracultura, tan comprometida con el presente y su entorno.
Inspirándose en 2001: Una odisea en el espacio, de Stanley Kubrick, y mezclando elementos de ciencia ficción con pasajes autobiográficos, Bowie anunciaba el futuro de la música pop.
Y al mismo tiempo era una especie de nuevo superhéroe.
En el mundo bipolar y paranoico de la guerra fría, obsesionado por el espacio, Ziggy Stardust era catártico.
Tenía mucho de distopía, que en Reino Unido, a través de su literatura, hundía sus raíces hasta Tomás Moro con su libro Utopía para hablar de la posibilidad de un lugar imaginario, un espacio no existente donde habita una sociedad idealizada, a la que cantaba ese extraterrestre con su pop bañado de soul, que algunos llamaron plastic soul.
Como quiera que se llamase esa música chisporroteante, de arrabal y llena de alma, cualquier adolescente desorientado y aislado podía conectar con su deslumbrante espíritu de querer soñar otro mundo mejor.
En los setenta, nadie necesitaba unos nuevos Beatles.
Poco quedaba para constatarlo definitivamente con la explosión del punk. Bowie supo verlo y anticiparse.
Lo cantaba en Starman, en ese estribillo que estremece ahora más que nunca cuando Ziggy ha viajado a la última galaxia:
“Hay un hombre de las estrellas esperando en el cielo.
Le gustaría venir y saludarnos, pero probamente nos vuelva locos. Nos ha dicho que no seamos tontos, que todo esto vale la pena. Ha dicho: ‘Dejen que los niños se diviertan”.
Era el mensaje del rock’n’roll de siempre, del pop original. Aquel hombre de las estrellas llegó para enloquecer a una legión incontable de niños y, de paso, salvar el pop, esa promesa de presente infinito que volvió a tener sentido.
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