El pecado capital del español no es, contra lo que comúnmente se cree, la pereza ni la lujuria, sino la soberbia.
La chulería, el chulo, el sobrao, que dicen ahora los jóvenes,
siempre ha tenido predicamento en este país forjado en la prepotencia
del señorito, el arabesco barroco, el andar flamenco, el clavel reventón
entre los pechos de la chulapa o la bailaora y los desplantes taurinos
mirando a la galería del literato o del actor de éxito o del
politiquillo de tres al cuarto.
Ya en el siglo pasado, Fernando Díaz-Plaja señaló que el pecado capital del español no es, contra lo que comúnmente se cree, la pereza, ni la lujuria representada por aquellos cómicos que perseguían a las turistas por las playas del desarrollismo hispano, sino la soberbia.
Díaz-Plaja lo deducía del estudio pormenorizado de nuestro idioma, que está trufado de frases hechas forjadas en las barras de los bares y definitorias de nuestra concepción moral: “Te lo digo yo y punto”,
“a mí me vas a decir…”, “pa cojones, yo”,
“tú no sabes con quién estás hablando”…
Y eso que no reparó en la propia esencia del idioma, esa que sorprende tanto a los extranjeros, pues descubre a su luz que el español es soberbio por definición: un español no recibe clases de nadie, se las da él mismo (“estoy dando clases de inglés”), no necesita del dentista (“ayer me saqué una muela”) ni del peluquero (“vengo de cortarme el pelo”) y, ya en el colmo de la autosuficiencia, se opera él mismo:
“El lunes me opero a corazón abierto”.
Nada de “me sacó una muela el dentista”, “me cortó el pelo el peluquero” o “me operó un cirujano buenísimo”
, que es como dicen en sus idiomas los extranjeros, tan educados y tan respetuosos.
Ya en el siglo pasado, Fernando Díaz-Plaja señaló que el pecado capital del español no es, contra lo que comúnmente se cree, la pereza, ni la lujuria representada por aquellos cómicos que perseguían a las turistas por las playas del desarrollismo hispano, sino la soberbia.
Díaz-Plaja lo deducía del estudio pormenorizado de nuestro idioma, que está trufado de frases hechas forjadas en las barras de los bares y definitorias de nuestra concepción moral: “Te lo digo yo y punto”,
“a mí me vas a decir…”, “pa cojones, yo”,
“tú no sabes con quién estás hablando”…
Y eso que no reparó en la propia esencia del idioma, esa que sorprende tanto a los extranjeros, pues descubre a su luz que el español es soberbio por definición: un español no recibe clases de nadie, se las da él mismo (“estoy dando clases de inglés”), no necesita del dentista (“ayer me saqué una muela”) ni del peluquero (“vengo de cortarme el pelo”) y, ya en el colmo de la autosuficiencia, se opera él mismo:
“El lunes me opero a corazón abierto”.
Nada de “me sacó una muela el dentista”, “me cortó el pelo el peluquero” o “me operó un cirujano buenísimo”
, que es como dicen en sus idiomas los extranjeros, tan educados y tan respetuosos.
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