La matanza de Atocha marcó a una generación que vivió con ilusión pero también con miedo los años de la Transición.
En el ámbito periodístico se dice “usar una percha” al hecho de hacer
coincidir una noticia con una efemérides o con cualquier motivo
contextual que le dé actualidad al tema y, por tanto, subraye su
importancia
. El estupendo libro-reportaje de Jorge M. Reverte e Isabel Martínez Reverte La matanza de Atocha (editorial La Esfera de los Libros) se acaba de publicar sin el amparo de esa excusa.
De hecho, ahora se cumplen 39 años de aquel funesto 24 de enero de 1977, cuando unos pistoleros de extrema derecha irrumpieron a las diez y media de la noche en el despacho laboralista de CC OO de la calle de Atocha de Madrid y vaciaron los cargadores de sus Browning y Star sobre los allí reunidos, siete abogados, un estudiante y un administrativo, asesinando a cinco e hiriendo de extrema gravedad a los cuatro restantes.
Y publicar algo a los 39 años de haber sucedido es como llegar el cuarto en los Juegos Olímpicos: una cifra fastidiosa y nada memorable, porque roza lo redondo pero se queda en nada.
El libro de los Reverte, pues, se presenta a pecho descubierto, basando su importancia en el hecho en sí, en la relevancia imborrable de lo sucedido, en la necesidad de recordar aquel suceso crucial de nuestra Transición.
La matanza de Atocha fue uno de esos acontecimientos que marcan a una generación;
creo que todos los que teníamos edad para vivirlo guardamos una viva
memoria de aquello.
Y lo primero que recuerdo es el terror.
La noticia se extendió como una llamarada en la noche de enero y cundió el temor de que se hubiera desatado una purga, de que la extrema derecha hubiera comenzado su “noche de los cuchillos largos” y se dedicara a asesinar a la gente más o menos progresista, a todos aquellos que aparecían en las dudosas y arbitrarias listas de amenazados que circulaban por ahí.Una cosa que pocas veces se dice de la Transición es el miedo tremendo que se pasaba.
Aquella noche fue de mucha angustia para todos.
En mi caso, por añadidura, se dio una implicación especial con la matanza.
Ese despacho de Atocha era el de mis abogados laboralistas; uno de los letrados, mi querido Nacho Montejo, fallecido en 2013, que se salvó por un pelo de la masacre (salió cinco minutos antes para ir al cine), nos llevaba a unos colegas y a mí un caso por lock out: un día llegamos a la fugaz e inestable revista en la que trabajábamos y nos encontramos con la puerta cerrada.
Este tipo de cosas sucedían a menudo en aquella España transitoria: todo era efímero y escurridizo. De modo que en esos días yo frecuentaba bastante aquel despacho.
Y luego hubo algo más: al año siguiente, con motivo (con la percha) del aniversario de la matanza, escribí tres reportajes en El PAÍS sobre el tema.
El primero, la reconstrucción narrativa del crimen; el segundo, la historia de los asesinos; el tercero, la historia de las víctimas.
Fue uno de los trabajos de los que más orgullosa estoy en toda mi carrera, pero también fue el que más me hizo sufrir.
Por el tema en sí y por tener que hablar con los asesinos en la cárcel; pero, sobre todo, porque fui apaleada implacablemente por casi todos los lectores, que consideraban que en el segundo capítulo no condenaba a los criminales como ellos querían que se les condenara
. Tenían razón: no condenaba aunque tampoco disculpaba; simplemente intentaba comprender qué conduce a una persona a cometer un acto tan horrible, porque creo que sólo podemos evitar las atrocidades si sabemos por qué se originan.
Pero hice ese esfuerzo de entendimiento al año de la masacre, demasiado pronto, con las heridas aún sangrando, y la gente lo único que quería oír por entonces era una repulsa furiosa, un rugido de rabia. Me equivoqué y lo pagué.
Este libro, en cambio, está escrito con la suficiente perspectiva
temporal, y a la vez con pasión y con rigor.
. El estupendo libro-reportaje de Jorge M. Reverte e Isabel Martínez Reverte La matanza de Atocha (editorial La Esfera de los Libros) se acaba de publicar sin el amparo de esa excusa.
De hecho, ahora se cumplen 39 años de aquel funesto 24 de enero de 1977, cuando unos pistoleros de extrema derecha irrumpieron a las diez y media de la noche en el despacho laboralista de CC OO de la calle de Atocha de Madrid y vaciaron los cargadores de sus Browning y Star sobre los allí reunidos, siete abogados, un estudiante y un administrativo, asesinando a cinco e hiriendo de extrema gravedad a los cuatro restantes.
Y publicar algo a los 39 años de haber sucedido es como llegar el cuarto en los Juegos Olímpicos: una cifra fastidiosa y nada memorable, porque roza lo redondo pero se queda en nada.
El libro de los Reverte, pues, se presenta a pecho descubierto, basando su importancia en el hecho en sí, en la relevancia imborrable de lo sucedido, en la necesidad de recordar aquel suceso crucial de nuestra Transición.
Lo primero que recuerdo es el terror
. La noticia se extendió como una llamarada
Y lo primero que recuerdo es el terror.
La noticia se extendió como una llamarada en la noche de enero y cundió el temor de que se hubiera desatado una purga, de que la extrema derecha hubiera comenzado su “noche de los cuchillos largos” y se dedicara a asesinar a la gente más o menos progresista, a todos aquellos que aparecían en las dudosas y arbitrarias listas de amenazados que circulaban por ahí.Una cosa que pocas veces se dice de la Transición es el miedo tremendo que se pasaba.
Aquella noche fue de mucha angustia para todos.
En mi caso, por añadidura, se dio una implicación especial con la matanza.
Ese despacho de Atocha era el de mis abogados laboralistas; uno de los letrados, mi querido Nacho Montejo, fallecido en 2013, que se salvó por un pelo de la masacre (salió cinco minutos antes para ir al cine), nos llevaba a unos colegas y a mí un caso por lock out: un día llegamos a la fugaz e inestable revista en la que trabajábamos y nos encontramos con la puerta cerrada.
Este tipo de cosas sucedían a menudo en aquella España transitoria: todo era efímero y escurridizo. De modo que en esos días yo frecuentaba bastante aquel despacho.
Y luego hubo algo más: al año siguiente, con motivo (con la percha) del aniversario de la matanza, escribí tres reportajes en El PAÍS sobre el tema.
El primero, la reconstrucción narrativa del crimen; el segundo, la historia de los asesinos; el tercero, la historia de las víctimas.
Fue uno de los trabajos de los que más orgullosa estoy en toda mi carrera, pero también fue el que más me hizo sufrir.
Por el tema en sí y por tener que hablar con los asesinos en la cárcel; pero, sobre todo, porque fui apaleada implacablemente por casi todos los lectores, que consideraban que en el segundo capítulo no condenaba a los criminales como ellos querían que se les condenara
. Tenían razón: no condenaba aunque tampoco disculpaba; simplemente intentaba comprender qué conduce a una persona a cometer un acto tan horrible, porque creo que sólo podemos evitar las atrocidades si sabemos por qué se originan.
Pero hice ese esfuerzo de entendimiento al año de la masacre, demasiado pronto, con las heridas aún sangrando, y la gente lo único que quería oír por entonces era una repulsa furiosa, un rugido de rabia. Me equivoqué y lo pagué.
En aquella España transitoria todo era efímero y escurridizo
Al leerlo tienes la
sensación de que lo entiendes todo o casi todo, de que completas la
visión de aquellos tiempos.
Y además es un merecido, necesario homenaje a
aquellos abnegados y estoicos abogados veinteañeros.
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