Se trata de una imagen reproducida tantas veces que ha pasado a
formar parte del imaginario colectivo.
Es la foto de una bella mujer tomando un baño, como sorprendida por la cámara en una escena de Hollywood, aunque un detalle en el suelo subraya el malentendido: las botas de soldado, sucias, y el uniforme abandonado sobre una silla rompen la inercia de lectura respecto al resto de fotos de mujeres dándose un baño.
La protagonista, Lee Miller —primero ayudante de Man Ray y más tarde reportera durante la Segunda Guerra Mundial—, había llegado a Dachau a finales de abril de 1945 junto a su colega y durante un tiempo amante David Scherman.
Allí había fotografiado sin tregua a las mujeres que entretenían a los nazis en el improvisado burdel, a los guardias presos…, toda la tristeza y destrucción a su alrededor con el ojo sagaz y, a ratos, incluso lleno de humor.
Luego, oprimida por el polvo de Dachau, llegaba a la casa que había sido de Hitler durante años y se quitaba el barro en la bañera del Führer —para Miller una metáfora de la venganza contra la barbarie—.
No era la primera mujer que, codo con codo al lado de sus colegas hombres, se convertía en reportera de guerra.
En la contienda española de 1936 otras mujeres se infiltraban entre los tanques, en primera línea, quizás porque, como solía decir Robert Capa a su pareja, la también fotógrafa documental Gerda Taro: “Si la foto no ha salido bien, es que no estabas lo suficientemente cerca”.
Dicha frase debió grabarse en la memoria de Taro, quien, desde luego, se acercaba intrépida al acontecimiento.
Se acercaba tanto en busca de ese instante perfecto y mágico que en julio de 1937 moría aplastada por un tanque republicano en la batalla de Brunete — hubiera podido ser su mejor imagen—. Junto a ella, otra húngara llegaba a España por esos mismos años persiguiendo sus ideales de libertad.
Se llamaba Katherine Deutsch y había nacido en Budapest.
Allí conocía al joven Capa y tenía acceso a las ideas de Kassák, para quien la fotografía era un vehículo sobre todo político, cargado de posibilidades. Kati Horna, como se la conoce tras su matrimonio con José Horna, con quien acabaría viviendo en México, era invitada por el Ministerio de Propaganda Exterior Español para documentar la vida cotidiana en el Frente de Aragón.
Su estrategia consistía en captar escenas de guerra que en su caso hablaban del combate en muy pocas ocasiones —apenas tres en un archivo de casi trescientas—
. Prefería retratar a los soldados en un momento de pausa, leyendo o escribiendo, o a las mujeres y los niños tratando de mantener un atisbo de normalidad en medio del caos —es famosa su imagen de una madre amamantando a su hijo—.
Estas mujeres, igual que Tina Modotti, eran dueñas de unos ojos libres de los prejuicios masculinos a la hora de retratar la guerra
—tradicionalmente de héroes o vencidos— y volvieron los ojos hacia los
efectos colaterales, incluso la angustia de los combatientes retratada
por la francesa Cathy Leroy, reportera de Vietman, en la conocida
secuencia de 1967: un soldado sostiene al camarada entre sus brazos,
trata de comprobar si sigue vivo y por fin acepta su muerte.
Hoy las fotógrafas siguen documentando conflictos
. Es el caso de la fotorreportera norteamericana Lynsey Addario, quien acaba de publicar un libro autobiográfico —It’s what I Do: a Photographers’s Life of Love and War (2015)— donde narra sus aventuras, su secuestro y hasta las contradicciones de una mujer que decide seguir el camino de periodismo de guerra: la ausencia de miedo no es verdad, sólo es preciso usarla para retratar la empatía, esa que Addario desvela al hablar de la violencia contra las mujeres en el Congo.
Se trata, así, de miradas que subvierten lo consensuado y crean un nuevo heroísmo donde los protagonistas convencionales son sustituidos por esa empatía de la que habla la norteamericana.
Aunque este libro no es el único que recuerda a las fotógrafas de guerra.
El pasado agosto se publicó Sweet Caress, de William Boyd —traducido por Alfaguara—, cuya protagonista fotógrafa, Amory Clay, vive en el Berlín de los veinte, el Nueva York de los treinta y acaba como reportera de guerra en la Francia de la Segunda Guerra Mundial
. Homenajes, pues, a estas mujeres singulares que llevaron y llevan la fotografía y su libertad personal un paso más adelante, igual que Lee Miller, quien se limpió el horror y la rabia en aquella bañera tristemente mítica y cuyas fotografías de guerra se pueden ver en el Imperial War Museum de Londres hasta abril del próximo año.
Es la foto de una bella mujer tomando un baño, como sorprendida por la cámara en una escena de Hollywood, aunque un detalle en el suelo subraya el malentendido: las botas de soldado, sucias, y el uniforme abandonado sobre una silla rompen la inercia de lectura respecto al resto de fotos de mujeres dándose un baño.
La protagonista, Lee Miller —primero ayudante de Man Ray y más tarde reportera durante la Segunda Guerra Mundial—, había llegado a Dachau a finales de abril de 1945 junto a su colega y durante un tiempo amante David Scherman.
Allí había fotografiado sin tregua a las mujeres que entretenían a los nazis en el improvisado burdel, a los guardias presos…, toda la tristeza y destrucción a su alrededor con el ojo sagaz y, a ratos, incluso lleno de humor.
Luego, oprimida por el polvo de Dachau, llegaba a la casa que había sido de Hitler durante años y se quitaba el barro en la bañera del Führer —para Miller una metáfora de la venganza contra la barbarie—.
No era la primera mujer que, codo con codo al lado de sus colegas hombres, se convertía en reportera de guerra.
En la contienda española de 1936 otras mujeres se infiltraban entre los tanques, en primera línea, quizás porque, como solía decir Robert Capa a su pareja, la también fotógrafa documental Gerda Taro: “Si la foto no ha salido bien, es que no estabas lo suficientemente cerca”.
Dicha frase debió grabarse en la memoria de Taro, quien, desde luego, se acercaba intrépida al acontecimiento.
Se acercaba tanto en busca de ese instante perfecto y mágico que en julio de 1937 moría aplastada por un tanque republicano en la batalla de Brunete — hubiera podido ser su mejor imagen—. Junto a ella, otra húngara llegaba a España por esos mismos años persiguiendo sus ideales de libertad.
Se llamaba Katherine Deutsch y había nacido en Budapest.
Allí conocía al joven Capa y tenía acceso a las ideas de Kassák, para quien la fotografía era un vehículo sobre todo político, cargado de posibilidades. Kati Horna, como se la conoce tras su matrimonio con José Horna, con quien acabaría viviendo en México, era invitada por el Ministerio de Propaganda Exterior Español para documentar la vida cotidiana en el Frente de Aragón.
Su estrategia consistía en captar escenas de guerra que en su caso hablaban del combate en muy pocas ocasiones —apenas tres en un archivo de casi trescientas—
. Prefería retratar a los soldados en un momento de pausa, leyendo o escribiendo, o a las mujeres y los niños tratando de mantener un atisbo de normalidad en medio del caos —es famosa su imagen de una madre amamantando a su hijo—.
Gerda Taro se acercaba tanto en busca del instante perfecto que murió en 1937 aplastada por un tanque republicano en Brunete
Hoy las fotógrafas siguen documentando conflictos
. Es el caso de la fotorreportera norteamericana Lynsey Addario, quien acaba de publicar un libro autobiográfico —It’s what I Do: a Photographers’s Life of Love and War (2015)— donde narra sus aventuras, su secuestro y hasta las contradicciones de una mujer que decide seguir el camino de periodismo de guerra: la ausencia de miedo no es verdad, sólo es preciso usarla para retratar la empatía, esa que Addario desvela al hablar de la violencia contra las mujeres en el Congo.
Se trata, así, de miradas que subvierten lo consensuado y crean un nuevo heroísmo donde los protagonistas convencionales son sustituidos por esa empatía de la que habla la norteamericana.
Aunque este libro no es el único que recuerda a las fotógrafas de guerra.
El pasado agosto se publicó Sweet Caress, de William Boyd —traducido por Alfaguara—, cuya protagonista fotógrafa, Amory Clay, vive en el Berlín de los veinte, el Nueva York de los treinta y acaba como reportera de guerra en la Francia de la Segunda Guerra Mundial
. Homenajes, pues, a estas mujeres singulares que llevaron y llevan la fotografía y su libertad personal un paso más adelante, igual que Lee Miller, quien se limpió el horror y la rabia en aquella bañera tristemente mítica y cuyas fotografías de guerra se pueden ver en el Imperial War Museum de Londres hasta abril del próximo año.
It’s what I Do: a Photographers’s Life of Love and War. Lynsey Addario. 29,68 euros. (Inglés).
Lee Miller. A Woman’s War. Imperial War Museums. Londres. Hasta el 24 de abril de 2016.
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