La posición de Pablo Iglesias como Poseidón ha sido determinante, navegando entre las mareas políticas como un condotiero.
La ventaja de las elecciones del 20D
respecto a las anteriores consiste en que no ha sido necesario
convalecer después de votar.
Y entiendo por convalecer la somatización que suponía personarse en las urnas contra natura, haciéndolo no por convencimiento sino por exclusión o por desesperación, tantas veces a expensas de las convicciones ideológicas e introduciendo la papeleta con el pulso tembloroso.
El padre de un amigo mío, por ejemplo, convaleció después de votar a Rajoy.
Convaleció porque siempre había sido leal al PSOE, pero le pareció que semejante compromiso no podía prolongarse ni al Zapatero bis ni al enroque de Rubalcaba.
Estuvo en cama un par de días.
Y no creo que vaya a estarlo los próximos, por mucho que le proporcione vértigo esta incertidumbre de los pactos y este funeral del bipartidismo al que asistimos con lagrimones impostados de plañideras.
Ha sido un batacazo del PP, un retroceso de la derecha y una victoria de la izquierda en su heterogeneidad, tanto por el resultado digno de Pedro Sánchez —mucho mejor del que esperaban sus detractores del PSOE y propicio a ilusionarle con el trono de la Moncloa— como por la pujanza de Podemos, cuya victoria es la evidencia más clara y rotunda que trasladan estas elecciones.
De la nada a casi todo, Iglesias ha demostrado acertar con el punto de inflexión de la campaña: se trataba de sonreír, no de morder.
Consistía la estrategia en apelar a las emociones, a la ilusión gandhiana de un cambio purificador, pero más hábil y determinante ha sido la posición de Pablo Iglesias como Poseidón, navegando entre las mareas políticas como un condotiero que ha cuestionado la hegemonía nacionalista del País Vasco, Cataluña y Galicia, más allá de haber echado sus reales en Madrid en un órdago a la Moncloa.
Tanto los ha echado que el veredicto de las urnas recuerda al que se produjo en las municipales de la capital.
Un triunfo estéril del PP, más el imperativo de evacuar a Esperanza Aguirre, como ahora pueda serlo el imperativo de evacuar a Rajoy, cuya victoria numérica carece de valor político si no puede gobernar: o todo o nada.
El planteamiento extremo le exige puntos de apoyo
. Y carece de ellos. No ya porque Albert Rivera haya prohibido cualquier terapia de reanimación a Mariano Rajoy, sino porque el resultado de Ciudadanos representa una decepción asombrosa, mayúscula, en su ambición de alternativa, hasta el extremo de que la pasividad de los conservadores en estos comicios —muchos votantes del PP y de Ciudadanos se han quedado en casa— impone un escarmiento a la mitología del centro.
Y entiendo por convalecer la somatización que suponía personarse en las urnas contra natura, haciéndolo no por convencimiento sino por exclusión o por desesperación, tantas veces a expensas de las convicciones ideológicas e introduciendo la papeleta con el pulso tembloroso.
El padre de un amigo mío, por ejemplo, convaleció después de votar a Rajoy.
Convaleció porque siempre había sido leal al PSOE, pero le pareció que semejante compromiso no podía prolongarse ni al Zapatero bis ni al enroque de Rubalcaba.
Estuvo en cama un par de días.
Y no creo que vaya a estarlo los próximos, por mucho que le proporcione vértigo esta incertidumbre de los pactos y este funeral del bipartidismo al que asistimos con lagrimones impostados de plañideras.
Ha sido un batacazo del PP, un retroceso de la derecha y una victoria de la izquierda en su heterogeneidad, tanto por el resultado digno de Pedro Sánchez —mucho mejor del que esperaban sus detractores del PSOE y propicio a ilusionarle con el trono de la Moncloa— como por la pujanza de Podemos, cuya victoria es la evidencia más clara y rotunda que trasladan estas elecciones.
De la nada a casi todo, Iglesias ha demostrado acertar con el punto de inflexión de la campaña: se trataba de sonreír, no de morder.
Consistía la estrategia en apelar a las emociones, a la ilusión gandhiana de un cambio purificador, pero más hábil y determinante ha sido la posición de Pablo Iglesias como Poseidón, navegando entre las mareas políticas como un condotiero que ha cuestionado la hegemonía nacionalista del País Vasco, Cataluña y Galicia, más allá de haber echado sus reales en Madrid en un órdago a la Moncloa.
Tanto los ha echado que el veredicto de las urnas recuerda al que se produjo en las municipales de la capital.
Un triunfo estéril del PP, más el imperativo de evacuar a Esperanza Aguirre, como ahora pueda serlo el imperativo de evacuar a Rajoy, cuya victoria numérica carece de valor político si no puede gobernar: o todo o nada.
El planteamiento extremo le exige puntos de apoyo
. Y carece de ellos. No ya porque Albert Rivera haya prohibido cualquier terapia de reanimación a Mariano Rajoy, sino porque el resultado de Ciudadanos representa una decepción asombrosa, mayúscula, en su ambición de alternativa, hasta el extremo de que la pasividad de los conservadores en estos comicios —muchos votantes del PP y de Ciudadanos se han quedado en casa— impone un escarmiento a la mitología del centro.
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