Creció entre Texas y Chile, estudió con Ramón J Sender, y una década después de su muerte se ha convertido en la nueva sensación literaria.
Su vida transcurrió entre Alaska, Texas, Santiago de Chile, Nuevo
México, California, Nueva York, DF y Colorado.
Se apellidaba Berlin. De nombre, Lucia. Hablaba bien español. Publicó 77 cuentos, recogidos en media docena de libros.
De los últimos se vendieron menos de mil ejemplares.
Lydia Davis, la cuentista estadounidense, escribe que siempre ha tenido fe en que los mejores escritores, más tarde o más temprano, subirán a lo más alto, como la espuma, y serán exactamente tan reconocidos como debieran.
A ella —tildada durante años de "escritora de escritores"— le ha pasado y, ahora, parece que al fin llegó la hora de Lucia Berlin, aunque haya transcurrido más de una década desde su muerte en 2004 a los 68 años.
Unas semanas después de haber entrado en la mesa de novedades de las
librerías estadounidenses, a mediados del pasado agosto, la colección de
cuentos Manual for Cleaning Women se colocó en la lista de libros más vendidos.
El volumen ha sido saludado con entusiasmo (y cierto remordimiento) por la crítica y cabe aventurar que será uno de los elegidos como los mejores del año.
Los derechos ya han sido vendidos a media docena de países, y el libro saldrá en marzo en España (publicado por Alfaguara)
. Se especula sobre la edición de un volumen con su correspondencia.
Así que medio siglo después de que su autora empezara a publicar sus cuentos, allá por los sesenta en la revista The Noble Savage del escritor Saul Bellow, Berlin se descubre como la gran cuentista norteamericana, una suerte de Raymond Carver femenina, cuyo afilado e inesperado humor logra desdramatizar y hacer digerible la más cruda de las situaciones.
En sus relatos hay enfermeras, profesoras, señoras de las limpieza que ofrecen interesantes consejos ("coge todo lo que tu señora te dé y di gracias.
Lo puedes dejar en el autobús, entre los asientos"), también hay muchas botellas de bourbon, borracheras, adicciones, viajes a México, una abuela que pide que sus nietos se alejen como si fueran perros de presa.
Las historias suceden en centros de desintoxicación, hospitales, casas familiares.
La voz de Berlin, socarrona y tierna, se escucha de fondo: "No me importa contar a la gente cosas horribles si puedo convertirlo en algo gracioso", dice la narradora de uno de sus relatos.
En otra de sus historias, mientras una hermana, al comprender la dura vida que llevó su despiadada madre, solloza pobrecita, la otra concluye: "Yo... no tengo piedad".
Lydia Davis y un grupo de devotos lectores como el poeta August Kleinzahler o el escritor Stephen Emerson han sido los grandes valedores de la cuentista rescatada por la editorial Farrar, Straus & Giroux.
El apoyo de este sello ha ayudado a su recién estrenada popularidad, pero no resulta una explicación suficiente para entender el actual tirón de Berlin.
Claro que la belleza de la escritora, la oscuridad que ha rodeado su obra y su atribulada biografía (tres maridos, cuatro hijos, repetidos episodios de alcoholismo) contribuyen a alimentar su magnetismo y leyenda.
Pero por encima de esto se impone su prosa, con un toque mestizo —con palabras intercaladas en español y el exótico punto de vista de una niña bien siempre dentro y fuera de lugar—, humorística sin caer en el desalmado sarcasmo, y con una calidez sureña que emana del disfrute mismo de narrar.
El éxito de Berlin quizá pueda enmarcarse dentro de la misma tendencia que ha impulsado el rescate y reconocimiento en el mundo anglosajón de la brasileña Clarice Lispector (también bella y exótica, original en su escritura y con una historia de quemaduras y reclusión).
Otro caso reciente de feliz rescate sería el de la pintora colombiana Emma Reyes, cuya colección de cartas Memoria por correspondencia —en las que relata su paupérrima infancia— se convirtieron en un fenómeno editorial en Colombia en 2012 (publicadas este año por Asteroide en España, saldrán en inglés en Penguin Classics).
Todas fueron mujeres con historias que no acababan de encajar en su momento.
Berlin habla en uno de sus relatos de "la suspensión del tiempo", de la "multiplicidad de la escala temporal por la gradación de la luz y la oscuridad, del frío y de lo caliente".
Quizá esto serviría como una explicación poética de la moda que ahora la rodea.
¿Pero qué fibra particular toca hoy Lucia Berlin? "Aunque la gente habla, como si fuera algo nuevo, de la autoficción, la narración de la vida propia, sacada casi sin cambios de la realidad, seleccionada y contada juiciosamente y con arte, es algo que Lucia Berlin ha estado haciendo desde el principio", escribe en la introducción del volumen de cuentos Lydia Davis.
Y menuda biografía la de Berlin.
Hija de un ingeniero de minas, nació en 1936 en Alaska y se trasladó
con su familia por distintos yacimientos en Idaho, Kentucky y Montana,
hasta que su padre marchó a la guerra en 1941 y ella, con su madre y
hermana, fue a parar a casa de sus abuelos maternos en El Paso, Texas.
Al final de la guerra la familia se instaló en Chile, donde Lucia creció como una niña bien.
En la Universidad de Nuevo México, a mediados de los cincuenta, fue alumna del escritor Ramón J. Sender.
A los 19 años se casó con un escultor. Cuando nació su segundo hijo, él ya se había marchado.
A los 22 ya estaba casada de nuevo con un músico de jazz, Race Newton.
Lucia le dejó por uno de sus amigos, el también músico Buddy Berlin, con quien marchó a México y que resultó estar enganchado —"en aquel momento yo no sabía qué significaba. Para mí heroína tenía una connotación agradable... Jane Eyre, Becky Sharp, Tess", escribe en uno de los relatos—. Buddy fue el padre de los otros dos niños de Berlin, y en 1968 se divorciaron.
Crió a sus cuatro hijos sola, batalló contra el alcoholismo, padeció una dolorosa esclerosis desde niña, tuvo infinidad de empleos temporales.
A principios de los noventa vivió en México con su hermana enferma y en 1994 finalmente empezó a dar clases en la Universidad de Colorado.
Un cáncer de pulmón forzó su retiro, vivió un tiempo en una caravana y falleció en Los Ángeles, instalada en el garage de la casa de uno de sus hijos.
Una vez Lucia escribió a un amigo sobre la cercanía que sentía por la obra de Carver:
"Nuestros estilos vienen de nuestros orígenes (similares de alguna manera).
No muestres tus sentimientos. No llores. No dejes que nadie te conozca... el control exquisito, bla, bla, bla".
Se apellidaba Berlin. De nombre, Lucia. Hablaba bien español. Publicó 77 cuentos, recogidos en media docena de libros.
De los últimos se vendieron menos de mil ejemplares.
Lydia Davis, la cuentista estadounidense, escribe que siempre ha tenido fe en que los mejores escritores, más tarde o más temprano, subirán a lo más alto, como la espuma, y serán exactamente tan reconocidos como debieran.
A ella —tildada durante años de "escritora de escritores"— le ha pasado y, ahora, parece que al fin llegó la hora de Lucia Berlin, aunque haya transcurrido más de una década desde su muerte en 2004 a los 68 años.
La belleza de la escritora, la oscuridad que ha rodeado su obra y su atribulada biografía contribuyen a alimentar su leyenda
El volumen ha sido saludado con entusiasmo (y cierto remordimiento) por la crítica y cabe aventurar que será uno de los elegidos como los mejores del año.
Los derechos ya han sido vendidos a media docena de países, y el libro saldrá en marzo en España (publicado por Alfaguara)
. Se especula sobre la edición de un volumen con su correspondencia.
Así que medio siglo después de que su autora empezara a publicar sus cuentos, allá por los sesenta en la revista The Noble Savage del escritor Saul Bellow, Berlin se descubre como la gran cuentista norteamericana, una suerte de Raymond Carver femenina, cuyo afilado e inesperado humor logra desdramatizar y hacer digerible la más cruda de las situaciones.
En sus relatos hay enfermeras, profesoras, señoras de las limpieza que ofrecen interesantes consejos ("coge todo lo que tu señora te dé y di gracias.
Lo puedes dejar en el autobús, entre los asientos"), también hay muchas botellas de bourbon, borracheras, adicciones, viajes a México, una abuela que pide que sus nietos se alejen como si fueran perros de presa.
Las historias suceden en centros de desintoxicación, hospitales, casas familiares.
La voz de Berlin, socarrona y tierna, se escucha de fondo: "No me importa contar a la gente cosas horribles si puedo convertirlo en algo gracioso", dice la narradora de uno de sus relatos.
En otra de sus historias, mientras una hermana, al comprender la dura vida que llevó su despiadada madre, solloza pobrecita, la otra concluye: "Yo... no tengo piedad".
Lydia Davis y un grupo de devotos lectores como el poeta August Kleinzahler o el escritor Stephen Emerson han sido los grandes valedores de la cuentista rescatada por la editorial Farrar, Straus & Giroux.
El apoyo de este sello ha ayudado a su recién estrenada popularidad, pero no resulta una explicación suficiente para entender el actual tirón de Berlin.
Claro que la belleza de la escritora, la oscuridad que ha rodeado su obra y su atribulada biografía (tres maridos, cuatro hijos, repetidos episodios de alcoholismo) contribuyen a alimentar su magnetismo y leyenda.
Pero por encima de esto se impone su prosa, con un toque mestizo —con palabras intercaladas en español y el exótico punto de vista de una niña bien siempre dentro y fuera de lugar—, humorística sin caer en el desalmado sarcasmo, y con una calidez sureña que emana del disfrute mismo de narrar.
El éxito de Berlin quizá pueda enmarcarse dentro de la misma tendencia que ha impulsado el rescate y reconocimiento en el mundo anglosajón de la brasileña Clarice Lispector (también bella y exótica, original en su escritura y con una historia de quemaduras y reclusión).
Otro caso reciente de feliz rescate sería el de la pintora colombiana Emma Reyes, cuya colección de cartas Memoria por correspondencia —en las que relata su paupérrima infancia— se convirtieron en un fenómeno editorial en Colombia en 2012 (publicadas este año por Asteroide en España, saldrán en inglés en Penguin Classics).
Todas fueron mujeres con historias que no acababan de encajar en su momento.
Berlin habla en uno de sus relatos de "la suspensión del tiempo", de la "multiplicidad de la escala temporal por la gradación de la luz y la oscuridad, del frío y de lo caliente".
Quizá esto serviría como una explicación poética de la moda que ahora la rodea.
¿Pero qué fibra particular toca hoy Lucia Berlin? "Aunque la gente habla, como si fuera algo nuevo, de la autoficción, la narración de la vida propia, sacada casi sin cambios de la realidad, seleccionada y contada juiciosamente y con arte, es algo que Lucia Berlin ha estado haciendo desde el principio", escribe en la introducción del volumen de cuentos Lydia Davis.
Y menuda biografía la de Berlin.
Crió a sus cuatro hijos sola, batalló contra el
alcoholismo, padeció una dolorosa esclerosis desde niña, tuvo infinidad
de empleos
Al final de la guerra la familia se instaló en Chile, donde Lucia creció como una niña bien.
En la Universidad de Nuevo México, a mediados de los cincuenta, fue alumna del escritor Ramón J. Sender.
A los 19 años se casó con un escultor. Cuando nació su segundo hijo, él ya se había marchado.
A los 22 ya estaba casada de nuevo con un músico de jazz, Race Newton.
Lucia le dejó por uno de sus amigos, el también músico Buddy Berlin, con quien marchó a México y que resultó estar enganchado —"en aquel momento yo no sabía qué significaba. Para mí heroína tenía una connotación agradable... Jane Eyre, Becky Sharp, Tess", escribe en uno de los relatos—. Buddy fue el padre de los otros dos niños de Berlin, y en 1968 se divorciaron.
Crió a sus cuatro hijos sola, batalló contra el alcoholismo, padeció una dolorosa esclerosis desde niña, tuvo infinidad de empleos temporales.
A principios de los noventa vivió en México con su hermana enferma y en 1994 finalmente empezó a dar clases en la Universidad de Colorado.
Un cáncer de pulmón forzó su retiro, vivió un tiempo en una caravana y falleció en Los Ángeles, instalada en el garage de la casa de uno de sus hijos.
Una vez Lucia escribió a un amigo sobre la cercanía que sentía por la obra de Carver:
"Nuestros estilos vienen de nuestros orígenes (similares de alguna manera).
No muestres tus sentimientos. No llores. No dejes que nadie te conozca... el control exquisito, bla, bla, bla".
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