'Catálogo irracional', de Ignacio Julià, retrata a un músico por encima del bien y del mal, capaz de transmitir una galería de emociones que tocan el cuerpo y el alma.
Me sorprende el título del libro de Ignacio Julià Catálogo irracional.
No es un catálogo, sino un acto de admiración y de amor hacia alguien que le ha regalado mediante su arte algunas de las sensaciones más intensas y perdurables de su existencia.
Y tampoco es irracional, sino que va narrando con tanto conocimiento como brillante y sentida escritura la vida y la obra de ese músico que algunos consideramos más allá del bien y del mal a través de las canciones que han calado más hondo en el alma del biógrafo
. Catálogo irracional se cierra con las entrevistas y los contactos directos que mantuvo Julià con su ídolo a lo largo de cuarenta años.
Pero la verdadera y emocionante despedida llega en el capítulo anterior. Dice así: “Su poema ‘Waste’ es el testimonio de la dura lucha consigo mismo, autorretrato que no puede haber sido escrito sino desde algún lugar muy hondo y crispado
. El protagonista siente aprensión al atardecer y rememora una educación echada a perder, el talento devorado por las drogas, el temperamento de quien se sabe mala compañía para cualquiera, la demencia fruto de una infancia extraña, la paralizante desidia y el miedo a la propia existencia. Los versos desembocan en un exabrupto
: ‘Cantáis mis canciones para demostraros que no sois una basura’. Eso no es totalmente cierto, Lou. Alguien tenía que decírtelo.
Tus canciones también invocaban esa luz que, aun por unos instantes fugaces, nos ilumina y alivia. Nadie dijo que la vida fuese fácil, tú te empeñabas en recordarlo verso a verso, solo que algunos lo tienen más complicado, arduo y pesaroso que otros.
Benditos sean, pues todos somos un poco ellos”. ¿Deducen de qué morador y retratista de tinieblas mentales está hablando Julià? Sí, del difunto Lou Reed.
Aseguran que al legendario yonqui y posteriormente alcohólico
pertinaz el hígado no le estalló hasta los 71 años.
Y también cuenta su última esposa, la sofisticada y experimental Laurie Anderson, testigo dolorido y amoroso del definitivo ocaso de alguien en cuya obra aparece continuamente la muerte en diversos formatos, que el final de este fue sereno y plácido
. Que en los últimos años la meditación, el taichi y algún tipo de arte marcial figuraron entre los nuevos y continuamente practicados amores de Lou Reed
. Vale, cada uno intenta espantar a sus demonios y encontrar la paz y la alegría con muy variados remedios, pero francamente, ese tipo de espiritualidades no se corresponden demasiado con la imagen (con careta o a cuerpo descubierto, como pose o de verdad) que cultivó ese fulano cuyo rostro era una geografía de la mala vida y del tormento.
Ojalá que fuera razonablemente feliz
. Pero el egoísmo de los que nos sentíamos fascinados por su música hubiera deseado que en sus últimos años siguiera pariendo obras maestras (tiene muchas) y lamentando que después de su tributo y su identificación emocional con Edgar Allan Poe en The Raven decidiera como el maldito cuervo que “never more”, que no escribiría más canciones, que nunca más sentiríamos un escalofrío de placer ante la aparición de un nuevo disco de Lou Reed
. Y me olvido aposta, por preservar la leyenda de Lou Reed, de un disco absolutamente olvidable, Hudson River Wind Meditations.
O de sus desvaríos con Metallica.
Sin que alberguemos la menor duda sobre la grandeza artística de este señor, Catálogo irracional comienza con titular que no lleva interrogaciones y que afirma:
“Lou Reed es un gilipollas”. Está claro que no lo era, pero mucha gente que le trató podría jurar que se comportó como si lo fuera durante demasiados momentos de su existencia.
Según Julià, la bordería permanente, la mala hostia, el desprecio hacia el prójimo, los caprichosos estallidos de violencia verbal, sus escapadas fulgurantes de conciertos que habían empezado de forma chunga por culpa de algunos fans descerebrados, su frialdad, sus odios o su mezquindad que habían formado parte de su entorno íntimo eran una forma de protegerse a sí mismo, de que nadie se acercara ni de cerca ni de lejos a su estelar y existencialista personaje.
Y el psicoanálisis tal vez explicara ciertas actitudes del atormentado adulto, como que hubiese sido un crío angustiosa o vocacionalmente solitario, que su papás le pusieran en manos de los profesionales del electroshock al notar transparentes indicios de que la sexualidad de su adolescente criatura no seguía las reglas de la ortodoxia, que el hijo les había salido rarito, transgresor y con alergia a la autoridad.
Y según he leído se acaba de editar una nueva y demoledora biografía en la que afirman que no solo atacaba con su ácida boca sino que también tenía afición a que se le fuera la mano o el puño con personas muy cercanas cuando su ciclotimia se mosqueaba.
Y por supuesto, ni el menor interés por mi parte por haber conocido a
señor tan inhóspito y desagradable.
Y su mundo de travestis, transexuales, camellos que te acostumbran a su ritual de poder consistente en hacerte siempre esperar, sadomasoquismo gozoso o trágico, subidones anfetamínicos, relajamiento paradisíaco de caballo y alcoholismo lleno de ruido y de furia de estancias en la enloquecida y esnob The Factory de aquel grimoso emperador de la modernidad llamado Andy Warhol, me la suda bastante.
Y reconozco que hay textos portentosos en bastantes canciones suyas, pero yo solo necesito la maravillosa expresividad de su música, su ritmo torrencial o cadencioso, su sensualidad gozosa o trágica, esa voz de terciopelo y esa forma de contar historias o describir sensaciones que es irreemplazable, la personalidad, el magnetismo, la clase, la desesperación, la energía, la cadencia, la belleza de esa música.
Las letras podría inventarlas la imaginación y los estados de ánimo al gusto o al disgusto de cada receptor.
Pero está claro que lo que nos transmite es una magistral galería de emociones que compartimos mucha gente que nos tocan el cuerpo y el alma.
Y hubiera dado cualquier cosa por haber estado presente en el concierto de la Velvet Underground el Max’s Kansas City. Por haber escuchado en directo a Lou interpretando o reinterpretando el conmovedor y terrible Berlin.
Y siempre me imaginaré como alguien maravilloso a la chica de Coney Island en la preciosa canción que le dedicó a su princesa el enamorado Lou.
Aunque si retornamos a la realidad, según la descripción del corrosivo Lester Bangs, la transexual Rachel era morena y de larga cabellera, con barba incipiente, tetas, grotesca, abyecta, como algo que se hubiese colado arrastrándose por la puerta al abrirla Lou por la mañana para recoger la leche o el periódico.
Guardaré eterna memoria de los doce conciertos que vi de Lou Reed.
El primero fue en 1975, cuando Transformer estaba calentito. El último en 2009, sin banda, con la única compañía en el escenario de Laurie Anderson.
Algunos fueron sublimes y en el peor de los casos siempre existió algún momento sublime.
Es el hombre que parió discos de estudio tan electrizantes, o tristes, siempre hermosos como Transformer, Berlin, Coney Island Baby, New York, Magic and Loss y Set the Twiling Reeling. O Rock n Roll Animal, el mejor disco en directo, junto a At Budokan, de Bob Dylan y A Night in San Francisco de Van Morrison, que he escuchado jamás. Lou Reed no era un músico con talento. Era otra cosa: un genio, un clásico, un modelo único.
No es un catálogo, sino un acto de admiración y de amor hacia alguien que le ha regalado mediante su arte algunas de las sensaciones más intensas y perdurables de su existencia.
Y tampoco es irracional, sino que va narrando con tanto conocimiento como brillante y sentida escritura la vida y la obra de ese músico que algunos consideramos más allá del bien y del mal a través de las canciones que han calado más hondo en el alma del biógrafo
. Catálogo irracional se cierra con las entrevistas y los contactos directos que mantuvo Julià con su ídolo a lo largo de cuarenta años.
Pero la verdadera y emocionante despedida llega en el capítulo anterior. Dice así: “Su poema ‘Waste’ es el testimonio de la dura lucha consigo mismo, autorretrato que no puede haber sido escrito sino desde algún lugar muy hondo y crispado
. El protagonista siente aprensión al atardecer y rememora una educación echada a perder, el talento devorado por las drogas, el temperamento de quien se sabe mala compañía para cualquiera, la demencia fruto de una infancia extraña, la paralizante desidia y el miedo a la propia existencia. Los versos desembocan en un exabrupto
: ‘Cantáis mis canciones para demostraros que no sois una basura’. Eso no es totalmente cierto, Lou. Alguien tenía que decírtelo.
Tus canciones también invocaban esa luz que, aun por unos instantes fugaces, nos ilumina y alivia. Nadie dijo que la vida fuese fácil, tú te empeñabas en recordarlo verso a verso, solo que algunos lo tienen más complicado, arduo y pesaroso que otros.
Benditos sean, pues todos somos un poco ellos”. ¿Deducen de qué morador y retratista de tinieblas mentales está hablando Julià? Sí, del difunto Lou Reed.
El libro arranca con el titular “Lou Reed es un gilipollas”.
No lo era pero se comportó como si lo fuera demasiadas veces
Y también cuenta su última esposa, la sofisticada y experimental Laurie Anderson, testigo dolorido y amoroso del definitivo ocaso de alguien en cuya obra aparece continuamente la muerte en diversos formatos, que el final de este fue sereno y plácido
. Que en los últimos años la meditación, el taichi y algún tipo de arte marcial figuraron entre los nuevos y continuamente practicados amores de Lou Reed
. Vale, cada uno intenta espantar a sus demonios y encontrar la paz y la alegría con muy variados remedios, pero francamente, ese tipo de espiritualidades no se corresponden demasiado con la imagen (con careta o a cuerpo descubierto, como pose o de verdad) que cultivó ese fulano cuyo rostro era una geografía de la mala vida y del tormento.
Ojalá que fuera razonablemente feliz
. Pero el egoísmo de los que nos sentíamos fascinados por su música hubiera deseado que en sus últimos años siguiera pariendo obras maestras (tiene muchas) y lamentando que después de su tributo y su identificación emocional con Edgar Allan Poe en The Raven decidiera como el maldito cuervo que “never more”, que no escribiría más canciones, que nunca más sentiríamos un escalofrío de placer ante la aparición de un nuevo disco de Lou Reed
. Y me olvido aposta, por preservar la leyenda de Lou Reed, de un disco absolutamente olvidable, Hudson River Wind Meditations.
O de sus desvaríos con Metallica.
Sin que alberguemos la menor duda sobre la grandeza artística de este señor, Catálogo irracional comienza con titular que no lleva interrogaciones y que afirma:
“Lou Reed es un gilipollas”. Está claro que no lo era, pero mucha gente que le trató podría jurar que se comportó como si lo fuera durante demasiados momentos de su existencia.
Según Julià, la bordería permanente, la mala hostia, el desprecio hacia el prójimo, los caprichosos estallidos de violencia verbal, sus escapadas fulgurantes de conciertos que habían empezado de forma chunga por culpa de algunos fans descerebrados, su frialdad, sus odios o su mezquindad que habían formado parte de su entorno íntimo eran una forma de protegerse a sí mismo, de que nadie se acercara ni de cerca ni de lejos a su estelar y existencialista personaje.
Y el psicoanálisis tal vez explicara ciertas actitudes del atormentado adulto, como que hubiese sido un crío angustiosa o vocacionalmente solitario, que su papás le pusieran en manos de los profesionales del electroshock al notar transparentes indicios de que la sexualidad de su adolescente criatura no seguía las reglas de la ortodoxia, que el hijo les había salido rarito, transgresor y con alergia a la autoridad.
Y según he leído se acaba de editar una nueva y demoledora biografía en la que afirman que no solo atacaba con su ácida boca sino que también tenía afición a que se le fuera la mano o el puño con personas muy cercanas cuando su ciclotimia se mosqueaba.
La bordería permanente era una forma de protegerse, de que nadie se acercara a su estelar y existencialista personaje
Y su mundo de travestis, transexuales, camellos que te acostumbran a su ritual de poder consistente en hacerte siempre esperar, sadomasoquismo gozoso o trágico, subidones anfetamínicos, relajamiento paradisíaco de caballo y alcoholismo lleno de ruido y de furia de estancias en la enloquecida y esnob The Factory de aquel grimoso emperador de la modernidad llamado Andy Warhol, me la suda bastante.
Y reconozco que hay textos portentosos en bastantes canciones suyas, pero yo solo necesito la maravillosa expresividad de su música, su ritmo torrencial o cadencioso, su sensualidad gozosa o trágica, esa voz de terciopelo y esa forma de contar historias o describir sensaciones que es irreemplazable, la personalidad, el magnetismo, la clase, la desesperación, la energía, la cadencia, la belleza de esa música.
Las letras podría inventarlas la imaginación y los estados de ánimo al gusto o al disgusto de cada receptor.
Pero está claro que lo que nos transmite es una magistral galería de emociones que compartimos mucha gente que nos tocan el cuerpo y el alma.
Y hubiera dado cualquier cosa por haber estado presente en el concierto de la Velvet Underground el Max’s Kansas City. Por haber escuchado en directo a Lou interpretando o reinterpretando el conmovedor y terrible Berlin.
Y siempre me imaginaré como alguien maravilloso a la chica de Coney Island en la preciosa canción que le dedicó a su princesa el enamorado Lou.
Aunque si retornamos a la realidad, según la descripción del corrosivo Lester Bangs, la transexual Rachel era morena y de larga cabellera, con barba incipiente, tetas, grotesca, abyecta, como algo que se hubiese colado arrastrándose por la puerta al abrirla Lou por la mañana para recoger la leche o el periódico.
Guardaré eterna memoria de los doce conciertos que vi de Lou Reed.
El primero fue en 1975, cuando Transformer estaba calentito. El último en 2009, sin banda, con la única compañía en el escenario de Laurie Anderson.
Algunos fueron sublimes y en el peor de los casos siempre existió algún momento sublime.
Es el hombre que parió discos de estudio tan electrizantes, o tristes, siempre hermosos como Transformer, Berlin, Coney Island Baby, New York, Magic and Loss y Set the Twiling Reeling. O Rock n Roll Animal, el mejor disco en directo, junto a At Budokan, de Bob Dylan y A Night in San Francisco de Van Morrison, que he escuchado jamás. Lou Reed no era un músico con talento. Era otra cosa: un genio, un clásico, un modelo único.
Catálogo irracional. Lou Reed. Ignacio Juliá. Alternia Editorial. 268 páginas. 20,80 euros.
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