Da mucho miedo esta película. Y ninguna compasión por el destino trágico de esa familia.
Recuerdo todas las películas de este muy tenebroso director argentino
llamado Pablo Trapero con una luz determinada y con una vocación
enfermiza (o realista) porque esta describa la vida real, tan insulsa, o
la oscuridad, pero jamás con fines poéticos, sino con la sensación de
que intenta convencernos de que la vida es así, un negocio siniestro
entre supervivientes.
Ninguno de sus personajes es cinematográfico, no hay albas ni crepúsculos, lo que describe es tan lamentablemente cotidiano como sórdido, el crimen en sus diversas variantes, hablo de la angustia, la corrupción, el acorralamiento, la certidumbre de que nunca podrás dirigir tu propia vida, la relación entre víctimas y verdugos, una geografía tan inhóspita y tan sucia como veraz.
Veraz porque posee un notable talento para que el espectador se implique, para que asista pasmado y horrorizado a las barbaries que narra.
Y sus monstruos no son sólo malos, incluso pueden ser gente confusa, o con tentaciones difíciles de rechazar, o en el caso de su última película, El clan, una familia modélica, en sus formas, en su preocupación por el padre, la madre, los hermanos, su estatus social, sus deseos, sus relaciones, sus amigos.
Todo es calor humano, reglas, respeto, refugio, complicidad, acusaciones sobre los hijos pródigos que abandonaron un paraíso tan perdurable, rezos silenciosos ante el Santísimo en las comidas y en las cenas, repaso nocturno de los deberes escolares con los hijos más pequeños, respeto entre patriarcal y atemorizado por parte de ellos, jóvenes, adolescentes o niños ante esos padres que ponen la comida en la mesa, que te permiten una educación de lujo, que se preocupan de tus problemas pequeños o grandes, que controlan tus estados de ánimo, de los que sabes que lo hacen todo por tu bien, que tu presente y tu futuro descansan en ellos.
El clan comienza con imágenes en las que Alfonsín, ese señor tan civilizado y nada radical que presidía el Partido Radical, reconoce a Ernesto Sábato (un grandioso investigador del mal, lean ante todo Sobre héroes y tumbas) la terrorífica autenticidad de su informe sobre la impune barbarie que practicó la Junta Militar.
Y como siempre, no ocurrió nada, los villanos no pagaron su culpa.
La reconciliación nacional lleva a no agitar más las aguas convulsas, esas mierdas que justifican la paz no haciéndole pagar cuentas a la atrocidad en nombre de esa cosa tan falsa llamada el bien común.
Trapero cuenta con lenguaje claro que la oscuridad siguió triunfando en aquella Argentina.
Que los asesinos legalizados que torturaban y lanzaban desde los aviones al mar a tanto subversivo (también aparece Galtieri, hablando repugnantemente de las patrióticas víctimas que la palmaron en Las Malvinas) se vean obligados a buscarse la vida, en complicidad absoluta —y con riesgo relativo— de ese poder policial, judicial y político que se ha vuelto repentinamente demócrata y civilizado.
Y pueden ejercer de lo que siempre han sido, de gánsteres con el carné de patriotas.
Ya no hay que cazar rojos.
Solo secuestrar y matar, después de cobrar suculentos rescates, gente millonaria, imagino que muy próximos a su ferviente ideología a su defensa del orden.
Da mucho miedo esta película.
Y ninguna compasión por el destino trágico de esa familia ejemplar.
Ese terror se prolonga en la mirada muerta y en el contenido tono de voz de Guillermo Francella, ese actor camaleónico.
Ninguno de sus personajes es cinematográfico, no hay albas ni crepúsculos, lo que describe es tan lamentablemente cotidiano como sórdido, el crimen en sus diversas variantes, hablo de la angustia, la corrupción, el acorralamiento, la certidumbre de que nunca podrás dirigir tu propia vida, la relación entre víctimas y verdugos, una geografía tan inhóspita y tan sucia como veraz.
Veraz porque posee un notable talento para que el espectador se implique, para que asista pasmado y horrorizado a las barbaries que narra.
Y sus monstruos no son sólo malos, incluso pueden ser gente confusa, o con tentaciones difíciles de rechazar, o en el caso de su última película, El clan, una familia modélica, en sus formas, en su preocupación por el padre, la madre, los hermanos, su estatus social, sus deseos, sus relaciones, sus amigos.
Todo es calor humano, reglas, respeto, refugio, complicidad, acusaciones sobre los hijos pródigos que abandonaron un paraíso tan perdurable, rezos silenciosos ante el Santísimo en las comidas y en las cenas, repaso nocturno de los deberes escolares con los hijos más pequeños, respeto entre patriarcal y atemorizado por parte de ellos, jóvenes, adolescentes o niños ante esos padres que ponen la comida en la mesa, que te permiten una educación de lujo, que se preocupan de tus problemas pequeños o grandes, que controlan tus estados de ánimo, de los que sabes que lo hacen todo por tu bien, que tu presente y tu futuro descansan en ellos.
El clan comienza con imágenes en las que Alfonsín, ese señor tan civilizado y nada radical que presidía el Partido Radical, reconoce a Ernesto Sábato (un grandioso investigador del mal, lean ante todo Sobre héroes y tumbas) la terrorífica autenticidad de su informe sobre la impune barbarie que practicó la Junta Militar.
Y como siempre, no ocurrió nada, los villanos no pagaron su culpa.
La reconciliación nacional lleva a no agitar más las aguas convulsas, esas mierdas que justifican la paz no haciéndole pagar cuentas a la atrocidad en nombre de esa cosa tan falsa llamada el bien común.
Trapero cuenta con lenguaje claro que la oscuridad siguió triunfando en aquella Argentina.
Que los asesinos legalizados que torturaban y lanzaban desde los aviones al mar a tanto subversivo (también aparece Galtieri, hablando repugnantemente de las patrióticas víctimas que la palmaron en Las Malvinas) se vean obligados a buscarse la vida, en complicidad absoluta —y con riesgo relativo— de ese poder policial, judicial y político que se ha vuelto repentinamente demócrata y civilizado.
Y pueden ejercer de lo que siempre han sido, de gánsteres con el carné de patriotas.
Ya no hay que cazar rojos.
Solo secuestrar y matar, después de cobrar suculentos rescates, gente millonaria, imagino que muy próximos a su ferviente ideología a su defensa del orden.
Da mucho miedo esta película.
Y ninguna compasión por el destino trágico de esa familia ejemplar.
Ese terror se prolonga en la mirada muerta y en el contenido tono de voz de Guillermo Francella, ese actor camaleónico.
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