Los escritores no mueren.
Cuando un escritor muere, si es que muere, regresa.
Nunca se va. Es un rayo que no cesa, como si de un modo u otro siempre hubiese tormenta, aun en verano.
Huye lejos y se queda
. Escribe en círculo. ¿Quién diría que Rafael Chirbes se fue, o que está muerto?
¿Murió acaso Robert Stone? ¿Murió James Salter? ¿Y Lemebel, y Tranströmer, y Galeano, y Grass?
Si sientes muy próximo a un escritor, pues acarreas el peso de sus libros contigo igual que si fuesen las llaves de casa o el dinero justo para el pan que llevas en el bolsillo, su ausencia repentina produce un extraño vacío.
Es normal. Se llama tristeza y desolación, y posee sus trámites. Pero no duran mucho. De pronto, escuchas otra vez el titileo de los libros, persiguiéndote.
Un fantasma personal no desaparece, por mucho tiempo que pase. En el fondo, una novela que no olvidas, como La larga marcha o Dog Soldiers o Quemar los días, centellea también dentro del bolsillo, y en ocasiones, la fricción entre frases causa un incendio que te alcanza.
Es grato.
La muerte del escritor, si eso fuese posible, al principio resulta inhumana, pues crees que te adeudaba un nuevo libro.
Abre un enorme socavón en el salón de tu casa, justo en el lugar que ocupa la novela que no escribió.
Lentamente, releyendo lo viejo, que no deja de ser nuevísimo, te repones.
Al poco de fallecer Truman Capote, en agosto de 1984, Gore Vidal, a quien lo unía una enemistad profunda y querida, hizo unas enigmáticas declaraciones a una periodista: "¿Su muerte? Creo que es buena para su obra".
La frase, observada desde lejos, parece una de esas maldades que exige años armar. A medida que uno se aproxima, sin embargo, y repara en los entresijos de la oración, ya duda.
Después de todo, cuando la obra es lo único que queda de un autor, siempre refulge.
El escritor nunca desaparece completamente; no sabe.
Fallece sólo para decir que está aquí, presente, y que es hora de releerlo. Pongamos que muere mal, y eso es bello.
Sigue escribiendo, para sembrar la idea de que su fallecimiento fue un crimen injusto que se puede reparar.
La muerte es un invento de la literatura, igual que el amor, el paso del tiempo o Nueva York.
Si el autor es bueno se va diciendo "me voy, me voy, me voy, pero me quedo, pero me voy, desierto y sin arena".
Al final muere, sí, aunque no mucho; de mentira.
Cuando un escritor muere, si es que muere, regresa.
Nunca se va. Es un rayo que no cesa, como si de un modo u otro siempre hubiese tormenta, aun en verano.
Huye lejos y se queda
. Escribe en círculo. ¿Quién diría que Rafael Chirbes se fue, o que está muerto?
¿Murió acaso Robert Stone? ¿Murió James Salter? ¿Y Lemebel, y Tranströmer, y Galeano, y Grass?
Si sientes muy próximo a un escritor, pues acarreas el peso de sus libros contigo igual que si fuesen las llaves de casa o el dinero justo para el pan que llevas en el bolsillo, su ausencia repentina produce un extraño vacío.
Es normal. Se llama tristeza y desolación, y posee sus trámites. Pero no duran mucho. De pronto, escuchas otra vez el titileo de los libros, persiguiéndote.
Un fantasma personal no desaparece, por mucho tiempo que pase. En el fondo, una novela que no olvidas, como La larga marcha o Dog Soldiers o Quemar los días, centellea también dentro del bolsillo, y en ocasiones, la fricción entre frases causa un incendio que te alcanza.
Es grato.
La muerte del escritor, si eso fuese posible, al principio resulta inhumana, pues crees que te adeudaba un nuevo libro.
Abre un enorme socavón en el salón de tu casa, justo en el lugar que ocupa la novela que no escribió.
Lentamente, releyendo lo viejo, que no deja de ser nuevísimo, te repones.
Al poco de fallecer Truman Capote, en agosto de 1984, Gore Vidal, a quien lo unía una enemistad profunda y querida, hizo unas enigmáticas declaraciones a una periodista: "¿Su muerte? Creo que es buena para su obra".
La frase, observada desde lejos, parece una de esas maldades que exige años armar. A medida que uno se aproxima, sin embargo, y repara en los entresijos de la oración, ya duda.
Después de todo, cuando la obra es lo único que queda de un autor, siempre refulge.
El escritor nunca desaparece completamente; no sabe.
Fallece sólo para decir que está aquí, presente, y que es hora de releerlo. Pongamos que muere mal, y eso es bello.
Sigue escribiendo, para sembrar la idea de que su fallecimiento fue un crimen injusto que se puede reparar.
La muerte es un invento de la literatura, igual que el amor, el paso del tiempo o Nueva York.
Si el autor es bueno se va diciendo "me voy, me voy, me voy, pero me quedo, pero me voy, desierto y sin arena".
Al final muere, sí, aunque no mucho; de mentira.
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