Mexicana, comenzó a escribir para entender su historia. Le gustan las grandes ciudades.
Gisela Leal (Cadereyta Jiménez, México, 1987) publica El maravilloso y trágico arte de morir de amor (Alfaguara).
Como la Rayuela de Cortázar, es un torbellino que trata de ponerle razón a la locura.
Empezó a escribir para ponerse en orden desde que leyó El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger.
Pregunta. ¿De dónde viene la inspiración?
Respuesta. De los soliloquios: si no se ponen en orden te poseen
. Escribir es la herramienta que me ayuda.
P. ¿Cuánto hay de su historia en lo que escribe?
R. Todo personaje tiene mucha parte de ti.
No me saldría escribir de algo que no conozco o no he vivido.
P. ¿Qué hay de usted?
R. ¡Wow! Escribo para entender mi historia.
Cuando acabo un libro me cuesta volver a él: es regresar a la persona que ya no soy.
Somos tan repetitivos, y a la vez tan únicos...
P. ¿Qué es único?
R. No creo que haya algo que haya sentido que no haya sido sentido por todos.
Lo importante es hallar esas emociones en una obra que logra proyectar nuestra historia
. Cada vez encuentro menos esas obras.
Me gustaría sentir la conmoción que tuve a los 18 al leer un libro.
P. ¿Cuál es su historia?
R. Soy de Cadereyta, a 40 minutos de Monterrey.
Es chica, pero tiene la refinería de petróleo más grande de Latinoamérica.
Ahí viven mis papás.
La Secundaria la estudié en Monterrey.
Mi conflicto con Cadereyta ha sido porque me intimida la falta de belleza.
Estuve yendo de allí a Monterrey, hasta que con 15 o 16 me quedé a vivir con mi hermana
. Regresar siempre fue un reto; no sé de dónde proviene ese miedo.
Tengo una debilidad muy fuerte por lo cosmopolita, donde siento que no tengo que hacer esfuerzos para ser entendida.
P. Por eso vive en Nueva York.
R. En Nueva York vas caminando y no te sientes observada como para tener que cambiar tu impresión. México también va por el buen camino.
Me gusta lo que está sucediendo.
P. ¿Qué le está gustando de México?
R. Tiene que ver con irte, como de Cadereyta.
No sabes cómo añoro la casa de mis padres.
Al no tenerla, quieres volver.
Como la última época de mi vida no la he pasado en México, he desarrollado esa nostalgia y veo que está haciendo su papel en cuanto a la creación de ideas; están sucediendo cosas.
P. ¿Cómo es la relación con sus padres?
R. Ha evolucionado, mejorando.
Mi madre tiene un don por el control.
Cuando tenía 14 o 15 me dijo: “Si siguen viviendo en esta casa, yo no les voy a hacer bien.
Tengo que darles la libertad que necesitan para que crezcan como tienen que crecer”.
Es uno de sus mejores regalos: dejar que sus hijas vivieran solas en Monterrey.
P. ¿Qué hizo con esa libertad?
R. Aprendí a construir una persona.
Y mejoró mi entendimiento de la relación con mi madre y, sobre todo, con mi padre.
Él es la tendencia hacia la sensibilidad, la estética, y mi madre es el control, el orden.
Ella fundó un restaurante del que mi papá terminó siendo chef.
En el restaurante había un cuarto con mi cuna.
La independencia hizo reiterar mi admiración por ella, aunque fuéramos muy diferentes.
P. ¿Con su padre le ocurrió lo mismo?
R. Totalmente distinto.
El papel de una madre es fascinante; dudo que se pueda replicar esa relación
. Tantos años de terapia me hicieron entender un complejo de Edipo negativo.
P. ¿De qué se tenía que curar?
R. De los soliloquios.
Me estaban sacando de quicio.
Eran conversaciones que me llevaban a no poder dormir.
Empezó a los 16 años y tuve bastantes conflictos con mi calidad de sueño.
Sabía que necesitaba entenderlo, pero era un círculo vicioso.
P. ¿La terapia fue una necesidad?
R. Fue la raíz
. Un día, encontré en casa de un amigo el libro de J. D. Salinger.
No lo pude soltar: me dije que me gustaría escribir con esa simplicidad.
Regresé y empecé a escribir.
P. En sus textos usted se hace esta pregunta: “¿De qué se trata la vida?” ¿De qué se trata?
R. Siento que necesito protegerme, y es con el entendimiento.
Antes era únicamente emocional; ahora no digo que lo haya dejado de ser: es mi mayor enemigo a veces.
Pero creo que esa es la forma de defenderme. Puedes entender y es fascinante.
P. Usted es de una generación que vivió “a tope”.
¿Qué influencia ha tenido esa libertad en su vida personal?
R. Haber nacido en esta época es bastante afortunado, comparado con otras generaciones.
Nuestro concepto de la vida responde a esta convicción:
“La quiero disfrutar, no he venido aquí a ser una máquina”. Ahora este grupo no tiene el poder, pero se está creando un bosque que logra resonar, hacer una serie de revoluciones.
P. Un personaje suyo dice que dejó creer en la humanidad el 17 de octubre de 2009…
Por lo que se ve, usted cree en la humanidad.
R. Sí.
P. ¿Qué es lo peor que hacemos los humanos?
R. Cegarnos, no querer ver.
En 2012, publicó su primera novela, El club de los abandonados. Con ella se convirtió en la autora más joven de su editorial, Alfaguara.
Su nuevo libro viene marcado por esta frase de Zelda Fitzgerald, en Save Me the Waltz: “Nadie ha medido nunca, ni siquiera los poetas, cuánto puede aguantar el corazón”.
Como la Rayuela de Cortázar, es un torbellino que trata de ponerle razón a la locura.
Empezó a escribir para ponerse en orden desde que leyó El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger.
Pregunta. ¿De dónde viene la inspiración?
Respuesta. De los soliloquios: si no se ponen en orden te poseen
. Escribir es la herramienta que me ayuda.
P. ¿Cuánto hay de su historia en lo que escribe?
R. Todo personaje tiene mucha parte de ti.
No me saldría escribir de algo que no conozco o no he vivido.
P. ¿Qué hay de usted?
R. ¡Wow! Escribo para entender mi historia.
Cuando acabo un libro me cuesta volver a él: es regresar a la persona que ya no soy.
Somos tan repetitivos, y a la vez tan únicos...
P. ¿Qué es único?
R. No creo que haya algo que haya sentido que no haya sido sentido por todos.
Lo importante es hallar esas emociones en una obra que logra proyectar nuestra historia
. Cada vez encuentro menos esas obras.
Me gustaría sentir la conmoción que tuve a los 18 al leer un libro.
P. ¿Cuál es su historia?
R. Soy de Cadereyta, a 40 minutos de Monterrey.
Es chica, pero tiene la refinería de petróleo más grande de Latinoamérica.
Ahí viven mis papás.
La Secundaria la estudié en Monterrey.
Mi conflicto con Cadereyta ha sido porque me intimida la falta de belleza.
Estuve yendo de allí a Monterrey, hasta que con 15 o 16 me quedé a vivir con mi hermana
. Regresar siempre fue un reto; no sé de dónde proviene ese miedo.
Tengo una debilidad muy fuerte por lo cosmopolita, donde siento que no tengo que hacer esfuerzos para ser entendida.
P. Por eso vive en Nueva York.
R. En Nueva York vas caminando y no te sientes observada como para tener que cambiar tu impresión. México también va por el buen camino.
Me gusta lo que está sucediendo.
P. ¿Qué le está gustando de México?
R. Tiene que ver con irte, como de Cadereyta.
No sabes cómo añoro la casa de mis padres.
Al no tenerla, quieres volver.
Como la última época de mi vida no la he pasado en México, he desarrollado esa nostalgia y veo que está haciendo su papel en cuanto a la creación de ideas; están sucediendo cosas.
P. ¿Cómo es la relación con sus padres?
R. Ha evolucionado, mejorando.
Mi madre tiene un don por el control.
Cuando tenía 14 o 15 me dijo: “Si siguen viviendo en esta casa, yo no les voy a hacer bien.
Tengo que darles la libertad que necesitan para que crezcan como tienen que crecer”.
Es uno de sus mejores regalos: dejar que sus hijas vivieran solas en Monterrey.
P. ¿Qué hizo con esa libertad?
R. Aprendí a construir una persona.
Y mejoró mi entendimiento de la relación con mi madre y, sobre todo, con mi padre.
Él es la tendencia hacia la sensibilidad, la estética, y mi madre es el control, el orden.
Ella fundó un restaurante del que mi papá terminó siendo chef.
En el restaurante había un cuarto con mi cuna.
La independencia hizo reiterar mi admiración por ella, aunque fuéramos muy diferentes.
P. ¿Con su padre le ocurrió lo mismo?
R. Totalmente distinto.
El papel de una madre es fascinante; dudo que se pueda replicar esa relación
. Tantos años de terapia me hicieron entender un complejo de Edipo negativo.
P. ¿De qué se tenía que curar?
R. De los soliloquios.
Me estaban sacando de quicio.
Eran conversaciones que me llevaban a no poder dormir.
Empezó a los 16 años y tuve bastantes conflictos con mi calidad de sueño.
Sabía que necesitaba entenderlo, pero era un círculo vicioso.
P. ¿La terapia fue una necesidad?
R. Fue la raíz
. Un día, encontré en casa de un amigo el libro de J. D. Salinger.
No lo pude soltar: me dije que me gustaría escribir con esa simplicidad.
Regresé y empecé a escribir.
P. En sus textos usted se hace esta pregunta: “¿De qué se trata la vida?” ¿De qué se trata?
R. Siento que necesito protegerme, y es con el entendimiento.
Antes era únicamente emocional; ahora no digo que lo haya dejado de ser: es mi mayor enemigo a veces.
Pero creo que esa es la forma de defenderme. Puedes entender y es fascinante.
P. Usted es de una generación que vivió “a tope”.
¿Qué influencia ha tenido esa libertad en su vida personal?
R. Haber nacido en esta época es bastante afortunado, comparado con otras generaciones.
Nuestro concepto de la vida responde a esta convicción:
“La quiero disfrutar, no he venido aquí a ser una máquina”. Ahora este grupo no tiene el poder, pero se está creando un bosque que logra resonar, hacer una serie de revoluciones.
P. Un personaje suyo dice que dejó creer en la humanidad el 17 de octubre de 2009…
Por lo que se ve, usted cree en la humanidad.
R. Sí.
P. ¿Qué es lo peor que hacemos los humanos?
R. Cegarnos, no querer ver.
DNI urgente
Tiene 27 años y voz profunda.En 2012, publicó su primera novela, El club de los abandonados. Con ella se convirtió en la autora más joven de su editorial, Alfaguara.
Su nuevo libro viene marcado por esta frase de Zelda Fitzgerald, en Save Me the Waltz: “Nadie ha medido nunca, ni siquiera los poetas, cuánto puede aguantar el corazón”.
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