La humanidad está cayendo, una vez más, en la tentación de carecer de límites, y de no ponérselos.
En su libro El científico rebelde, en el capítulo
“Generales”, el anciano físico y matemático inglés Freeman Dyson señala
que el antiguo “carácter limitado del armamento” hacía que los objetivos
militares fueran a su vez limitados, lo cual posibilitó que “el
ejercicio del poder marítimo británico en el siglo XIX fuera
peculiarmente benigno”
. Cita a Robert Louis Stevenson, quien expresó en pocas palabras la filosofía que había permitido a Inglaterra adquirir un imperio sin perder el sentido de la proporción:
“Casi todos los ciudadanos de nuestro país, salvo los humanitaristas y unas pocas personas que en su juventud han estado presionadas por un entorno excepcionalmente estético, pueden comprender a un almirante o a un boxeador profesional y simpatizar con él”.
Y añade Dyson: “Este es el límite que la búsqueda de la gloria militar nunca debería sobrepasar.
Un general o un almirante no han de recibir por sus éxitos ni más ni menos honores que un púgil triunfador”.
Todo eso, la limitación, la proporción, la falta de deseo y la imposibilidad de aniquilar a un país entero, ni siquiera a su ejército; la conformidad con las victorias parciales y suficientes, la creencia de que no se debe ni puede borrar del mapa a las poblaciones, de que no es conveniente dejar a una nación ni a una facción postradas indefinidamente, ni humillarlas hasta lo insoportable, se fue al traste con la Segunda Guerra Mundial, cuando el británico Sir Hugh Trenchard impuso su criterio de bombardeos aéreos indiscriminados, secundados al instante por los estadounidenses.
“Una estrategia de bombardeos estratégicos garantiza que la guerra será total”, dice Dyson. Los generales se vieron poseídos por el culto a la destrucción que podían lograr con ellos, “y desde entonces, como resultado de sus actividades, nosotros mismos no hemos dejado de vivir bajo la amenaza de esa destrucción”.
Lo cierto es que esta ya no nueva mentalidad ha invadido casi todas las esferas.
El sueño totalitario es siempre el de la dominación absoluta, sin disidencias ni discrepancias ni fisuras ni reparos ni objeciones.
Pero ese es también el sueño ideal de los partidos democráticos, que en el fondo aspiran a ganar por la mayor diferencia imaginable en las urnas, a ser posible por unanimidad.
Si un sistema nos permite alcanzar en la teoría el 100% de los votos, ¿por qué no procurar obtenerlos para así gobernar sin trabas?
Y lo mismo que ocurrió con los generales está sucediendo hoy con la tecnología y los servicios secretos.
La capacidad de controlar y vigilar se ha hecho ya monstruosa; no digo “total” ni “omnipotente” porque todavía nos falta ver qué más se inventa en ese campo.
Hace unas semanas apareció la noticia –una columnita lateral de este diario– de que tras la aprobación de la nueva ley francesa de servicios secretos, éstos podrán rastrear masivamente datos telefónicos y cibernéticos sin control judicial.
Las operadoras de telecomunicaciones, los buscadores y las redes sociales deberán instalar una especie de cajas negras para detectar cualquier conducta sospechosa.
Los agentes franceses, a los que la ley no amparaba en muchas de sus prácticas, podrán ahora, a través de los sistemas Imsi Catcher, captar y registrar los datos de teléfonos y ordenadores de sospechosos y de cuantos estén a su alrededor. También utilizar micrófonos ocultos en lugares privados o balizas para seguir automóviles.
Y entrar en domicilios particulares si lo consideran necesario, es decir, a su arbitrio. En sitios como Abu Dabi, Dubai, Qatar y similares, es ya perfectamente factible saber los movimientos de alguien desde que sale de su casa por la mañana hasta que regresa al atardecer, mediante las cámaras instaladas en las calles y establecimientos.
También resulta que algunos de los aparatos llamados “inteligentes”, desde televisores hasta tabletas y smartphones, pueden llevar microcámaras incorporadas, por lo que ya nadie nos asegura que no estemos siendo espiados incluso en nuestros salones y alcobas, probablemente sin tener ni idea, sin duda sin nuestro consentimiento.
En Dinamarca y otros países se estudia abolir el dinero en efectivo
y, so pretexto de luchar contra el fraude y el “negro”, obligar a todo
el mundo a pagar cualquier servicio o chuchería con tarjeta o móvil, de
manera que el Estado tenga conocimiento de en qué empleamos nuestros
míseros céntimos. La humanidad está cayendo, una vez más, en la
tentación de carecer de límites, y de no ponérselos.
Si las nuevas tecnologías nos lo permiten todo, hagamos uso de todo hasta las últimas consecuencias, parece ser la consigna.
Sepamos hasta el último detalle de los pasos de cualquiera, sus compras, sus gustos, sus amistades, sus amoríos, sus prácticas sexuales, si se masturba o no en casa, qué escribe, qué conversaciones tiene, qué ve, qué escucha, qué lee, a qué juega, su historial médico, cómo vive y cómo muere.
Pocos protestan por esta invasión y apropiación absolutas de la intimidad. Hace sólo un par de generaciones, el 1984 de Orwell nos parecía a todos una pesadilla, un infierno.
La versión real de eso, sólo que multiplicada por diez, a las generaciones actuales les parece de perlas
. No sólo no se rebelan, sino que colaboran. Veremos cuánto les dura ese parecer
. Claro que, si un día lo cambian, será ya demasiado tarde.
elpaissemanal@elpais.es
. Cita a Robert Louis Stevenson, quien expresó en pocas palabras la filosofía que había permitido a Inglaterra adquirir un imperio sin perder el sentido de la proporción:
“Casi todos los ciudadanos de nuestro país, salvo los humanitaristas y unas pocas personas que en su juventud han estado presionadas por un entorno excepcionalmente estético, pueden comprender a un almirante o a un boxeador profesional y simpatizar con él”.
Y añade Dyson: “Este es el límite que la búsqueda de la gloria militar nunca debería sobrepasar.
Un general o un almirante no han de recibir por sus éxitos ni más ni menos honores que un púgil triunfador”.
Todo eso, la limitación, la proporción, la falta de deseo y la imposibilidad de aniquilar a un país entero, ni siquiera a su ejército; la conformidad con las victorias parciales y suficientes, la creencia de que no se debe ni puede borrar del mapa a las poblaciones, de que no es conveniente dejar a una nación ni a una facción postradas indefinidamente, ni humillarlas hasta lo insoportable, se fue al traste con la Segunda Guerra Mundial, cuando el británico Sir Hugh Trenchard impuso su criterio de bombardeos aéreos indiscriminados, secundados al instante por los estadounidenses.
“Una estrategia de bombardeos estratégicos garantiza que la guerra será total”, dice Dyson. Los generales se vieron poseídos por el culto a la destrucción que podían lograr con ellos, “y desde entonces, como resultado de sus actividades, nosotros mismos no hemos dejado de vivir bajo la amenaza de esa destrucción”.
Lo cierto es que esta ya no nueva mentalidad ha invadido casi todas las esferas.
El sueño totalitario es siempre el de la dominación absoluta, sin disidencias ni discrepancias ni fisuras ni reparos ni objeciones.
Pero ese es también el sueño ideal de los partidos democráticos, que en el fondo aspiran a ganar por la mayor diferencia imaginable en las urnas, a ser posible por unanimidad.
Si un sistema nos permite alcanzar en la teoría el 100% de los votos, ¿por qué no procurar obtenerlos para así gobernar sin trabas?
Y lo mismo que ocurrió con los generales está sucediendo hoy con la tecnología y los servicios secretos.
La capacidad de controlar y vigilar se ha hecho ya monstruosa; no digo “total” ni “omnipotente” porque todavía nos falta ver qué más se inventa en ese campo.
Hace unas semanas apareció la noticia –una columnita lateral de este diario– de que tras la aprobación de la nueva ley francesa de servicios secretos, éstos podrán rastrear masivamente datos telefónicos y cibernéticos sin control judicial.
Las operadoras de telecomunicaciones, los buscadores y las redes sociales deberán instalar una especie de cajas negras para detectar cualquier conducta sospechosa.
Los agentes franceses, a los que la ley no amparaba en muchas de sus prácticas, podrán ahora, a través de los sistemas Imsi Catcher, captar y registrar los datos de teléfonos y ordenadores de sospechosos y de cuantos estén a su alrededor. También utilizar micrófonos ocultos en lugares privados o balizas para seguir automóviles.
Y entrar en domicilios particulares si lo consideran necesario, es decir, a su arbitrio. En sitios como Abu Dabi, Dubai, Qatar y similares, es ya perfectamente factible saber los movimientos de alguien desde que sale de su casa por la mañana hasta que regresa al atardecer, mediante las cámaras instaladas en las calles y establecimientos.
También resulta que algunos de los aparatos llamados “inteligentes”, desde televisores hasta tabletas y smartphones, pueden llevar microcámaras incorporadas, por lo que ya nadie nos asegura que no estemos siendo espiados incluso en nuestros salones y alcobas, probablemente sin tener ni idea, sin duda sin nuestro consentimiento.
Si las nuevas tecnologías nos lo permiten todo, hagamos uso de todo hasta las últimas consecuencias, parece ser la consigna
Si las nuevas tecnologías nos lo permiten todo, hagamos uso de todo hasta las últimas consecuencias, parece ser la consigna.
Sepamos hasta el último detalle de los pasos de cualquiera, sus compras, sus gustos, sus amistades, sus amoríos, sus prácticas sexuales, si se masturba o no en casa, qué escribe, qué conversaciones tiene, qué ve, qué escucha, qué lee, a qué juega, su historial médico, cómo vive y cómo muere.
Pocos protestan por esta invasión y apropiación absolutas de la intimidad. Hace sólo un par de generaciones, el 1984 de Orwell nos parecía a todos una pesadilla, un infierno.
La versión real de eso, sólo que multiplicada por diez, a las generaciones actuales les parece de perlas
. No sólo no se rebelan, sino que colaboran. Veremos cuánto les dura ese parecer
. Claro que, si un día lo cambian, será ya demasiado tarde.
elpaissemanal@elpais.es
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