Dos libros muy distintos que acabo de leer tienen el hilo común de las amistades caminadas y conversadas.
Los mejores pensamientos son los pensamientos caminados, dice
Nietzsche.
Pero son mejores todavía los pensamientos caminados y conversados; los que brotan no de la solitaria divagación, sino del intercambio entre dos inteligencias caldeadas por la amistad, aguzadas por el hábito de la disputa cordial y exigente.
Admiramos las Ensoñaciones del paseante solitario, de Rousseau, pero también nos damos cuenta de cómo la soledad puede aproximarse a la obsesión y al delirio
. En La vida de Samuel Johnson, de James Boswell, hay tanta inteligencia y tanta capacidad de observación y escrutinio como en las mejores páginas de Rousseau, pero hay también agitación, alegría, burla, picaresca, disfrute de la vida y sobre todo, junto al impulso caminante, el caudal continuo de las conversaciones, la comedia de las voces humanas mezclada a los ruidos que intuimos aunque no los oigamos, el de los vasos y las carcajadas de los bebedores en una taberna, el de la cena en un reservado, el de la ciudad, Londres, por la que andan siempre de un lado a otro el doctor Johnson y su discípulo Boswell, y en torno a ellos los amigos con los que se encuentran y los desconocidos con los que traban alegremente una conversación.
La lectura, la escritura, la invención artística suelen exigir soledad y silencio.
En la conversación, el pensamiento se vuelve locuaz y al encarnarse en el sonido de las voces adquiere también un metal de presencia verdadera que lo confunde con el afecto y lo protege contra las tentaciones de la abstracción y del monólogo.
El que conversa vuelve su curiosidad hacia las palabras del otro y ejercita de antemano la tolerancia. Cualquier tema suscitado en una conversación adquiere la temperatura de la amistad, y muchas veces también del amor.
Una amistad es una conversación y una caminata.
Al doctor Johnson lo imaginamos caminando deprisa seguido por Boswell, divagando con él sobre las cosas que van viendo, o subido junto a él a un coche de caballos, o viajando en una barca de alquiler entre Londres y Greenwich, siempre con el destino final de una cena muy conversada que se prolonga hasta las tantas.
Está el placer sedentario de conversar en una barra, en la mesa de café o de restaurante, pero hay momentos de conversación caminada que son insuperables, como si por el simple hecho de andar juntos los amigos sientan más inclinación hacia la pura charla sin objetivo preciso, el divagar de las palabras junto al de los pasos.
No se están haciendo grandes confidencias, ni formulando ideas profundas, ni discutiendo los asuntos imperiosos del día: simplemente se habla, y el arroyo tranquilo de la conversación va de un lado a otro.
A esa manera de ir charlando por ahí se le llama en inglés, con una expresión de gran belleza poética, “shooting the breeze”: dispararle a la brisa, entretenerse con nada.
Sin que los conversadores se den cuenta, el paso se ha hecho más lento, quizá porque han comido bien y han tomado más de un vaso de vino.
Y algunas veces los pasos se detienen del todo, porque uno de los amigos, con frecuencia el de más edad, se ha quedado quieto para facilitar un recuerdo, o para subrayar una afirmación.
En Nueva York tengo dos amigos propensos a caminar y conversar así, lo cual no deja de presentar ciertas dificultades en esas aceras por las que la gente camina con una urgencia que excluye implacablemente cualquier desviación de su propia línea recta.
Mi amigo Vicente Echerri anda a un ritmo de capital de provincia cubana por la que todavía no circularan muchos automóviles, como habrían andado su padre o sus tíos al salir de un café en su Trinidad natal. Norman Manea, por descansar las piernas o por asegurarse de que no me apresuro, se tomaba de mi brazo la última vez que caminamos juntos conversando, Broadway arriba, un anochecer de principios de verano.
Su mujer y la mía se alejaban muy por delante de nosotros. Norman y yo comparábamos recuerdos de dictadores y de plazas llenas de multitudes disciplinadamente entusiastas, Ceausescu y Franco, Bucarest y Madrid, los grados de opresión y chantaje de la vida diaria, la extrañeza del futuro en el que vivíamos ahora y la ciudad, tan lejana de nuestros orígenes, por la que caminábamos.
Dos libros muy distintos que acabo de leer tienen el hilo común de
las amistades caminadas y conversadas.
Escribir un libro es inventar la forma única que se corresponde con su materia. Francisco García Olmedo, en Buscando a Antonio Ferres, cuenta sus encuentros y sus conversaciones con el novelista, vigoroso y lúcido a los noventa años. Intercala poemas suyos, fragmentos autobiográficos de sus novelas.
La conversación desemboca en la memoria personal del novelista; los paseos, los encuentros semanales para desayunar en una cafetería de la calle de Bravo Murillo de Madrid, anclan en el presente los muchos viajes de la vida errante de Antonio Ferres, que viajó clandestinamente a París y a Europa Oriental en los tiempos de su militancia comunista y fue profesor en universidades remotas del Medio Oeste en Estados Unidos.
De una página a otra, el libro cambia delante del lector, de la perspectiva de García Olmedo a la de Ferres, de la conversación al recuerdo, a la anotación de diario, al efecto de collage de un poema o una cita.
Algunas veces he caminado conversando por Madrid con García Olmedo.
Su libro tiene ese tono, ese ritmo.
Cambié bruscamente a una velocidad más rápida cuando me puse a leer The Odd Woman and the City, de Vivian Gornick.
Gornick escribe sobre las calles proletarias del Bronx que conoció de niña y el Manhattan cultivado y neurótico en el que vive ahora, todo el arco de una vida vivida en la misma ciudad por la que sigue caminando y conversando a los 80 años.
En Nueva York, donde el aislamiento personal puede ser tóxico, una amistad conversada es todavía más valiosa que en Madrid.
Para que cobrara forma su mezcla de crónica, divagación y memoria, Vivian Gornick necesitaba el hilo y el eje de sus conversaciones y sus paseos con un amigo, Leonard, mucho más elusivo que el Ferres de García Olmedo o el Johnson de Boswell, pero igual de valioso como presencia real y como artificio literario.
Vivian Gornick, que ha sido una de las voces mayores del feminismo americano, escribe de los dones y las dificultades del amor tan vívidamente como del disfrute de una soledad elegida, que es a la vez el regalo y el precio de la independencia personal.
Una vez a la semana queda con su amigo Leonard, que es gay y también vive solo.
Van a un restaurante, al teatro, al cine, a un concierto, toman café, una última copa en la casa del otro.
La compañía mutua es muy intensa, muy discutidora, pero los límites no se traspasan.
A veces uno de los dos amigos tiene la tentación de llamar al otro antes del plazo acordado, pero se contiene.
Se conocen tan bien que cada uno escucha en la voz del otro lo que estaba a punto de decir. Cuando están solos, piensan algo como si lo dijeran en voz alta.
El libro de la mujer sola y caminadora en Nueva York es una declaración de amistad tan apasionada como una declaración de amor.
Pero son mejores todavía los pensamientos caminados y conversados; los que brotan no de la solitaria divagación, sino del intercambio entre dos inteligencias caldeadas por la amistad, aguzadas por el hábito de la disputa cordial y exigente.
Admiramos las Ensoñaciones del paseante solitario, de Rousseau, pero también nos damos cuenta de cómo la soledad puede aproximarse a la obsesión y al delirio
. En La vida de Samuel Johnson, de James Boswell, hay tanta inteligencia y tanta capacidad de observación y escrutinio como en las mejores páginas de Rousseau, pero hay también agitación, alegría, burla, picaresca, disfrute de la vida y sobre todo, junto al impulso caminante, el caudal continuo de las conversaciones, la comedia de las voces humanas mezclada a los ruidos que intuimos aunque no los oigamos, el de los vasos y las carcajadas de los bebedores en una taberna, el de la cena en un reservado, el de la ciudad, Londres, por la que andan siempre de un lado a otro el doctor Johnson y su discípulo Boswell, y en torno a ellos los amigos con los que se encuentran y los desconocidos con los que traban alegremente una conversación.
La lectura, la escritura, la invención artística suelen exigir soledad y silencio.
En la conversación, el pensamiento se vuelve locuaz y al encarnarse en el sonido de las voces adquiere también un metal de presencia verdadera que lo confunde con el afecto y lo protege contra las tentaciones de la abstracción y del monólogo.
El que conversa vuelve su curiosidad hacia las palabras del otro y ejercita de antemano la tolerancia. Cualquier tema suscitado en una conversación adquiere la temperatura de la amistad, y muchas veces también del amor.
Una amistad es una conversación y una caminata.
Al doctor Johnson lo imaginamos caminando deprisa seguido por Boswell, divagando con él sobre las cosas que van viendo, o subido junto a él a un coche de caballos, o viajando en una barca de alquiler entre Londres y Greenwich, siempre con el destino final de una cena muy conversada que se prolonga hasta las tantas.
Está el placer sedentario de conversar en una barra, en la mesa de café o de restaurante, pero hay momentos de conversación caminada que son insuperables, como si por el simple hecho de andar juntos los amigos sientan más inclinación hacia la pura charla sin objetivo preciso, el divagar de las palabras junto al de los pasos.
No se están haciendo grandes confidencias, ni formulando ideas profundas, ni discutiendo los asuntos imperiosos del día: simplemente se habla, y el arroyo tranquilo de la conversación va de un lado a otro.
A esa manera de ir charlando por ahí se le llama en inglés, con una expresión de gran belleza poética, “shooting the breeze”: dispararle a la brisa, entretenerse con nada.
Sin que los conversadores se den cuenta, el paso se ha hecho más lento, quizá porque han comido bien y han tomado más de un vaso de vino.
Y algunas veces los pasos se detienen del todo, porque uno de los amigos, con frecuencia el de más edad, se ha quedado quieto para facilitar un recuerdo, o para subrayar una afirmación.
En Nueva York tengo dos amigos propensos a caminar y conversar así, lo cual no deja de presentar ciertas dificultades en esas aceras por las que la gente camina con una urgencia que excluye implacablemente cualquier desviación de su propia línea recta.
Mi amigo Vicente Echerri anda a un ritmo de capital de provincia cubana por la que todavía no circularan muchos automóviles, como habrían andado su padre o sus tíos al salir de un café en su Trinidad natal. Norman Manea, por descansar las piernas o por asegurarse de que no me apresuro, se tomaba de mi brazo la última vez que caminamos juntos conversando, Broadway arriba, un anochecer de principios de verano.
Su mujer y la mía se alejaban muy por delante de nosotros. Norman y yo comparábamos recuerdos de dictadores y de plazas llenas de multitudes disciplinadamente entusiastas, Ceausescu y Franco, Bucarest y Madrid, los grados de opresión y chantaje de la vida diaria, la extrañeza del futuro en el que vivíamos ahora y la ciudad, tan lejana de nuestros orígenes, por la que caminábamos.
Para que cobrara forma su mezcla de crónica y memoria, Vivian Gornick necesitaba los paseos con su amigo Leonard
Escribir un libro es inventar la forma única que se corresponde con su materia. Francisco García Olmedo, en Buscando a Antonio Ferres, cuenta sus encuentros y sus conversaciones con el novelista, vigoroso y lúcido a los noventa años. Intercala poemas suyos, fragmentos autobiográficos de sus novelas.
La conversación desemboca en la memoria personal del novelista; los paseos, los encuentros semanales para desayunar en una cafetería de la calle de Bravo Murillo de Madrid, anclan en el presente los muchos viajes de la vida errante de Antonio Ferres, que viajó clandestinamente a París y a Europa Oriental en los tiempos de su militancia comunista y fue profesor en universidades remotas del Medio Oeste en Estados Unidos.
De una página a otra, el libro cambia delante del lector, de la perspectiva de García Olmedo a la de Ferres, de la conversación al recuerdo, a la anotación de diario, al efecto de collage de un poema o una cita.
Algunas veces he caminado conversando por Madrid con García Olmedo.
Su libro tiene ese tono, ese ritmo.
Cambié bruscamente a una velocidad más rápida cuando me puse a leer The Odd Woman and the City, de Vivian Gornick.
Gornick escribe sobre las calles proletarias del Bronx que conoció de niña y el Manhattan cultivado y neurótico en el que vive ahora, todo el arco de una vida vivida en la misma ciudad por la que sigue caminando y conversando a los 80 años.
En Nueva York, donde el aislamiento personal puede ser tóxico, una amistad conversada es todavía más valiosa que en Madrid.
Para que cobrara forma su mezcla de crónica, divagación y memoria, Vivian Gornick necesitaba el hilo y el eje de sus conversaciones y sus paseos con un amigo, Leonard, mucho más elusivo que el Ferres de García Olmedo o el Johnson de Boswell, pero igual de valioso como presencia real y como artificio literario.
Vivian Gornick, que ha sido una de las voces mayores del feminismo americano, escribe de los dones y las dificultades del amor tan vívidamente como del disfrute de una soledad elegida, que es a la vez el regalo y el precio de la independencia personal.
Una vez a la semana queda con su amigo Leonard, que es gay y también vive solo.
Van a un restaurante, al teatro, al cine, a un concierto, toman café, una última copa en la casa del otro.
La compañía mutua es muy intensa, muy discutidora, pero los límites no se traspasan.
A veces uno de los dos amigos tiene la tentación de llamar al otro antes del plazo acordado, pero se contiene.
Se conocen tan bien que cada uno escucha en la voz del otro lo que estaba a punto de decir. Cuando están solos, piensan algo como si lo dijeran en voz alta.
El libro de la mujer sola y caminadora en Nueva York es una declaración de amistad tan apasionada como una declaración de amor.
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